lunes, 23 de abril de 2007

Los premios de la Academia 2006: Un Oscar de reparto

Los premios de la Academia versión 2006
Un Oscar de reparto


Publicado en La Avispa, Mar del Plata: nº 35, abril 2007, 55-7

Esta temporada los latinos fueron estrella en las nominaciones, pero el premio terminó repartiéndose equitativamente. Al fin se le dio a Scorsese, después de una ceremonia para el bostezo. Comentamos aquí algunos largos estrenados en Mar del Plata antes del Festival de Cine.

Los mejicanos estaban ahorita de fiesta: entre Guillermo del Toro (El laberinto del fauno), Alejandro González Iñárritu (Babel) y Alfonso Cuarón (Los niños del hombre) recaudaban tantas candidaturas que hicieron bien en flamear la bandera tricolor entre las butacas. No les fue tan gloriosamente como esperaban pero fue estricta justicia encaramarlos al podio al menos en los papeles; las cocardas apetecibles –director y película—le cupieron a Martin Scorsese, un premio que pareció más por trayectoria y por la culposa memoria de los votantes, cansados de relegarlo por mejores logros. A Clint Eastwood le tocó irse con las manos vacías. Venían cantados Helen Mirren (La reina) y Forest Whitaker (El último rey de Escocia) como protagonistas. Sorprendió el veterano Alan Arkin en suporting role (Pequeña Miss Sunshine) y nuestro Gustavo Santaolalla, autor de la mejor banda sonora, cuando lo habían destacado en el 2005. Ellen de Generes de animadora no le causó gracia ni a la novia, dentro del show más embolante que se recuerde.

Perdidos en Tokio, Tijuana, El Cairo... Iñárritu es un fatalista profesional sin fronteras. Segrega la misma pasión oscura hacia lo irreversible y predestinado que le vimos a su compatriota Arturo Ripstein, pero mientras éste se obsesionó con el destino mejicano puro, paseándose a través de las distintas clases y períodos –la clase media moderna en Principio y fin (1993), los 50 viajando sobre viudas ricas y pobres y una pareja criminal desclasada en Profundo carmesí (1996), el lumpenaje en La mujer del puerto (1991)—el joven Alejandro prefiere el tester contemporáneo y el recurso altmaniano de mixar historias aparentemente ajenas entre sí que terminan unidas por el vértice, estrategia de acróbata donde el azar sólo es la máscara de un mismo fatum insobornable. Suyo fue Amores perros (1999), hasta ahora su mejor film, y, trasladado a Hollywood, ese equilibrio sin red para actores llamado 21 gramos (2003). Lo que enlaza los tres relatos de Babel es una escopeta de caza: un turista japonés se la transfirió a un pastor egipcio, y los dos hijos cabreros del que la adquirió practican puntería a su vez con un ómnibus de excursión y le atizan un balazo en el cuello a una paseante americana (Cate Blanchett) casada y en crisis con Brad Pitt; a partir de allí se extienden los afluentes colaterales, como el episodio de la adolescente sordomuda (Rinko Kikuchi, nominada) y el de los hijos del matrimonio yanqui, perdidos junto a su niñera (Adriana Barraza, también nominada) en el desierto de Tijuana, una vez que el sobrino de aquella (Gael García Bernal) los abandonara corrido por la policía fronteriza. Los tiempos se superponen y al comienzo no sabemos qué dolor aprieta la voz del papá Pitt al hablar vía teléfono, malherida su esposa, con sus nenes todavía en California, antes de la peripecia que habrán de sufrir ambos y la criada, que se los llevará al casamiento del hijo tras la frontera de la cual volverá a pie. Iñárritu construye un fresco pluriidiomático sobre la incomunicación, literal en el caso del cuento en Tokio, el desencuentro y la soledad en la aldea global, como dilatando su concepción al mundo entero desde el desgarramiento puramente azteca de Amores. Menos trágica en general que ésta–aquí el desenlace más duro lo sufren los pastorcitos, los únicos que jalan el gatillo—Babel sentencia por igual a la gente en puntos cardinales distintos. La naturaleza en México, el acto individual asesino pero difícil de condenar dada la travesura de los chicos egipcios, la discapacidad y su aislamiento en Japón. Bella y tremenda, oculta sin embargo el peligro de que el molde del multicuento, tan apropiado para evitar el tedio de la narración única, caiga en zócalos de desinterés, según enganche más uno sobre otro.

