miércoles, 30 de marzo de 2011

Mutación del recuerdo

las hordas del viento acuchillan hojas
algo le dispara a mi alma
y la lluvia muere

una vez por mundo
haré talar la pena que me sombra.

2

el destino es aleatorio
superstición, otra arbitrariedad

criatura del mismo pensamiento
existo ilusión, ensueño

llevo la nostalgia, la piel del vagabundo
donde el camino seduzca con atajos

apenas en la oscuridad
alma viajera hasta adoptar
un huésped, siempre huésped

leve, de tan leve tiempo
que nace del sonido
soy reflejo que refleja.


Victor Clementi

martes, 29 de marzo de 2011

Homenarock

Luego que el canabbis manoseara
el dimmer de mis sentidos:

un flato termonuclear quebrantó el protocolo
pero noooo, mejor no hablar de ciertas cosas

para no corroer la ternura del oasis
por favor no hagás promesas sobre el bidet

cáscaras del sol labios color basura
cuatro ebrios se lo llevan al rockero

deletreando sombras en el espejo del Mago
pensé que se trataba de cieguitos

pero nooooo
mejor hacé promesas sobre el bidet
son todos narco...


Vicius Clem

Presunciones

presumo lo que ignoro
y jamás advertiré
¿quienes fui hacia el recuerdo?
supe pero dudé
ahora sudo dudas
soy un momento suceso espontáneo
que abortó la Idea

luego acosa una amnesia liberadora.

2

¿Evolución es lo mismo que supervivencia?
La cucaracha que sobrevivió la ecatombe nuclear
quedó estéril.

Nada es eterno porque sólo la Nada es eterna.


Vicius Clem

miércoles, 23 de marzo de 2011

Fotos antigalanes

Gabriel Cabrejas: Violador Serial
Ya desde pequeño profesaba un amor inmenso a las series de época, a punto de analizarlas, ahondarlas, penetrarlas con devoción infinita



Victor Marcelo Clementi: Ex Galán Inmaduro.
En la decadencia más absoluta, hoy, apenas lo pretende alguna que otra veterana poco ambiciosa.
Las opiniones están divididas: él cree que es un seductor innato, todos los demás no.




Gustavo Olaiz: Detrás de esa apariencia inofensiva se esconde un verdadero depravado.
Sus chistes, cargados de una líbido inconmensurable, apuntan a una gama de adolescentes ingenuas a las que intentará sodomisar.





