lunes, 9 de abril de 2007

Cinencanto,1: El cine judicial americano

Silencio en la sala
Un drama de Corte
El cine americano inventó casi todos los géneros propios del arte que cumplió un siglo. Sin embargo, si nos ceñimos a lo típicamente yanqui, coincidiremos en señalar al western y al courtroom drama como sus inventos característicos: el duelo al sol en el Lejano Oeste y el duelo a la sombra de los debates tribunalicios.
El primero es masculino, a no ser por excepciones no muy serias como Cat Ballou, con Jane Fonda de pistolera (1965) y la malograda Rápida y mortal (1995) con Sharon Stone portando sus esbeltas cachas de nácar; nada es más sensual que una mujer andrógina haciendo las veces de gunfighter. Claro que como heroína de acción le faltó media hora de horno y a cambio se ganó todos los laureles el Malo de la Película, Gene Hackman, que actúa de memoria y casi sin libreto. El courtroom drama, en cambio, admite estrellas de ambos sexos, y todos los arbitrios del sueño americano convergen en su meridiana puesta teatral. Una corte y dos tipos de público. El de curiosos tras el vallado, con un hormiguero de fotógrafos que al salir ululando primicia en mano hacen estallar el recinto. El proceso se articula alrededor de ciertas reglas de sucesividad: el o los delitos que llevan al banquillo a un inocente presunto, o un culpable presunto, en cuyo caso se intercalan los atenuantes; tediosos/jugosos intercambios de chicanas entre fiscal y defensor, a veces marido y mujer como en La costilla de Adán o ex esposa y ex marido como en La verdad desnuda; diálogos reservados del juez con ambos para advertirles sobre un desmadre o algún pinzamiento de ética; el testimonio crucial que gira la causa ciento ochenta grados –se suele llamar last minute drama, con la llegada ex machina de un testigo arrepentido—y la frutilla: el discurso persuasor de redondeo, por parte de los dos leguleyos, ocasionalmente mojado de llanto, como Matthew McConaughey en Tiempo de matar. El otro tipo de público es el especializado, el jurado, gente desconocida entre sí y sin formación jurídica, síntesis masiva de la honorable sociedad a la que el crimen manchó y exige una reparación de tintorería moral o, al menos, legal.
Luego se impone el espacio. El hemiciclo indiscutido, siempre iluminado a través de antiguas tulipas, mármol frío y madera dura marrón oscuro aquí y allá, altísimos techos desde los cuales Dios escudriña, micrófonos modernos en franco contraste con la apariencia museística del mobiliario, y la pulcritud adusta de los trajes costosos, las corbatas de seda y los trajecitos sastre. Hackman, cuervo trucho de Tribunal en fuga se ríe del suit berretón de Dustin Hoffman, el bueno; sabemos de sobra cómo decide en los abogados el barniz. Un lugar inhibitorio, lleno de eco, salpicado de policías imperturbables que no reprimen sino vigilan el silencio como cancerberos de la entrada al infierno constitucional. Todo huele a purgación, a culpa, a imparcialidad, es impersonal y rutinario igual que los volúmenes --inúmeros-- de legislación que suele tener detrás, de formidable respaldo, el juez en la biblioteca de su despacho. Cuando se suscitan los juicios sumarios de Las brujas de Salem las velas rústicamente crepitan sobre atriles de carpintería basta, a tono con el puritanismo más primitivo. La sobriedad de la corte impone incluso una mudez sepulcral al espectador en la otra corte, la sala de cine, porque presenta de suyo una situación límite. Nos percatamos de que está al acecho el punto culminante, que allí no se formulan conversaciones foruitas ni de relleno argumental sino medulares, que se desarrolla la tragedia humana en un sentido plenamente griego: rito sacrificial, mística del Cordero en las urbes industriales (pues el acusado normalmente es inocente), heroísmo verbal e intelectual en estado puro (el abogado defensor suele no tener experiencia alguna y se juega su carrera), dialéctica vertiginosa del Bien y del Mal que se definen tales sólo al enfrentarse (a menudo no visualizamos cuál es el lado correcto)... Y, finalmente, voyeurismo legal: la cámara espía, prolongando nuestros ojos, nos vuelve cómplices, o sea, parte del litigio, ella ya eligió quién debe penar y nosotros gozamos sin intervenir, a medias entre el jurado impertérrito y el público apostador. Cajas chinas: teatro dentro del teatro o cine dentro del cine. El único juez verdadero es el espectador, juez y testigo, que declarará justo el pleito, y allí el film resplandece, si cumple sus expectativas. Casi ningún courtroom drama termina absolviendo delincuentes y penalizando víctimas, excepto el citado La verdad desnuda. Su fin estriba en galvanizar la fe del ciudadano en su sistema de justicia, o, lo que es lo mismo, cuestionarlo desde la ficción para fortalecerlo, ponerlo en duda para instigar la saludable sospecha democrática, denunciarlo a la luz a fin de que sea patrimonio de todos. También en esta dirección es un molde paradigmático americano. El cine como ágora, necesita de la aprobación asambleísta, del pueblo convocado, de su presencia dimensionada en extras que compran el producto moral y reaseguran la infalibilidad de sus prácticas y los liderazgos individuales –del fiscal al juez, del buen actor en su salsa al cineasta.