La reina y el as. Cuesta creer que La reina (The queen, de Stephen Frears) haya gozado de seis candidaturas incluyendo guión, película y director, precisamente donde más flaquea, mientras vestuario, música y mejor actriz ya le hubieran hecho sobrada justicia. Helen Mirren queda calcada a escala con la reina Isabel, eso sí, pero el otrora sátiro antisistema Frears resulta demasiado respetuoso, quizás debido a que la protagonista real sigue viva y coleando y le pesó en la honra ser súbdito suyo. Como fuese, la muerte de Lady Diana Spencer, la Princesa del Pueblo ninguneada por la dinastía gobernante y llorada hasta inundar de flores Buckingham por la plebe, elige un sesgo complaciente y conciliador, reprochable viniendo de quien supo pegar duro sobre la hipocresía británica: recordemos la pareja gay de Ropa limpia, negocios sucios (1985) y la de Susurros en tus oídos (1987), manoséandose con el fondo de la boda real, justo la de Charles y Di. Incluso mudado a USA la democrática parodia Héroe accidental (1992) lo empinaba como un buen heredero de Capra y Billy Wilder, y pudo serlo si no hubiese transado el clásico pro-lucimiento de Julia Roberts (Mary Reilly, 1996) o achacara síntomas de comediógrafo de happy end en la reciente Mrs. Henderson presenta (2005). Frears claudica ahora y por partida doble, repartiendo el estrellato entre Isabel y Tony Blair (Michael Sheen), a la sazón flamante Prime Minister en 1997, coincidiendo con la luctuosa muerte de la princesa. Porque toda la trama consiste en cómo Blair persuade a la distante monarca de abdicar su frialdad frente al dolor de los ingleses, y avenirse a un discurso televisivo para show us you care: confesar que también ella lo siente. Antes que hacerla opinar y quejarse, el guionista Peter Morgan y Frears eligen modular sobre su rostro, adivinar sus dudas y verla despojarse del lastre de una tradición secular que la obliga a apartarse del asunto, vuelto enseguida razón de estado. Cierto es que Blair pinta como el moderadísimo laborista más afín a la casa Windsor que cualquier rival thatcherista, pero Frears no critica eso sino, se diría, casi lo ensalza, y a cambio le mastica la yugular al marido de la reina, el príncipe Felipe (John Cromwell), el más reaccionario de la corona. Una muy humana Isabel lamentando la suerte de un gamo de mucha cornamenta –¿la propia Lady Di presa de su parentela política?—es toda la licencia que se permite de ingresar en su interioridad.
Los infiltrados no será, dijimos, lo mejor de Scorsese, aunque comparada con la aguachenta El aviador (2005), ensambla perfectamente dentro de su filmografía: regresó pues el artista del hampa, el de Buenos muchachos, que ahora revistan en la policía de Boston. Primera vez, de paso, que suscita una remake de otro film, el chino Infernal affairs (Andrew Lau y Andy Mak, 2002 y secuelas: las vimos en el Festival de Mardel). Hay un doble agente (Leonardo di Caprio) que acepta el yugo de meterse entre las fauces del dealer Jack Nicholson, y otro –Matt Damon--, al revés, topo en el precinto para frustrar las razzias y encerronas tendidas contra aquél. El gato y el ratón se dirime entre ellos más que ante el mafioso, y en ese juego de identidades solapadas el nervio del viejo Martin, intacto, chorrea sangre, homenaje transversal a sus ancestros chinos; diálogos cortados a cuchillo y un submundo wasp y masculino, y personajes feroces siempre a punto de estallar a los que apenas diferencia la placa. Vuelven a estar en su salsa los irlandeses y el italiano, ahora puñulan traficas de ojos rasgados y acechanzas a través de celular, y el tema del traidor y del héroe. Como siempre, al setentón Jack dan ganas de aplaudirlo y rebaja a sus jóvenes sucesores a mera comparsa.

...Pero Hollywood nunca falta. En el 2005 fue Cinderella Man (El luchador) de Ron Howard y en 2006 The pursuit of Happyness, o sea, En busca de la felicidad. Quiero decir, la consabida apología del american dream, del ciudadano-común-perdedor que asciende desde el fracaso más miserable a la rehabilitación y la riqueza, y proporciona un Ejemplo de perseverancia a quienes –no lo saben—serán losers siempre. Para acentuar a trazo grueso el despropósito, la desventura del joven emprendedor negro al que se le derrumba la vida pero sabe exprimirse el sudor y triunfar, la dirige un italiano de importación, Gabriele Muccino –parece un anagrama de Michael Cimino—que arrivato a las Grandes Ligas no podía sino elogiar el sistema meritocrático ingastable de la Tierra de las Oportunidades.
Baste saber que se basa en una true story, terrorífico letrero que suele enaltecer el mismo imaginario, el de la realidad que copia a la ficción. La hagiografía del tal Chris Gardner se enfrasca en el talante de Will Smith, modelo de sueño autocumplido si los hay: un tipo que se la pasa pateando hospitales para vender sin fortuna escaners y lo abandona la mujer, pero, de tropezón en tropezón, lo consuela la compañía del hijo –el propio párvulo de Smith, Jaden—y en una selva impiadosa como Wall Street se irá empecinadamente abriendo paso. El intento de reeditar el tierno dueto de Ladrón de bicicletas, padre y vástago, sale a medias: son otros tiempos, no existe final desdichado y las hilachas de los bolsillos son apenas otro desafìo. Salva las papas el estupendo trabajo de Smith, cuándo no, encima candidato al Oscar. La prédica de un profeta evangélico, y la fauna cuasi angelical de los brokers en pleno auge de los reaganomics, más el rotulo epilogal que informa cómo el rotoso Gardner se transfiguró en multimillonario horripila con su edificante moraleja panoficialista.
El buen tino del votante masivo evitó que Diamante de sangre (Blood diamond) se alzara a la cima de la noche, dadas sus cinco candidaturas para la entrega número 79 del Academy Award. Fiero y ambiguo, Di Caprio se luce en la piel de un afrikaner contrabandista de diamantes, en medio de la guerra civil de Sierra Leona a fines de los 90 y se gana bien la nominación, igual que su compañero de andanzas Djimon Hounsou, esclavo del FUR (Frente de Unidad Revolucionaria) puesto a recoger las piedritas preciosas. Ocurre que los americanos han descubierto Africa en el 2000 como en los 80 Centroamérica, y la pintan como una fosa darwiniana llena de asesinos y corruptos jurásicos, lo cual no sería del todo falso si no la atravesase la mirada superior, soberbiamente humanitaria y oscuramente bienintencionada de los nuevos colonizadores. Desde que Bruce Willis y Lágrimas del sol (2003) posó su culo camuflado en el continente negro, y en un relámpago de osada lucidez Andrew Niccol denunció el horror de ambos bandos (me refiero a El señor de la guerra, 2006), ya se ve adónde habrá argumentos que parasitar; de eso también habla, aún en pasado, El último rey de Escocia, de Kevin MacDonald. En Diamante tenía que haber un negro bueno y compadre, Hounsou, abnegado padre que quiere rescatar a su nene, que juega a la guerra con armas de verdad del lado del FUR. La dulce carita de Jennifer Connelly, periodista comprometida y yanqui, y un funcionario, también yanqui, arrebatado de pasión en un discurso contra toda violencia bélica, créase o no, doran la frutilla del postre de un film ampuloso y olvidable.
Quedan todavía películas en el proyector, y en el menguado contexto marplatense algunas se verán antes en DVD, o no llegarán a las salas. Este año el Oscar fue de reparto y ligó cada una el suyo. O casi.

