lunes, 10 de diciembre de 2007

Cinencanto diciembre

El cine argentino que nos queda
Señales y estigmas

Este año, como los anteriores, se filmó mucho en la Pampa. Se estrenó en salas marginal-estatales –el complejo Tita Merello, llamado la tumba del cine argentino- y no llegó a verse casi nada fuera del circuito porteño. Dos compitieron por llegar a representarnos en el Oscar, La señal y XXY, ninguna brillante, modestas y con gusto a poco. De ellas habla esta crónica abismal.

Nos debemos una discusión seria sobre para qué y para quién sirve la producción de los jóvenes egresados de las academias de cine. Cortados por la misma moviola, tediosos e impersonales, parecen filmar con destino a la crítica concheta y los festivales internacionales cuyos tribunales comparten idéntica pasión por el discurso de minorías. No los impacienta el vacío de público, el cual, creen soberbios, debiera ascender a su lenguaje. La pródiga caja chica subsidiadora del INCAA les avala continuidad sin preocuparse de la gente. ¿Estilo endogámico, políticas erróneas, modelos de enseñanza únicos, crisis de guionistas? Un poco de cada. Desanima, igualmente, que llegue a Mar del Plata una porción atómica, descontando su fracaso de antemano...

Señales, tu parte insegura. A simple vista los dos largometrajes tienen un actor en común, Ricardo Darín, que vuelve a componer un héroe oscuro, pero menos profundo que el epiléptico de El aura, hasta hoy la gran película argenta del último lustro. Aquí –La señal- se juega a ponerse además detrás del lente, junto a Martín Hodara, sin tanta convicción como afecto y gratitud al director trunco, Eduardo Mignogna, fallecido durante el rodaje.
Tuvo dos estigmas difíciles de sortear. Por un lado, Mignogna siempre tuvo dificultad al transferir sus textos novelescos al formato pantalla: La fuga (2001) se veía más sustanciosa en la narrativa libro que al sufrir su trasplante: las criaturas cobraban más cuerpo que el valor intrínseco del relato –La señal comenzó novela, escrita en el 2002. El otro flagelo es genérico. El policial hard boiled posee reglas irrestrictas, y si se lo parodia pasa a ser otra cosa o se somete el cineasta a él y corre el albur de la previsibilidad y el adocenamiento. Dicho de otro modo, La señal no deja de destilar el sabor a rancio e incompleto de lo obvio solucionado a medias. Ojo, no les falta modestia profesional a Darín/Hodara y cumplen sin estridencias el abecé y he aquí una contradicción insalvable. O perdonamos a Darín por su aventura autocontenida desde su inexperiencia o nos ponemos salvajes, quizás injustamente, y le achacamos saber demasiado poco para nadar apenas arriba de la línea de flotación en aguas desconocidas.
Vayamos paso a paso y releguemos los méritos al final. El film adolece un problema –básico-de casting. Nadie dijo a Ricardo que Julieta Díaz, revelación de Campeones y estupenda chica abusada en Locas de amor no daba el rôle de femme fatale a la usanza noir. En pocas palabras se le nota grande de sisa el perfil de perversa manipuladora. Bella pero no sensual y decididamente muy dulzona y perdida en el papel. Salva la ropa, cuándo no, el todoterreno Diego Peretti, partener arquetípico del buddy film que se ganó la franja cínica de los diálogos. El protagonista, solvente actor si los hay, está invirtiendo mucho en cara, esa semibarbada expresión de fatiga existencial que hace pensar en un registro limitado, o la mala suerte de enredarse en personajes similares. El argumento de chantaje y venganza se expone tan en el fondo como el contexto sociopolítico y nunca se entrecruzan o retroalimentan, más ocupado en la alternancia entre el Pibe Corvalán y Santana, los dos sabuesos, que se desbordan de la trama y pasan a ser casi lo único destacable. La sociedad en vilo ante la inminente muerte de Evita se observa lejana, casi con obligación: 1952 sitúa a la ficción en los años áureos del género mejor que en la Historia que le sirve de ambientación. Se extraña, además, la ausencia de un villano, imponderable, y todo el peso del Mal termina alojándose en la actriz, sobre sus delicados hombros desnudos.
Sin embargo, La señal merece respeto precisamente por lo mismo que se le reprocha, ser fiel al programa negro, contrapuntear el fatalismo que sobrevuela desde el principio al Pibe con la irrevocable certeza del destino de la Jefa Espiritual agonizante, símbolo del final de una época. El so long, my friend, en boca de Santana, abriendo y cerrando el film, describe el círculo trágico que imbrica biografía y contexto, aunque los autores no busquen aprovecharlo. La música incidental, Fresedo y Sinatra, la iluminación azul rutina muy afín a la estética del blanco y negro y el ajustado diseño (Marcelo Camorino, y Margarita Jusid, colaboradores eficientes de Mignogna) resuelven con holgura las chances imaginativas del dúo directriz.