Labor absurda analizar, ni tan siquiera enumerar, las películas que se acumulan en el diccionario del Drama de Corte. Algunos ineludibles, sin embargo, merecen un inciso. Nadie olvida la corte paralela del jurado encerrado a deliberar si el muchacho marginal amerita la silla eléctrica en Doce hombres en pugna (1957). Una teatro-film del aún televisivo Sidney Lumet, que registra cómo un simple resentimiento biográfico --el de Lee J. Cobb con su hijo ingrato-- puede condenar a causa de despecho ajeno a un abandónico. Los jurados son demasiado humanos, ¿pueden mis iguales condenarme por un crimen que precisamente no cometieron? El guión les reserva además la tarea de revisar y reinterpretar los detalles detectivescos que defensa y fiscal subestimaron.
El juicio se volvió metafísico cuando irrumpió Heredarás el viento (Stanley Kramer, 1960), y se sentó en el banquillo a un maestro por enseñar las blasfemas teorías de Darwin, violando una ley que lo prohibía. Spencer Tracy, defensor, demostró cuán loco estaba el Fredric March al atacar desde la Biblia la libertad de conciencia. Ahí nomás, de repente, el género se hizo más terrenal que nunca y Gregory Peck empuñó la defensa de un joven al que una aldea racista presupuso violador por el solo hecho de ser negro (Matar a un ruiseñor: Robert Mulligan, 1962). Durante una década no hubo en USA quien estudiara derecho sin inspirarse en la figura del campeón Atticus Finch-Peck. Tenía un toque emotivo adicional, ser narrada desde los ojos de sus hijos. Pasados treinta años el mismo fascismo del Sur profundo permite un alarde de impunidad discutible: se declara not guilty a un padre negro (Samuel Jackson) que se venga de la violación de su niña asesinando a sus abusadores (Tiempo de matar). Alguna vez se dio el caso de un asesino que parece víctima total de las circunstancias hasta que lo declaran inocente, y entonces, recién en el desenlace, se descubre su auténtico rostro y una puñalada hace justicia divina después de conocerse el dictamen (Testigo de cargo, 1957; Causa justa, 1994). Por supuesto, el maestro Hitchcock no podía negarse al citatorio, tratándose de un criminólogo del cine: Mi secreto me condena (1953) pone en jaque a un sacerdote (Montgomery Clift), a punto de sufrir la pena máxima por encubrir, secreto de confesión mediante, al verdadero asesino. Y, como era de esperarse, el criminal le despeja el camino cometiendo otro delito del que no logra rehusar, amén de confesar el anterior a quien no guarda imprescriptible reserva, su esposa. Idéntico título de doblaje tuvo Reversal of fortune (1990), donde un aristócrata cínico (Jeremy Irons) casi va preso por uxoricidio y se comprueba que solamente ayudó al suicidio de su cónyuge Glenn Close. A veces una insospechada consorte mata a una rival y deja que sufra el proceso el marido infiel, para que éste se entere una vez absuelto (Se presume inocente, con Harrison Ford). El bucle se riza. Hay un fiscal amigo de la infancia de los implicados (Chicos de la calle, 1996), una jurado a la que chantajea el imputado para torcer su voto (La jurado, 1996) y otra que se deja corromper por la mob en juicio y así obtener réditos de quienes no tienen la razón y sí la plata (Juicio por jurado, 1994).
Las variantes se multiplican. No existe año de Hollywood en que no se hayan filmado courtroom dramas. Tiene poca entidad el robo o la estafa, pero puede no haber hecho de sangre y sí casos réprobos de discriminación, como fue Philadelphia (Demme, 1993), y no faltan ejemplos argentinos -- Caleuche, la nave de los locos, de Ricardo Wulicher: 1995, antes La Rosales, David Lipszyc, 1984—en ambas ocasiones el juicio escenifica un incordio político-cultural, mapuches e inversionistas españoles o gringos y oligarcas.
Aclaración pertinente: no debiéramos confundir películas de corte con películas de abogados. Todo script que sucede más fuera del estrado que adentro y sus inmediaciones, es decir, la trastienda del oficio, como intrigas entre bufetes, investigación policíaca en manos de picapleitos, la crónica de la vida carcelaria a la espera de juicio o cualquier otro desarrollo que concluye en la comparecencia ante juez, no integran la lista. El hecho central, en torno al cual giran personajes y episodios, debe ocurrir en la sala de audiencias, y debe haber sólo uno. Ejemplos. La crítica al sistema judicial ineficiente, burocrático y lleno de psicópatas (Justicia para todos, 1979); los avatares de dos letrados, el joven principista y el veterano transero (Legítima defensa, 1997); la pesquisa sobre contaminación que se la pasa recogiendo informes y testigos y funde a la propia firma de John Travolta (Una acción civil, 1998); finalmente, el destape de olla de una de ellas y sus conexiones y negocios mafiosos (Fachada, 1993). Caso inicial de una progenie, El juicio de Nüremberg (1947) monta en la alcaidía los crímenes de la Segunda Guerra y su propósito es histórico y no ficcional.
El rubro ya pertenece, como el cine mismo, a la humanidad. Igual que el hambre y la sed de Justicia, de cuyo fraude o desencanto el arte se ocupa de curar, siempre1.