Gabriel Cabrejas

miércoles, 18 de abril de 2007

domingo, 15 de abril de 2007

Cinencanto, 2: Algunas películas biográficas

Pesares del biopic de Estados Unidos a Inglaterra:La Historia es quien la cuenta
Una película para multitudes sobre astronautas reales (Apolo 13) y una biografía intimista que desacraliza a un grande de la poesía de nuestro siglo, T. S. Eliot (Tom & Viv) cuentan heroísmos y miserias: de la indulgencia patriótica a no perdonar ni siquiera a los íconos.

Apolo 13, de Ron Howard
Tecnoficción para no estar en la Luna

Ron Howard es un director estandar que nunca descolló por su virtuosismo, pero siempre se detectó versátil para el gran espectáculo que gusta a Hollywood, desde la comedia neoyorquina con un despistado y una mujer-sirena en pleno Manhattan (Splash, 1984) y el encuentro de tres ancianos y unos alienígenas al estilo mágico-emotivo de Spielberg (Cocoon, 1985), hasta el cine de aventuras urbanas entre bomberos (Llamarada, 1990) y el fallido intento épico sobre inmigrantes irlandeses a la medida de Tom Cruise (Un horizonte lejano, 1992). Apollo 13, su reconciliación con el éxito, lo nuestra experimentando en otro género más, esa mezcla de catastrofismo y suspenso aureolado de tintura nacionalista que tan bien le encaja y no hará sino cimentar. Le gustan las fábulas de autosuperación modélica, como habrá de ratificarse en Una mente brillante y El luchador (no en vano titulada Cinderella man 2005), con el australiano converso Russell Crowe haciendo de héroe mesocrático que se vence a sí mismo. Su objeto insuperable, hasta ahora, no es ninguno de ellos sino Ed TV (1999), tanto que parece facturado por otro; en la filmografía desigual de todo encomendado, también luce, seamos justos, su comedia sobre la histeria del periodismo gráfico, The paper (Detrás de la noticia, 1994). Su destino, definitivamente, parece el de los antiguos amanuenses del 40, que se mandaban derechito y sin chistar hacia lo que les encargasen.
La historia -real- de Apolo sucedió en los tempranos 70. La NASA disfrutaba de los proyectos Apolo, si bien después de pisar la superficie lunar con la hazaña de Neil Armstrong se le cuestionaba gastar tanto erario público en fabricar Colones estratosféricos mientras a "nuestros muchachos" los apaleaban sin retorno en Vietnam. Semejante clima inyecta nerviosismo ya al comienzo de un lanzamiento que planea poner en órbita a los astronautas Lovell (Tom Hanks), Haise (Bill Paxton) y Swiggert (Kevin Bacon), que sólo llamarán la atención mediática cuando el estallido de los tubos de oxígeno del cohete, a un palmo de besar el satélite natural de la Tierra, cambie abruptamente las metas del viaje: ahora, la proeza consistirá no en alunizar, sino apenas en volver.
Apollo 13, para el espectador, se enriquece si éste ignora el final de la peripecia verídica. Entonces, el cúmulo de desafíos que brotan ante los ojos de los tripulantes y sus telecomandos en Cabo Kennedy --pueden rebotar en la atmósfera si no entran en el ángulo exacto, la propia respiración envenena a los tres náufragos estelares, uno de ellos vuela de fiebre y hasta desconfían el uno del otro... y no saben a ciencia cierta si la coraza del módulo resistirá la terrible temperatura al ingresar en el cielo terrestre--quitan el aliento del más plantado. La claustrofobia de los tres personajes sumergidos en el vacío que los hace únicos y a la vez más solos que nadie, y la premura no menor de sus samaritanos en la Tierra (los buenos trabajos de Ed Harris y Gary Sinise, que ya acompañó a Hanks en Forrest Gump) arrastran de vértigo a un film que no olvida el mensaje americanista. No en vano la carucha de bebote eterno de Tom, nuevo modelo del ciudadano común empujado al heroísmo en una situación límite de la cual si no se salva, como poco sale candidato al Oscar, otra vez.