martes, 22 de marzo de 2011

Teatro de un renegado 2011 plus

Potestad: Pavlovsky y Kogan
Plenos poderes

Potestad es el opus de Pavlovsky más reprisado, el texto dramático más representativo del pos-Proceso sobre el Proceso y una de las primeras voces que llegado el deshielo se atreve a los temas tabú, desaparición y apropiación. No se trata de la tan manida familia disfuncional que ocupa al teatro en los últimos años, sino lisa y llanamente de la destrucción de la familia argentina bajo las espuelas del Estado autoritario y la construcción de otra disfuncional por antonomasia: la de la adopción irregular, criminal, en manos de otros.
Monólogo argumental, de actor más que de personaje, no está articulado para el lucimiento de sketches, cada uno de los cuales con su máscara. Potestad requiere de un actor sólido, capaz de llenar el espacio físicamente, cambiar de ritmo, de voz, de actitud y de emociones. Ése es Hugo Kogan.
Nacido de la fragua infinita de Carlos Owens –aún hoy sus acólitos trabajan e incluso un discípulo suyo montó una sala independiente y centro cultural en Santa Clara, Jorge Ramírez JarKogan lleva tres décadas de intérprete y productor. A él se le debe la hazaña marplatense del Festival Iberoamericano de Teatro y sus orgullosos seis ciclos consecutivos y, por citar una criatura suya, fue el Marx de La secreta obscenidad de cada día junto a Freud-Roberto Tripolio. Una hora escasa, tres sillas y una batea de sangre artificial le bastan; viste de blanco impoluto y pasa de padre feliz y luego atribulado a médico forense sádico y apropiador.
Eduardo Tato Pavlovsky no es dramaturgo fácil. La ironía negra de Galíndez ahora se trasvasa en tragedia sin peajes. Nos sacude la cómoda butaca en giros imprevistos, poco menos que brutales. La casi graciosa presentación de la normalidad doméstica, el dominio del hábitat del que hace gala el protagonista, se resquebraja, y de imitar a esposa e hija durante una tranquila tarde de convivencia, su discurso resbala hacia el plano inclinado del horror. Así fue, nos dice. La represión, la realidad, en fin, en algún momento cruzó el umbral, atomizó la intimidad, y una vez dentro ya no salió. Sin embargo, como estamos viendo a la sociedad en pequeño, no le alcanzan los maniqueísmos, y el actor se convierte en perchero donde cuelgan los antifaces de un país pusilánime. El padre le habla a alguien, le confiesa su desamparo, el aislamiento al que los demás lo condenan sospechado por transitividad de subversivo, o de esparcir el peligro, la ausencia de la hija arrancada de su lado, la locura de la madre. Y cuando el llanto podría inundarnos, guión y personaje se nos invierten. Kogan se empapa de sangre y en el dial del psicodrama político, se torna cavernoso, burlón, se desmarca y nos separa violentamente de la la identificación compasiva. Ahora es el doctor que pasea entre los cadáveres, certificando la defunción obvia. Y las sillas viven, el objeto yerto se transfigura en cuna, y el médico de delantal manchado de rojo, abraza al bebé que habrá de sustraer a sus legítimos padres y abuelos. ¿Qué hacer, como espectador, frente a tamaño espanto? Somos público y testigos; nuestro silencio, el del pasado que impávido conoció el trazo grueso, secretamente obsceno, de una Historia implacable.
“En teatro, Potestad es un desborde”, comenta Pavlovsky en un reportaje reciente. No tanto, depende de quien lo sepa desleir. Asesorado por otro owensiano, Roque Basualdo, HK lo contrae a su personal y justa medida, sólo que necesita de un grandioso, empezando por el propio Tato y muy pocos elegidos equiparables. La poderosa pregnancia de un especimen teatral de alta escuela podía atravesar esta agua, cuya sanguinolenta actualidad todavía nos estremece. La mueca, el gestus social, el transformismo ideológico, el cambio de registro, no son asignaturas que se aprueban sin estudio. Si había un actor para Potestad, era Hugo Kogan.

Gabriel Cabrejas

jueves, 17 de marzo de 2011

Extraños en la plaza (humor)

dos personajes coinciden en el banco de una plaza


-Dígame usted cree en Dios?
-No, pero que los hay los hay.
-Es cierto.
-¿Y usted?
-No es que no crea, yo lo niego.
-¿Por qué lo niega?
-Porque Dios es racista.
-No me diga...con razón, ahora tiene más sentido la historia.
-La Biblia fue el primer best seller de las multinacionales.
-Estamos de acuerdo; mire, yo me hice ecologista después de leerla. ¿Cómo puede ser que Dios le haya dado al Hombre, por decreto, la potestad sobre todas las bestias?
-Cómo dejamos el planeta pobres animalitos...
-¿Se da cuenta porque no creo en Dios?
-¿Quién lo habrá mandado?
-Y, hay que pensar bien cuando se vota.
-¿Se enteró que gastaron cuatro palos verdes para salvar al último osito panda?
-Cuántos niños desnutridos se salvarían...
-¿No me diga que es comunista?
-Le dije que soy ateo.
-¿No será gay?
-Por favor, tuve experiencias terribles, mamá no se depilaba...
-¿Fue al psicólogo?
-Tres veces. Mamá se escapó con él.
-¿Habrá sido muy duro, no?
-Y, me costó la carrera.
-¿Qué estudiaba?
-Psicología.
-¿Probó con el teatro?
-Soy profesor de teatro.
-Qué casualidad, yo soy escritor. Mire, si quiere le muestro los borradores.
-¿A ver? (Lee) Esto es un hallazgo...
-¿Le parece?
-Por supuesto. ¿Podría alcanzarme una copia?
-M esentiría muy halagado...
-(Deja de leer) Estoy conmovido, usted me arruinó la tarde.
-Lo acabo de escribir, es que pensaba matarme...
-Me movilizó todo...
-¿Tiene dificultades para ir de cuerpo?
-Cada tres o cuatro días.
-Lo mío lo va a ayudar. Léame cuando esté estreñido.
-Ya lo creo. Tome (le devuelve las copias) Ya me hizo efecto.
-Ahora me siento auténtico, lo mío realmente sirve...
-Gracias, amigo (retorciéndose) ¿dónde hay un baño?