1La costilla de Adán (Adam´s rib: George Cukor, 1949) Spencer Tracy y Katharine Hepburn. Tiempo de matar (Time to kill: Joel Schmacher, 1996) Mathew McConaughey y Samuel L. Jackson. Cat Ballou, la tigresa del Oeste, de Elliot Silverstein. La verdad desnuda (Primal fear: 1996, Gregory Hoblit) Richard Gere y Edward Norton. Testigo de cargo (Witness fot the prosecution,: 1957, Billy Wilder). Causa justa (Just cause, que puede traducirse también como Sólo una causa: Arne Glimcher, 1995) Connery y Laurence Fishburne. Mi secreto me condena o El misterio Von Bülow (Reversal of fortune: Barbet Schroeder, 1990) Jeremy Irons y Glenn Close. Las brujas de Salem (The crucible: Nicholas Hytner, 1996) Daniel Day-Lewis y Wynona Ryder. Doce hombres en pugna (Twelve angry men: Lumet,1957) Henry Fonda y Cobb. Heredarás el viento (Inherit the wind: Stanley Kramer, 1960) Tracy y March. I confess (Mi secreto me condena: Hitchcock, 1953) Clift y Anne Baxter. Tribunal en fuga (Runaway jury: Gary Fleder, 2003) Gene Hackman, Dustin Hoffman. Chicos de la calle (Sleepers: Barry Levinson, 1996) Brad Pitt, Jason Patric. La jurado (The juror: Brian Gibson, 1996) Demi Moore y Alec Baldwin. Juicio por jurado (Trail by jury: Heywood Gould, 1994) Joanne Whalley-Kilmer, Armand Assante. Se presume inocente (Pressumed innocent: Alan Pakula, 1990) Ford y Greta Scacchi. Legítima defensa (Rhe rainmaker: Francis Coppola, 1997) Matt Damon y Danny de Vito. Una acción civil (A civil action: Steven Zaillian, 1998). Fachada (The firm: Sydney Pollack, 1993). El juicio de Nuremberg (Judgment at Nuremberg: Stanley Kramer, 1961). Justicia para todos (Justice for all: Norman Jewison, 1979).


Gabriel Cabrejas

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