Tom & Viv, de Brian Gilbert
La vida yerma

Ultimamente, el cine inglés se ha obsesionado en contar el otro lado de sus ídolos artísticos, el factor emocional de hombres y mujeres herméticos y a menudo inmaduros en la devoción y la entrega, a pesar de, o por eso mismo, vivir con seres volcánicos o desprejuiciados. Richard Attenborough descubrió el llanto contenido en la prosa del universitario Cecil Lewis (Tierra de sombras, 1993; inmortalizado para el cine gracias a Narnia, basado en su célebre saga, 2005), con un intenso Anthony Hopkins y su esposa poeta americana, enferma irrevocable, Debra Winger; Carrington, de Christopher Hampton (1995), rompió el cofre que guardaba el amor idealizado del escritor gay Strachey (Jonathan Pryce, mejor acá que haciendo de Perón) y la promiscua pintora del título (Emma Thompson). Finalmente, Tom & Viv (1994) completa la trilogía exhibiendo al impar Thomas Stearns Eliot, el más grande poeta británico del siglo --aunque de origen yanqui, autor de La tierra yerma--, como un sutil destructor de quien fuera su musa literaria, la aristócrata Vivianne Haigh-Wood.
El matrimonio de Shadowsland se invierte: en vez de yanqui moderna y flemático inglés hay un intelectual arrepentido de ser estadounidense, que abrazó la ciudadanía imperial en 1927 y se topó con una noble sajona que soñaba dejar de serlo junto a su marido. Ambos lo lograron, pero a un precio y de una manera lejana a sus planes. El lastre de una moral victoriana, hipócrita por elección, contaminará sus vidas. Una disfunción hormonal hace menstruar a Viv tres veces a la semana además de histerizarla, lo que empeora una medicación errónea. Eliot, que alguna vez se jactó de "monárquico, liberal y anglicano", frente a su impresentable mujer,quería conservar su carrera intangible del qué dirán,aún a costa de abandonar a Viv en un hospicio; la propia familia política, enjoyada de prosapia pero avergonzada de una imperfección tan impúdica, conspira contra la heredera para declararla insana. La actuación de Miranda Richardson (Viv), que pasa de los raptos incontrolables a la serenidad y dulzura de su manicomio caro, y la hipnótica ambigüedad de Tom-Willem Dafoe, egoísta y a la vez dolido, aguza el drama a la tensión de unas miradas y un impecable fondo de silencios sociales, como si el país apenas descripto fuese el victimario definitivo, lleno de chismosos de clan --el Bloomsbury, cónclave de artistas al que pertenecía Virginia Woolf, aquí poco menos que una harpía, y Bertrand Russell, "amigo" de la pareja y sin embargo rápido para seducir a la desequilibrada Viv.
Gilbert da plena libertad al receptor, que puede optar por Tom o su esposa en las razones y sinrazones de cada cual. Queda una imagen: la de un Londres donde hasta los maniquíes usan camisón.


Gabriel Cabrejas

sábado, 14 de abril de 2007

Conjetura sobre la Simultaneidad

"Ahora mismo, un simio intenta en San Francisco abrir una cerradura con la llave equivocada. Fracasa.
En ese instante, otro mono introduce una ganzúa en una antigua puerta de Caracas.
Obvio que forcejea sin éxito.
Simultáneamente, en Francia, un tercero de la especie insiste con un manojo que no logra descifrar.
Un cuarto mono, en Egipto, abre una puerta que nunca estuvo cerrada.
Al unísono, todos supieron hacerlo..."

El éxito no depende únicamente del individuo, sino de la suma de todos los intentos.
Los cambios suceden por tendencias (acciones simultáneas e independientes) ejecutadas por individuos de una misma especie, sólo conectados entre sí por un observador o por una conciencia (que ex-propia todo aprendizaje)
Las experiencias acumuladas conforman algo así como una Conciencia de la Especie; la que a su vez alimenta a las conciencias individuales, creando una suerte de simultaneidad. Entonces la evolución se manifiesta homogénea.

lunes, 9 de abril de 2007

Cinencanto,1: El cine judicial americano

Silencio en la sala
Un drama de Corte
El cine americano inventó casi todos los géneros propios del arte que cumplió un siglo. Sin embargo, si nos ceñimos a lo típicamente yanqui, coincidiremos en señalar al western y al courtroom drama como sus inventos característicos: el duelo al sol en el Lejano Oeste y el duelo a la sombra de los debates tribunalicios.
El primero es masculino, a no ser por excepciones no muy serias como Cat Ballou, con Jane Fonda de pistolera (1965) y la malograda Rápida y mortal (1995) con Sharon Stone portando sus esbeltas cachas de nácar; nada es más sensual que una mujer andrógina haciendo las veces de gunfighter. Claro que como heroína de acción le faltó media hora de horno y a cambio se ganó todos los laureles el Malo de la Película, Gene Hackman, que actúa de memoria y casi sin libreto. El courtroom drama, en cambio, admite estrellas de ambos sexos, y todos los arbitrios del sueño americano convergen en su meridiana puesta teatral. Una corte y dos tipos de público. El de curiosos tras el vallado, con un hormiguero de fotógrafos que al salir ululando primicia en mano hacen estallar el recinto. El proceso se articula alrededor de ciertas reglas de sucesividad: el o los delitos que llevan al banquillo a un inocente presunto, o un culpable presunto, en cuyo caso se intercalan los atenuantes; tediosos/jugosos intercambios de chicanas entre fiscal y defensor, a veces marido y mujer como en La costilla de Adán o ex esposa y ex marido como en La verdad desnuda; diálogos reservados del juez con ambos para advertirles sobre un desmadre o algún pinzamiento de ética; el testimonio crucial que gira la causa ciento ochenta grados –se suele llamar last minute drama, con la llegada ex machina de un testigo arrepentido—y la frutilla: el discurso persuasor de redondeo, por parte de los dos leguleyos, ocasionalmente mojado de llanto, como Matthew McConaughey en Tiempo de matar. El otro tipo de público es el especializado, el jurado, gente desconocida entre sí y sin formación jurídica, síntesis masiva de la honorable sociedad a la que el crimen manchó y exige una reparación de tintorería moral o, al menos, legal.
Luego se impone el espacio. El hemiciclo indiscutido, siempre iluminado a través de antiguas tulipas, mármol frío y madera dura marrón oscuro aquí y allá, altísimos techos desde los cuales Dios escudriña, micrófonos modernos en franco contraste con la apariencia museística del mobiliario, y la pulcritud adusta de los trajes costosos, las corbatas de seda y los trajecitos sastre. Hackman, cuervo trucho de Tribunal en fuga se ríe del suit berretón de Dustin Hoffman, el bueno; sabemos de sobra cómo decide en los abogados el barniz. Un lugar inhibitorio, lleno de eco, salpicado de policías imperturbables que no reprimen sino vigilan el silencio como cancerberos de la entrada al infierno constitucional. Todo huele a purgación, a culpa, a imparcialidad, es impersonal y rutinario igual que los volúmenes --inúmeros-- de legislación que suele tener detrás, de formidable respaldo, el juez en la biblioteca de su despacho. Cuando se suscitan los juicios sumarios de Las brujas de Salem las velas rústicamente crepitan sobre atriles de carpintería basta, a tono con el puritanismo más primitivo. La sobriedad de la corte impone incluso una mudez sepulcral al espectador en la otra corte, la sala de cine, porque presenta de suyo una situación límite. Nos percatamos de que está al acecho el punto culminante, que allí no se formulan conversaciones foruitas ni de relleno argumental sino medulares, que se desarrolla la tragedia humana en un sentido plenamente griego: rito sacrificial, mística del Cordero en las urbes industriales (pues el acusado normalmente es inocente), heroísmo verbal e intelectual en estado puro (el abogado defensor suele no tener experiencia alguna y se juega su carrera), dialéctica vertiginosa del Bien y del Mal que se definen tales sólo al enfrentarse (a menudo no visualizamos cuál es el lado correcto)... Y, finalmente, voyeurismo legal: la cámara espía, prolongando nuestros ojos, nos vuelve cómplices, o sea, parte del litigio, ella ya eligió quién debe penar y nosotros gozamos sin intervenir, a medias entre el jurado impertérrito y el público apostador. Cajas chinas: teatro dentro del teatro o cine dentro del cine. El único juez verdadero es el espectador, juez y testigo, que declarará justo el pleito, y allí el film resplandece, si cumple sus expectativas. Casi ningún courtroom drama termina absolviendo delincuentes y penalizando víctimas, excepto el citado La verdad desnuda. Su fin estriba en galvanizar la fe del ciudadano en su sistema de justicia, o, lo que es lo mismo, cuestionarlo desde la ficción para fortalecerlo, ponerlo en duda para instigar la saludable sospecha democrática, denunciarlo a la luz a fin de que sea patrimonio de todos. También en esta dirección es un molde paradigmático americano. El cine como ágora, necesita de la aprobación asambleísta, del pueblo convocado, de su presencia dimensionada en extras que compran el producto moral y reaseguran la infalibilidad de sus prácticas y los liderazgos individuales –del fiscal al juez, del buen actor en su salsa al cineasta.