Víctor Clementi
La Cocuzza - Pasquín - Abril 1999

martes, 15 de marzo de 2011

Cinencanto 2011

Souvenires del Festival Internacional
Con ustedes… los perdedores

Como suele sucedernos a los argentinos, llegamos cola de perro. El Festival Internacional de Cine sucede en noviembre, cuando las películas competentes del año han figurado en los otros Festivales Categoría A y los directores y productores prefieren esperar que sus largos, en proceso de posproducción, compitan en los certámenes que nos primerean –Berlinale en febrero, Cannes en mayo, Venecia en agosto, San Sebastián octubre. Mejor hubiera sido reprogramar el de Mar del Plata en su fecha original, marzo, al comenzar apenas el año. Lo siguiente es una reseña apurada de lo que llegamos a ver; por desdicha sólo uno, Aballay¸ fue premiado este tardío fin de ciclo.

Promesas del Este. Hace unos años el cine iraní era la niña bonita de la crítica y las exhibiciones, como ahora el rumano. Alternativas emergentes de culturas en estado de emergencia: respiraderos artificiales para sociedades nunca del todo libres ni prósperas. Abbas Kiarostami (El sabor de la cereza, 1997), Samira Makhmalbaf (La manzana, 1998; A las cinco de la tarde, 2003), Majid Majidi (Niños del cielo, 97) y Bahman Ghabadi (Las tortugas también vuelan, 2004) reflejaban identidad y denuncia, un cine social de ritmos quietos, niños protagónicos en la mejor tradición del neorrealismo, pobreza en la Persia de los ayatolas y el petróleo mediante los ojos de las víctimas más inocentes.
El cazador (Shekarchi), firmado por Rafi Pitts, parte de una premisa distinta. Primero, le pone el cuerpo a las balas casi en un sentido literal. Escribe, dirige y actúa, y bordea peligrosamente la metáfora política. Deporte extremo si los hay: Ghabadi sufrió la cárcel por oponerse al presidente Mahmud Ahmadinejad y su colega Jafar Panahi ni siquiera pudo viajar a Berlín. El propio Pitts, nacido en 1967, se exilió junto a su familia al advenir Khomeini, y la secuencia titular rescata a sus terribles motoqueros, los Pasdarán o primera Guardia Islámica no muy distinta a nuestros recordados Grupos de Tareas. El cazador, enmarcado bajo esos auspicios tortuosos, debe leerse como un testamento generacional, el silencioso estallido de los hombres de la mediana edad de Teherángeles incubados en la acémila negra de la violencia, retornante porque nunca pasó, y cuyo hito reciente y sangriento Pitts autor ubica, claro, en las marchas contra la amañada y leonina reelección de Ahmadinejad en 2009, que los Basij, hijos de los pasdarán, ahogaron en una represión callejera también filmada en directo.
A diferencia de sus compañeros cineastas, Pitts escapa del barrio, de la aldea montañosa y miserable, incluso de las abluciones y el chador. Teherán es una megalópolis industrial y alienada en regla, de noche y otoño permanentes, circundada por marañas de autopistas ruidosas, una automotriz activísima y el lejano, casi perdido murmullo de una mezquita almenando el horizonte. Alí-Pitts, y su mueca dura, inconmovida, sale de prisión y sólo consigue un trabajo de vigilancia nocturna, dado que no confían en él para asignarle horario matinal, así que ve poco a su familia y su único placer consiste en ir a cazar al bosque suburbano, los francos. El disparo de su rifle parece un cañonazo y no vemos a qué le acierta; un buen