X de incógnita. La señorita Lucía Puenzo lleva a su modo un lastre- estigma: el apellido. Convengamos en que, de no ser por el Oscar a La historia oficial (1985), su papá no habría trascendido, tal vez ni siquiera filmado, habida cuenta de sus infructuosos bodriazos, desde Gringo viejo (1988) a La puta y la ballena (2004). Su hija empezó igual y el Premio de la Crítica en Cannes 2007, un poquín excesivo –más para el tema que para su concepción—podría augurar un fatum igualito.
La señal sufría agujeros de casting: XXY, al contrario, pivotea su fuerza exactamente en él. Muy bien elegida Inés Efrón para componer a la hermafrodita Alex, ambigua en sí desde lo físico, y también su eventual amante adolescente y su crisis de identidad, el feo y conflictuado Martín Piroyansky. Es entre ambos que el juego de desencuentro y soledad se desplaza; sus respectivos padres (Darín/ Valeria Bertucelli, Germán Palacios/ Carolina Peleritti) ensayan una danza quieta a su alrededor, incapaces de entender, frustrados y melancólicos ante lo inexplicable, o en todo caso, irresoluble. ¿Alex debería operarse y ser definitivamente mujer o elegir el doble ambage de su sexo, inscripto en su nacimiento? El libreto no toma partido, sólo muestra y deja abierto el interrogante. El problema en realidad se les plantea a los adultos, deseosos de corregir a un monstruo y dudando de su propia normalidad, una madre culposa, un padre biólogo que padece dentro de su familia la anomalía que le tocó estudiar, el cirujano plástico (Palacios) dispuesto a humillar a su hijo indefinido. La sola escena de sexo de Alex con Álvaro, siendo ella la parte activa, vale por todo el desarrollo.
XXY, sin lugar a dudas una película inteligente en su medio tono, objetivo, y en la marcación de actores. Localizó la ficción en la Patagonia, tan socorrida por nuestro cine para climatizar desiertos convivenciales, el acoso de la naturaleza inhóspita que abandona al habitante a enfrentar sus fantasmas; puede decirse que se volvió un tema en sí, una obsesión espacio-moral. Se (re)siente de Puenzo, como un rasgo generacional, es su manera impersonal de contar. La corrección de manual al instalar la cámara, la meditada fotografía, la creación de ambientes, son en sus manos el mejor ejemplo del cine joven nacional, pero todos se le asemejan, y si no supiéramos que le estampó su firma se la habríamos adjudicado a cualquiera. Cumple sin satisfacer, rehúsa apasionarse, equilibra palabras y silencios. Un prospecto europeo de los que extasían a los jurados de festival.
Esperaremos, en fin, las próximas peripecias de Lucía, y de Darín, que quizás le tomó el gusto a dirigir y dirigirse. Chequera abierta pero no en blanco, en vistas de tanto celuloide criollo arrojado al mundo durante esta temporada, húmedo de imágenes y seco de plateas.


Gabriel Cabrejas

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