Labor absurda analizar, ni tan siquiera enumerar, las películas que se acumulan en el diccionario del Drama de Corte. Algunos ineludibles, sin embargo, merecen un inciso. Nadie olvida la corte paralela del jurado encerrado a deliberar si el muchacho marginal amerita la silla eléctrica en Doce hombres en pugna (1957). Una teatro-film del aún televisivo Sidney Lumet, que registra cómo un simple resentimiento biográfico --el de Lee J. Cobb con su hijo ingrato-- puede condenar a causa de despecho ajeno a un abandónico. Los jurados son demasiado humanos, ¿pueden mis iguales condenarme por un crimen que precisamente no cometieron? El guión les reserva además la tarea de revisar y reinterpretar los detalles detectivescos que defensa y fiscal subestimaron.
El juicio se volvió metafísico cuando irrumpió Heredarás el viento (Stanley Kramer, 1960), y se sentó en el banquillo a un maestro por enseñar las blasfemas teorías de Darwin, violando una ley que lo prohibía. Spencer Tracy, defensor, demostró cuán loco estaba el Fredric March al atacar desde la Biblia la libertad de conciencia. Ahí nomás, de repente, el género se hizo más terrenal que nunca y Gregory Peck empuñó la defensa de un joven al que una aldea racista presupuso violador por el solo hecho de ser negro (Matar a un ruiseñor: Robert Mulligan, 1962). Durante una década no hubo en USA quien estudiara derecho sin inspirarse en la figura del campeón Atticus Finch-Peck. Tenía un toque emotivo adicional, ser narrada desde los ojos de sus hijos. Pasados treinta años el mismo fascismo del Sur profundo permite un alarde de impunidad discutible: se declara not guilty a un padre negro (Samuel Jackson) que se venga de la violación de su niña asesinando a sus abusadores (Tiempo de matar). Alguna vez se dio el caso de un asesino que parece víctima total de las circunstancias hasta que lo declaran inocente, y entonces, recién en el desenlace, se descubre su auténtico rostro y una puñalada hace justicia divina después de conocerse el dictamen (Testigo de cargo, 1957; Causa justa, 1994). Por supuesto, el maestro Hitchcock no podía negarse al citatorio, tratándose de un criminólogo del cine: Mi secreto me condena (1953) pone en jaque a un sacerdote (Montgomery Clift), a punto de sufrir la pena máxima por encubrir, secreto de confesión mediante, al verdadero asesino. Y, como era de esperarse, el criminal le despeja el camino cometiendo otro delito del que no logra rehusar, amén de confesar el anterior a quien no guarda imprescriptible reserva, su esposa. Idéntico título de doblaje tuvo Reversal of fortune (1990), donde un aristócrata cínico (Jeremy Irons) casi va preso por uxoricidio y se comprueba que solamente ayudó al suicidio de su cónyuge Glenn Close. A veces una insospechada consorte mata a una rival y deja que sufra el proceso el marido infiel, para que éste se entere una vez absuelto (Se presume inocente, con Harrison Ford). El bucle se riza. Hay un fiscal amigo de la infancia de los implicados (Chicos de la calle, 1996), una jurado a la que chantajea el imputado para torcer su voto (La jurado, 1996) y otra que se deja corromper por la mob en juicio y así obtener réditos de quienes no tienen la razón y sí la plata (Juicio por jurado, 1994).
Las variantes se multiplican. No existe año de Hollywood en que no se hayan filmado courtroom dramas. Tiene poca entidad el robo o la estafa, pero puede no haber hecho de sangre y sí casos réprobos de discriminación, como fue Philadelphia (Demme, 1993), y no faltan ejemplos argentinos -- Caleuche, la nave de los locos, de Ricardo Wulicher: 1995, antes La Rosales, David Lipszyc, 1984—en ambas ocasiones el juicio escenifica un incordio político-cultural, mapuches e inversionistas españoles o gringos y oligarcas.
Aclaración pertinente: no debiéramos confundir películas de corte con películas de abogados. Todo script que sucede más fuera del estrado que adentro y sus inmediaciones, es decir, la trastienda del oficio, como intrigas entre bufetes, investigación policíaca en manos de picapleitos, la crónica de la vida carcelaria a la espera de juicio o cualquier otro desarrollo que concluye en la comparecencia ante juez, no integran la lista. El hecho central, en torno al cual giran personajes y episodios, debe ocurrir en la sala de audiencias, y debe haber sólo uno. Ejemplos. La crítica al sistema judicial ineficiente, burocrático y lleno de psicópatas (Justicia para todos, 1979); los avatares de dos letrados, el joven principista y el veterano transero (Legítima defensa, 1997); la pesquisa sobre contaminación que se la pasa recogiendo informes y testigos y funde a la propia firma de John Travolta (Una acción civil, 1998); finalmente, el destape de olla de una de ellas y sus conexiones y negocios mafiosos (Fachada, 1993). Caso inicial de una progenie, El juicio de Nüremberg (1947) monta en la alcaidía los crímenes de la Segunda Guerra y su propósito es histórico y no ficcional.
El rubro ya pertenece, como el cine mismo, a la humanidad. Igual que el hambre y la sed de Justicia, de cuyo fraude o desencanto el arte se ocupa de curar, siempre1.