día la policía le avisa, sin que su gesto se transforme, que su esposa cayó muerta durante un típico confuso episodio, en términos concretos, por un proyectil en las manifestaciones contra el escándalo reelectoral. Su hijita está desaparecida y la busca foto en mano hasta que también debe concurrir a reconocerla en la morgue. El convicto Alí sabe que un destino no precisamente divino lo acaba de arrojar otra vez al margen y la soledad, aunque mucho se haya esforzado en reintegrarse donde nadie lo quiere. Tiene el rifle, la mira telescópica y habrá de usarlos, y a su modo, equiparará los tantos o morirá en el intento, al fin y al cabo nunca estuvo del todo vivo.
Si la cinematografía iraní revelaba una libertad inusual en el mundo mahometano, retratando las consecuencias de la guerra frente a Irak, el anacronismo de una educación inquisitorial o el pésimo reparto de la renta mientras sube el precio del crudo, el alegato de Pitts pone por primera vez las armas y la actualidad política en primer plano. El policía corrupto y brutal de la segunda mitad, su ayudante el recluta que “no debería estar aquí”, la cacería del prófugo Alí entre los árboles que lo atrapa pero instala a los tres en una caminata circular, a cada rato en el punto de partida --¿la historia nacional?—y el ex presidiario vistiéndose de uniforme aún a sabiendas de que puede matarlo… otro policía, mapea un role playing absurdo. Todos juegan al otro y ninguno es tal, el laberinto carece de centro y mucho más de salida, termina mal lo que empezó peor o, acaso, no termina lo que no llegó a empezar. “Hoy, la gran pregunta en Irán –comenta el director en la reseña—es si la Revolución nos fue robada”.
Tan inesperada como El cazador, la serbia Beli, beli svet (o Blanco, blanco mundo) puede calificarse de tragedia griega tout court. Oleg Norkovic director y Milena Markovic, guionista y poeta profesional, buscan un pueblo minero, Bor, que bien podría ser Tebas. Allí mismo habían realizado un cortometraje, Una ópera de mineros (2005), y ahora, con el socavón de fondo y el magma del metal fundido, le inyectan una ficción feroz y al mismo tiempo, en la línea de la mejor tradición dramática. Incluso, al personaje principal lo apodan King, pero sin trono. Dueño de un bar, jactancioso de no amar a nadie, no será el fatum metafísico el que lo volteará de su autosuficiencia sino los propios azares de un pasado impostergable. Y allí reaparece en su vida una presa (Hana Slimovic), nada menos que su cuñada, quien cumplió sentencia tras haber matado al marido y hermano de King, boxeador y golpeador. King (Uliks Fehmiu) tuvo su affaire con ella; en el medio, una sensual y conflictuada sobrina (Jasna Djuricic) que se enamora de él sólo para sufrir su desprecio, y la caravana necesaria de un nuevo marido malquerido, el viejo sabio, otro hermano de King ebrio y melancólico, el novio de la chica que culmina en suicidio y sí, King pronto a quedar ciego “como una pija”, clara referencia a Edipo. Lo interesante de Blanco, blanco reside en su proporcionada mezcla de naturalismo y distanciamiento brechtiano, cuando decide introducir las canciones, por boca de los mismos actores, y el coro final, masivo, de mineros. Ópera de dos centavos, puede desorientar al desprevenido –y al que detesta el musical genérico—pero su deriva rupturista, original, gana la apuesta.

Logros del Sur. Revolución, el cruce de los Andes de Leandro Ipiña, inaugura un modelo de telefilm, el Film-Encuentro, dado el canal de cable financista y su propósito de difusión prácticamente escolar. Ipiña dirigió ya un mediometraje, La batalla de San Lorenzo (2009), suerte de docudrama de bajo costo, reconstrucción histórica y bagaje informativo, onda History Channel. En este perfil transita lo válido y lo defectuoso de Revolución: pedir más significa peras al olmo. Ipiña no se planteó en ningún momento un clásico ni le impusieron un presupuesto para imitar a Stanley Kubrick. El plan, un producto pedagógico-fictivo que desacartona a San Martín sin derretirle del todo el bronce, ni recae en el yeso de procesión del solemne Torre Nilsson y su tan vista El santo de la espada (1970).
La versión ipiñesca no ofendería a los capitostes del Instituto Sanmartiniano, pese a un par de puteadas del Prócer que encarna Rodrigo de la Serna. Bueno, el combate de Chacabuco fue concebido con algún montaje digital y extras tomados casi encima, cuestión de simular su menguada tarifa –después de todo la paga un medio estatal. Jorge Coscia, actual secretario de cultura, intentó años ha su propia humanización de San Martín, El general y la fiebre (1992); tratándose de un objeto privado, la deliberada (inevitable) parquedad de recursos en la escenificación de la Historia quedaba patética. En aquel evento, Rubén Stella hacía un héroe convincente a pesar de las deficiencias y en ésta De la Serna es un General bastante verosímil, fuera del embalaje gigantista del Alfredo Alcón de Nilsson.
Sin otros actores conocidos, el texto prefiere variar el punto de vista y es un viejo ex soldado, en 1880, el que rememora a un periodista, con motivo de la Repatriación de los Restos, su vida como secretario epistolar de San Martín en el frente cordillerano. No figura Cancha Rayada ni la mirada del enemigo godo delante del catalejo, apenas vislumbramos el frío intenso, sí un cura patriota y nada de Damas Mendocinas, al soslayo Remedios de Escalada y bastante de las calenturas del Libertador luchando contra el ambiguo apoyo del Directorio porteño. La misma frugalidad de concepción ayuda al realismo de los elementos: en todo tiempo el Gran Capitán es un solitario luchador, anónimo dentro de lo inhóspito de la geografía, acompañado de una improvisada tropa de esclavos negros, gauchos e indios, tal cual sucedió según predican los historiadores –el mayor hallazgo hasta la fecha en materia de películas sobre la Guerra de Independencia. Un sabor a pueblo que no se olfateaba desde La guerra gaucha, pero ahora audaz ya que se resitúa en el mismo campo del honor que nos contaron en la Primaria. Una excelente presentación del imberbe aspirante a granadero sintetiza completamente el contexto de origen: el padre burgués lo repudia al enterarse de su aventurerismo. “No le bastó con quitarnos los criados y parte de la tierra, sino también nos saca a nuestro hijo”, el cual, siendo rico, no debiera enrolarse en la gesta libertadora, en cuanto tal reservada a la sustituíble carne de cañón. Ipiña, director joven, no influído por “el Kapelusz ilustrado” –palabras suyas—no le ahorra a su San Martín pequeñas histerias, la depresión cuando alcanza un desolado paraje chileno y su ejército parece brillar por su ausencia. Revolución nunca será un film de culto y enseguida lo coparán los profes del secundario, pero cumple su función –precisamente ésa. Los organizadores del Festival tuvieron la cordura de presentarlo fuera de concurso en la sección Panorama, y el primer domingo se exhibió gratis en el populoso Auditorium.