1La costilla de Adán (Adam´s rib: George Cukor, 1949) Spencer Tracy y Katharine Hepburn. Tiempo de matar (Time to kill: Joel Schmacher, 1996) Mathew McConaughey y Samuel L. Jackson. Cat Ballou, la tigresa del Oeste, de Elliot Silverstein. La verdad desnuda (Primal fear: 1996, Gregory Hoblit) Richard Gere y Edward Norton. Testigo de cargo (Witness fot the prosecution,: 1957, Billy Wilder). Causa justa (Just cause, que puede traducirse también como Sólo una causa: Arne Glimcher, 1995) Connery y Laurence Fishburne. Mi secreto me condena o El misterio Von Bülow (Reversal of fortune: Barbet Schroeder, 1990) Jeremy Irons y Glenn Close. Las brujas de Salem (The crucible: Nicholas Hytner, 1996) Daniel Day-Lewis y Wynona Ryder. Doce hombres en pugna (Twelve angry men: Lumet,1957) Henry Fonda y Cobb. Heredarás el viento (Inherit the wind: Stanley Kramer, 1960) Tracy y March. I confess (Mi secreto me condena: Hitchcock, 1953) Clift y Anne Baxter. Tribunal en fuga (Runaway jury: Gary Fleder, 2003) Gene Hackman, Dustin Hoffman. Chicos de la calle (Sleepers: Barry Levinson, 1996) Brad Pitt, Jason Patric. La jurado (The juror: Brian Gibson, 1996) Demi Moore y Alec Baldwin. Juicio por jurado (Trail by jury: Heywood Gould, 1994) Joanne Whalley-Kilmer, Armand Assante. Se presume inocente (Pressumed innocent: Alan Pakula, 1990) Ford y Greta Scacchi. Legítima defensa (Rhe rainmaker: Francis Coppola, 1997) Matt Damon y Danny de Vito. Una acción civil (A civil action: Steven Zaillian, 1998). Fachada (The firm: Sydney Pollack, 1993). El juicio de Nuremberg (Judgment at Nuremberg: Stanley Kramer, 1961). Justicia para todos (Justice for all: Norman Jewison, 1979).


Gabriel Cabrejas

lunes, 2 de abril de 2007

Parsis (¡Aguante Zaratustra!)

además de Dios
eres otra cosa?
Soledad Davies

en la terraza
de la torre circular
el cadáver desnudo
aguarda a los buitres

sus ropas se diluyen
en el ácido
y empiezan a olvidarlo

bajan las aves
sirvientes de la muerte
con su misión sagrada
consumición ritual

olores nauseabundos
mueve la severa brisa
desde sus bocas sucias

ojos secos
satisfechos
fríos

quedan piedras de sal
se desviste la muerte

sacerdotes
apilarán sus huesos
con las osamentas
de los siglos
que soporta
el fino polvo
de la eternidad

aséptico final
en la torre
del silencio

Sergi Puyol i Rigoll
Sierra de los Padres Cardiel, Faulkner y Strobel - 2005
© Todos los derechos reservados y tímidos, además de parcos.

domingo, 1 de abril de 2007

2005: Un oscar inconformista

Cine yanqui versión 2005Un Oscar inconformista
(El estado de las cosas (Mar del Plata) , n° 7: junio 2006, 12-13)

Los yanquis no son, como bien se sabe, antisistema, porque les funciona, pero sí inconformistas, cuando ven que no les funciona del todo. El año 2005, a tono con el plano inclinado de la aprobación presidencial, Hollywood coincidió en premiar los argumentos más revulsivos y desenmascarar como nunca en mucho tiempo la política y la sociedad presumiblemente perfectas que solían ensalzar. Oportunismo o azar, cálculo o necesidad, el pack de galardonadas importa más por lo segregado: Spielberg (Munich, War of the worlds) y Peter Jackson (King Kong) dejaron estacionados sus tanques lejos del Kodak Theatre donde se ovacionó a shows modestos en parangón a ellos: los electores se tomaron un respiro, una pausa, para volver, no les quepa duda, a la tradición nacional del megaespectáculo en las próximas temporadas de caza. Veamos.