Aballay, el hombre sin miedo, ganador del Premio del Público, tiene un horizonte más vasto. Ahora se reúnen dos escuelas, que esperaron director para entrelazarse: el western (el yanqui y su secuela spaghetti) y el drama socio-mitológico gauchesco. Fernando Spiner tardó veinte años en encontrar una fórmula integral, calidad de relato y calidez para el espectador cuantitativo, que tanto rehúsa el cine vernáculo, harto de cinema d´auteur solipsista, sin argumento ni final. Spiner, convengamos, ya se sentía raro en nuestro ambiente. La sonámbula (1998) osaba la sci-fi criolla, casi sin antecedentes nacionales; Adiós querida luna (2004). Sólo el documental Angelelli, la palabra viva (2006, junto a Víctor Laplace) quedaba en el promedio de las investigaciones sobre temas del Proceso.
La sustentación de Aballay es un cuento de Antonio Di Benedetto, uno de nuestros grandes no reconocidos. En los desiertos del NOA, en una época indeterminada, pero de a caballo aún, la banda de forajidos que lidera el matón del título degüella a un correo bancario, no sin antes balear a la partida entera de policías. Aballay (el proteico Pablo Cedrón) no sabe que el hijo de su víctima espió el crimen, y al descubrirlo, lo asalta una culpa tan desgarrante que abandona el delito. La película, curiosamente, parece empezar donde cerró Revolución. Padre e hijo, en la diligencia de reverberaciones fordianas, cantan con aspavientos, a pura risa, la Marcha de San Lorenzo, y los delincuentes no son sino los jinetes mestizos outlaw que dejó sin lugar ni ochavos la Organización Nacional, lejos ya de la campaña emancipatoria y las pugnas civiles. La zona, las resecas faldas de las Sierras Pampeanas, libradas a su escasez y en manos del caciquismo. La fábula pega un salto de una década y el jovenzuelo al que Aballay no mató (Nazareno Casero, en su segundo trabajo de elenco después de La mansión Seré) viene de Buenos Aires buscando changa, aunque en realidad sueña la venganza. Allí se entera que el lugarteniente más cruel y resentido de Aballay, El Muerto (Claudio Rissi) detenta poder absoluto en el caserío, y tendrá que vérselas con cada esbirro hasta llegar, o no, al matador del padre, que insólitamente se ha redimido y se convirtió en El Santito, un anacoreta milagrero oculto en las montañas.
De aquí en más, el film se disfruta al confluir en él una muy feliz combinación de mitos, incluyendo los del cine. La música de Gustavo Pomeranec emula ex profeso los ritornelos del spaguetti –escúchese a Ennio Morricone, a Luis Bacalov—maridado al folclore norteño sinfónico; la escenografía paisajística recuerda las estribaciones del western arquetípico pero los caballos piafan en un suelo de talco que los afantasma; los lomos azules de las sierras, inconfundibles, guardan los duelos previstos al costado de los débiles cursos de agua. Aballay entronca en otra filiación popular, como la de los sanadores robinhoodianos fuera de la ley, cóctel de Gauchito Gil y Bairoletto, y la tortura sobre el señorito de ciudad emparienta las sagas de Esteban Echeverría, La refalosa o El matadero, igual que la cautiva (la alucinante morocha Moro Anghileri). Claudio Rissi construye un malísimo tan detestable que se aguarda entusiasmado su ajusticiamiento. El personaje de Cedrón, a su turno, pertenece a los estilitas de Oriente, aquellos monjes que, a fin de lavarse del pecado, no descienden en vida del capitel de las columnas. El sermón del sacerdote (fugaz y exacto Gabriel Goity) convence a Aballay de una purgación igual, pero sobre el pingo. Cuando baje renunciará al juramento por una justa causa que no evitará lacrar su destino.
Soberbia, tan cubierta de guiños como de acción, retoma al Leonardo Favio de Nazareno Cruz (1975), menos mayestático e imaginario: una deuda saldada en torno a un cine nac & pop que sonaba ya inabordable o superado. Ojalá pueda aplicar la última puntada, el aplauso numérico para su estreno comercial en 2011, difícil en las Pampas –pero no imposible.
Lo restante, preguntas de respuesta pendiente. ¿Veremos a las ganadoras o sucederá lo de casi siempre, que no desembarcan en la ciudad que las ha premiado? Bastante tenemos con que el Filmfest siga aquí firme. No obstante su buena receptividad, cada año pensamos que será el último.

Gabriel Cabrejas

viernes, 11 de marzo de 2011

Teatro de un renegado contraataca

Harwood+Mónaco+Benítez+Alías…
Sueños cumplidos

Cualquier actor que haya visto El vestidor –sobretodo la película de 1983 más alguna puesta teatral porteña1—sueña interpretarla. Porque el sueño de un actor dramático no es hacer un Shakespeare como cumbre del histrionismo, la educación o la experiencia, sino hacer del actor que interpreta a Shakespeare, con toda la nerviosidad escénica, las dudas sobre si está capacitado, el cansancio, el interrogante acerca del público adecuado, los personajes más famosos del universo en manos de los que lo antecedieron. El monólogo de Hamlet tiene tantas versiones y diversiones que hasta Gabriela Toscano se atrevió a una versión travestida, sin demerecer la regocijada y ya clásica óptica de Blanca Caraccia entre nosotros y su memorable Shakespirado. Hoy por hoy, resultará más seductora una parodia alternativa a los complejos enunciados del Cisne de Avón que un fidelísimo acercamiento a argumentos harto conocidos que apenas dejan resquicio al asombro.
Pues bien: Pedro Benítez, con dos décadas y monedas arriba del tablaje, se jugó a fondo. Lo primero para aplaudir, su decisión de alquilar los derechos de una joya contemporánea, The dresser de Ronald Harwood, prohibitiva casi en virtud de las finanzas que cuenta un grupo independiente; lo segundo, reunir en torno suyo a un dream team de personalidades vernáculas y, simplemente, tirar la pelota en medio de la cancha: jueguen, damas y caballeros, este partido les sale solo. Decir que se trata de un hito histórico parece una hipérbole; el tiempo dirá si me equivoco.
¿Quién podía meterse en la carne de Su Excelencia, ese polichinela estragado, perdedor invicto, que sabe perfectamente que cada noche puede ser la última? Convengamos: grandes veteranos de nuestros teatristas no hubiesen desentonado un ápice. Pero Pedro, según dije, puso pie en el acelerador, y prefirió a su propio maestro, Antonio Mónaco, el cual, con soberbia humildad, aceptó que lo condujera su propio alumno, por primera vez en su trayectoria marplatense.
Aún no se iluminó el escenario y ya retumban las bombas que Hitler precipita, incesantes, sobre los inermes londinenses. Montar King Lear es una quimera absurda, cuando las víctimas no están para sufrimientos de ficción, y no obstante, el mundo sabe que solamente el arte consuela de lo irreversible. La llegada del Actor se demora en los camarines: no lo sepultaron los escombros sino una oscura jornada de hospital, dada su vejez y su propia angustia insomne. Cuando al fin entra, tembloroso, desharrapado, lo único que importa a la compañía –como debe serlo, siempre—es su disponibilidad a tiempo para subir el telón. Pero al Actor lo asaltan a mano armada otros horrores. De pronto, se supo viejo, tosiente, asustadizo y, lo peor, desmemoriado, una tragedia mayor que la obra a punto de representar. Su incondicional vestidor, mezcla de ama de llaves, vestuarista, apuntador, asistente de maquillaje y confesor, estará ahí, terciando entre el divo tambaleante y sus adláteres, una corte indulgente y a la vez harta de su achaques, su ciclotimia, y definitivamente, de sus caprichos. Fuera, la destrucción se enseñorea con la población de Londres, o sea, el público. Adentro de las bambalinas, se cierne la derrota, la decadencia, el balance de tantas giras de mala muerte, un elenco de mediocres, la melancólica y lúgubre belleza de una tradición secular a punto de sucumbir.
El vestidor es el backstage, y también el making: cómo se arroja una obra a la vista del espectador develándole a éste los vaivenes de una vida capaz de llenar, por sí sola, la trama de otra obra. Monumental como nunca --¿será posible?—Mónaco cubre un texto espectacular a la medida de su desmesura. Benítez, voluntariamente o no, lo homenajea convirtiéndolo de nuevo en actor dos veces, como dirigido suyo y envuelto en las innúmeras capas de sí mismo. Parecen desfilar en los gestos, dosificados de manera tal que un estudiante de teatro debiera sentarse en primera fila y tomar apuntes, las criaturas que representó durante su carrera, el protagonista del Macbeth más magistral que recordemos. Teatro/metateatro, convivio y enseñanza. Somos el público del improbable Rey Lear y conjuntamente el de El vestidor, y lo que vemos, lo mejor de la historia de nuestro teatro libre.
Aclaración necesaria, a Mónaco hay que acompañarlo. Formador de actores, sus formados demuestran cuánto saben de eso. Eduardo Lalo Alías compone el personaje de su vida. Ese Norman amanerado, a ratos cínico, solícito hasta la autohumillación y rencoroso furtivo. El que persevera en el drama algun día encontrará la horma de su zapato y, luego de tanta espera y mocasines de todo tamaño, al fin el calzado exacto para un profesional impresionante. A Silvia Urquía le basta una escena para el patetismo tenso que se le iba adivinando. No menor el tete-a-tete de Madge-Gabriela Benedetti con y contra Su Excelencia: es la revelación de El vestidor y otra prueba del olfato de Benítez a la hora de elegir acompañantes.
Mientras, los escalones estéticos campean imbricados a la concepción integral. Como se trata de exponerlos en primer plano, obra dentro de la obra, no podían ser inferiores a sus usuarios. El diseño escenográfico de Mariano y Jesús Sasso, el maquillaje de Claudia Demarín y la vestimenta a cargo de Mònica Arrech–sutil, necesariamente entre sustuosa y ajada—complementan el big picture. Incluso la música original de Diego Girón, cuando subraya, entra y sale en el instante perfecto. La secuencia de los dispositivos destinados a simular la tempestad, con su aura de gag mudo-ruidoso, es un paradigma de dinamismo compositivo a toda máquina.
Se me acaban los adjetivos. Si todavía quedan botarates que descreen del teatro marplatense, vénganse en masa. Sin duda seguirán fluyendo en abundancia epifanías en esta iglesia. Porque antes de verla sabíamos quién era Monaco y ahora sabemos quiénes son sus sucesores.