Clooney, el Redford del 2000. Antes de que fuera el galán otoñal mal envejecido que es hoy, Robert Redford píntaba para handsome progre como director, empezando por el análisis melancólico de una arquetípica familia que solía barrer sus lacras bajo la alfombra en Ordinary people (Gente común, 1980), la fábula directamente tercermundista de realismo mágico (El secreto de Milagro¸1988) y la denuncia de los manipulados juegos televisivos y sus esponsors (Quiz show, 1994), sin olvidar la desfachatez de ser productor ejecutivo del Che Guevara (Diarios de motocicleta, 2994) George Clooney parecer encajar en este modelo de actor-bonito-talentoso-independiente que cuestiona a su sociedad y a la vez, así, la fortalece.
Al bueno de George, digámoslo, lo habían satanizado cuando desaprobó los fatos del otro George, Bush, y sus dinamitas tiernizadas que hicieron volar Bagdad en astillas en base a una mentira planificada, pero en el 2005 el público le dio vuelta la cara a la Invasión y el docudrama Good night and good luck (Buenas noches y buena suerte) pudo ser recibido de manera más complaciente. Una trayectoria elogiosa en festivales internacionales, el carisma de Clooney y la economía de recursos que le impuso dentro de un notable tempo narrativo austero y sin digresiones ni sentimentalismo, le valieron un reconocimiento que quizás no esperaba. No deja de ser americana la epopeya del individuo frente al aparato, el animador Ed Murrow que se plantó contra McCarthy nada menos que desde la CBS; le faltó decir que a su triunfo cívico a favor de la Primera Enmienda le siguió el desempleo y el olvido y no esta reivindicación tardía. Sin embargo, le sobreimprime un estilo de cámara despojado, mediante el blanco y negro bruto sin matices en estudios claustrofóbicos y llenos de humo y nervios contenidos, siguiendo el hermetismo de una televisión asediada, que hace sentir el clima enrarecido de la paranoia. Y acertó con el casting de un actor de segunda línea relanzado a las ligas mayores, David Strathairn, de breves pero fulgurantes papeles secundarios, como el borracho golpeador de Eclipse total o el retardado de Perdidos en Yonkers; su mirada dura e imparcial que apenas emprolija la procesión que va por dentro es el retrato vivo del ambiente entero en que flota el terror larvado –el mismo al que oblicuamente quiere simbolizar Clooney con sus actuales mecanismos de vigilancia y control capilares.
Clooney ganó su primer estatuilla por Syriana (de Stephen Gaghan) en supporting role y supo que ya no lo recibiría como director. El film es la contracara, el entramado interno (o subterráneo) real de la dialéctica USA-países árabes, o sea, de los homeopáticos y trajeados directorios de los lobbies petroleros muy lejos de las refinerías del desierto, las fusiones empresarias que a su vez funden y confunden intereses y gobiernos, la verdadera cara del sultanato corrupto y el destino trágico de sus reformadores a los que aplasta el intervencionismo a pesar de, o gracias a, una ideología progresista. Syriana cuenta esa retaguardia, desnuda hasta el hueso, de voraces conglomerados y títeres políticos que apenas asoman detrás del cortinaje. Clooney compone a un agente de la CIA de rostro decepcionado y curtido por el trabajo sucio, que tarde se despierta de su función de fantasma siniestro sólo para ser inmolado. Matt Damon es un padre de familia que pierde un hijo y gana una posición ayudando a matar a otros. Jeffrey Wright moldea a un gerente negro con algo de conciencia que finalmente sucumbe al poder. Syriana consigue un reality político abarcador que incluso explica el orden social tras el cual se agolpan los militantes suicidas islámicos y su profunda falta de inserción y destino jóvenes, y entiende mejor a Medio Oriente que todas las diplomacias de Estado y sus sórdidos prejuicios culturales disfrazados de derechos humanos.

Cowboys de rosa y un accidente que estrella a un país. Hasta una comedia pasatista como Las locuras de Dick y Jane (dirigió Dennis Parisot), puesta sobre los gags de un Jim Carrey siempre lisérgico y sacado, se involucró contra Bush, pero ahora en los comienzos de su gestión, cuando papeaba sobre la prosperidad ilimitada y se venía encima el colapso especulativo de Enron y sus contabilidades dobles que sumieron en pánico a miles de fondos de pensión. La moda, dijimos, puede durar o superarse, atenta la Industria del Arte a lo que dictaminan las encuestas de popularidad.
Brokeback Mountain (El secreto de la montaña), que le valió el Oscar al director Ang Lee –era hora—y la mejor banda de sonido del año a nuestro Gustavo Santaolalla, prefiere otra radiografía. Son los cincuenta en Missouri y este par de pastores vueltos pareja gay obligadamente esporádica, no hace referencia al presente pero evalúa un pasado homófobo y de paso comete otra transgresión cuasi imperdonable: invertir –en todo sentido—medio siglo de un género macho-americano por excelencia, el western. Heath Ledger está antológico, tanto que nos hace olvidar al lacio Casanovas y da lecciones de transformismo, o cómo un australiano se traviste en reprimido y tosco vaquero del Middle West. El cineasta de Sensatez y sentimientos y Hulk despliega esa versatilidad que le conocemos para filmar con dignidad y profesionalismo cualquier clase de historia.
La joyita de la noche, que se llevó la presea a mejor película, resultó Crash (Vidas cruzadas, de Paul Haggis). Especie de continuación de la estética prismática de Robert Altman en Ciudad de ángeles, pero todavía más impiadosa, Haggis no necesita para ella retroceder el reloj, porque sus criaturas patéticas y resentidas naufragan en el contexto del Los Angeles contemporáneo sin el glamour de Beverly Hills, el melting pot inconciliable, racista de ambos lados y carente de toda esperanza de integración y sueño americano. Nadie tiene paz en la dorada California y ni siquiera la busca. Queda huir unos de los otros, armarse preventivamente y contraatacar antes de cualquier asomo de ataque, encontrándose y desencontrándose los ríos de sus vidas en esquinas donde debieran convivir y no obstante se odian, y apenas se friccionan, se destruyen. Estrellas como Sandra Bullock y Brendan Fraser sepultan los empinados cachets y sus empaques de comediantes y se pierden en la estructura sin protagonistas. Matt Dillon, Terrence Howard y Thandie Newton brillan fugaces y exactos en el álbum coral que es también metáfora de la soledad en sociedad.