Gabriel Cabrejas

jueves, 3 de marzo de 2011

Teatro de un renegado, edición 2011

Las muñecas rotas de Patricia Suárez
Los buenos pegamentos de Mauro Molina

Molina como director nunca decepciona. Esa que no eres le extraía la almendra a la poesía-vida de Alejandra Pizarnik; Boceto para teatro I adivinaba la desesperanza existencial de un Beckett modélico y El rey se muere sabía reírse malhumorado junto a Ionesco. Sabio en adiestrar parejas interpretativas, su mano conduce por igual a binomios masculinos/femeninos, pero sabe elegir a su team que–cuidado—nunca le fallan.
Pero esta reseña debe empezar desde afuera: a Mauro le trajeron el texto las actrices, que le contagiaron su convicción a sabiendas de que contaba excelente materia prima humana y la potencialidad dramática del conflicto. El problema reside en Patricia Suárez, inflada novelista ganadora de un premio Clarín y a partir de allí entusiasmada con plasmar argumentos para teatro, menos preparada de lo que cree en cuanto al vigor implícito de sus propuestas. En Teatro x la identidad 2008 tuvimos ocasión de apreciarles La casamentera, La Varsovia y El desván, en los pies de un elenco rosario multitudinario que luchaba a cuerpo partido sobre un texto demasiado largo y reiterativo: la inmigración, las prostitutas, el cafishio y los políticos corruptos gozaron de mejor suerte en el tablaje nativo y Suárez luce avejentada, obvia. Temas tan trajinados merecen, en cambio, un director responsable que sepa extraer jugo a un cítrico a punto de secarse.
Afortunadamente ése es Molina y, claro, se entiende la razón que inspiró a las actrices. Todo el texto espectacular de Muñecas rotas, cuya plataforma original es El desván, reposa en sus cuerpos, sin otro aditamento que el baby doll de Tabita (Celeste Gerez) y el vestidito de bailarina de Margot (María Viau). Ellas, convengamos, son buenísimas. La santiagueña mal aporteñada de Gerez, composición verbal además de física, la dulzura ambigua de Viau, se lucen por todo lo ancho, a despecho del verosímil –se dedican nada más que a espiar a una tercera que no vemos. Cada cual se reservó el monólogo elocuente en el cual transpira naturalmente el testimonio del subdesarrollo sexual histórico: orfandad, maltrato, violencia masculina. Se justiprecian los kilates de Molina, que salva honrosamente la previsibilidad de un guión poco agraciado. La lluvia de flores artificiales y la de tacos altos tracciona el tenor simbólico de la puesta, vacía de otros dispositivos, y rompe el discurso hipnótico de las chicas. También en esto avanza MM, cuando en otras ficciones, con excepción de Boceto, adornaba la escena, ahora sucinta en el empleo de la cámara negra.
Molina ratifica su certificado de aptitud como férreo adaptador y timonel de actores, en una obra sin duda menor pero que deja el saldo positivo que le conocemos.

Gabriel Cabrejas