Un biopic sin moraleja, la parábola del jardinero y Woody Allen en el exilio. Capote, de Bennett Miller se zambulle en otro inframundo: el principismo contra la ambición, y la oscilación entre los dos términos, que caracterizan la inspiración de un escritor, y en particular, de un escritor excepcionalmente sensible, dotado y cínico como Truman Capote. Fotografiada en grises y azules, climática, la película de Miller también limita sus medios, concentrada en el episodio axial de la vida del autor, esa epifanía negra que fue el hallazgo del asesinato de una familia en un perdido pueblo de Kansas. Solamente al soslayo vemos la vena irónica del escritor homosexual en los sofisticados círculos de la intelligentzia neoyorquina, y a cambio asistimos a su exploración sobre la psicología de un abandónico adulto que comete sin justificativo aparente el aniquilamiento de cuatro personas, y la ambigua conexión del cronista que sacaría de su galera todo un género revolucionario en las letras del siglo veinte, la non fiction novel. Philip Seymour Hoffman, declarado mejor actor del año con absoluta justicia, se convierte en Capote, pero también abre la puerta al conocimiento de un drama poco visitado por el cine, como es el trauma moral del artista y su imposible equilibrio entre el frío narrador que necesita ver ejecutado al convicto para redondear coherentemente su novela, y una identificación problemática con él, una dolorida fraternidad de origen que le devuelve su propia biografía irresuelta: “Los dos vivimos en la misma casa, pero él se fue por la puerta trasera y yo por la del frente”.
El jardinero fiel (The constant gardener, Fernando Meirelles), además de adornarle la chimenea a la exquisita Rachel Weisz, habituada a los papeles de mujer temeraria y rebelde, suministra una lección acerca de los manejos espúreos de las multinacionales del fármaco, que prueban drogas tóxicas a los ya condenados coballos humanos del Africa subsahariana, un laboratorio a cielo abierto sin las molestas leyes restrictivas que imperan en casa. “Es original –dijo Rachel en la alfombra roja antes de recibir su Oscar—Es la primera vez que se delata a empresas inglesas, cuando suelen ser norteamericanas”. John Le Carré, huérfano de argumentos después de la caída del Muro, urdió la novela base del libreto, pues ya no hay espías y sí mucho para espiar. Igual que Syriana, claro que más optimista, El jardinero se posa en el Tercer Mundo y derrama su escalpelo sobre la carne del gran tema de nuestro tiempo: la vigencia del imperialismo empresarial, que soborna gobiernos propios y ajenos a fin de enriquecerse dentro de fronteras laxas y sin protección ecológica ni humanitaria.
Woody Allen decepciona si lo cotejamos al que tanto admiramos en USA. Pese a su talento indiscutible, trastabilla al dar apenas una versión brit de Crimenes y pecados (1989), aunque flaca del humor zumbón y corrosivo de aquella genialidad. La flemática Match Point, versión del joven irlandés ambicioso que trepa los peldaños de la high londinense a pura transa, moderno tópico de la picaresca tan reflejada en los clásicos –Barry Lyndon, Moll Flanders—peca de obvia y reiterativa; la gracia cínica quedó en las películas americanas y atravesado el Atlántico perdió las plumas. Más allá de la excelente neurótica que regala Scarlett Johansson, la carucha de Jonathan Rhys-Davies es demasiado impertérrita para un personaje que debiera lucir el drama interior, si bien fue elegido por su inexpresividad de pescado. Sólo una vez asoma el viejo y querido Woody, cuando el arribista se defiende de haber matado a una mujer inocente: “Bueno, fue un daño colateral”. Igual de colateral a su filmografía terminará siendo Match point, menor frente a la previa Melinda & Melinda.
A los votantes les faltó despacharse con un Oscar a la palestina Paradise now, nominada para Mejor Film Extranjero. Seguramente les pareció demasiado osada, no la película, sino semejante decisión. Hubiera sido la frutilla del postre. La 78ª entrega de los Academy Awards tuvo, en fin, un convidado de piedra que no debe de haber aplaudido. Porque fue para Bush, que lo miró por tevé4 .


Gabriel Cabrejas

4 Diarios de motocicleta (Motorcycle diaries, 2004), de Walter Salles. Eclipse total (Dolores Claiborne, 1995) de Taylor Hackford. Perdidos en Yonkers (Lost in Yonkers, 1993) de Martha Coolidge. Paradise now, es la película palestina nominada al Oscar mejor film en idioma extranjero. Dirigió Hany Abu-Assad.