El antitango
Rotos de amor es una obra que acredita una sola pregunta: ¿cómo podría hacerse mal? Porque la conjunción —tan excepcional, a no dudarlo—de excelente texto y actores probos tiene que funcionar, y no podría resultar de otra manera. Es decir, de tan buena en potencia sólo puede salir buena en acto, y si el director conjuga esa conjunción con empeñosos ensayos previos y ha seleccionado a cuatro intérpretes que se llevarán sin fisuras arriba del escenario, queda solamente nuestro disfrute.
En mi archivo recuerdo la primera versión que vi, llamada Club de caballeros, por un grupo de Paso del Rey (Terrafirme) que dirigió Claudio Bellomo con ocasión del IV Festival de Teatro Iberoamericano en Mar del Plata (24 de octubre al 2 de noviembre de 2008). La fantástica puesta no tenía carteles y aclaraciones separando los cuadros y sí un artefacto novedoso, suerte de trompo cilíndrico con puertas, en el cual se metían los cuatro visitadores médicos hablando todos juntos; lo desplazaban de un lado al otro del espacio girando dentro de él como una licuadora, quizás las de sus sentimientos, y salían para encarar otro episodio.
El mismo elenco marplatense de hoy, pero sin Néstor Grotadaura, y dirigido por Jorge Paccini, vuelve a materializar una obra que ya asoma estatura de clásico de la comedia. Ahora se bautizan Frac-asados para hacer Rotos, y les sienta bárbaro de sisa: no se si hubo, o habrá, mejor sátira del macho-dómine, argento y universal, que ya no posee nada, ninguneado por su pareja femenina, echado y remplazado, y sin un reclamo o justificativo útil para suplicar una reconsideración. El bípedo implume de sexo masculino, en la sociedad que ha sabido construir, está visto acaso por primera vez como un indefenso, hasta indefendible, perdedor afectivo de quien su mujer logró prescindir sin culpa, excepción hecha de la que se murió antes que él —y de la que el tipo en cuestión (el Mudo, digámoslo de una vez todo un hallazgo de personaje) sigue enamoradísimo incluyendo sus cenizas de crematorio. La historia de los cuatro visitadores, que van del dirigente sindical (Rodríguez) a sus comparsas y compañeros de destino, es la de una imposible reconquista, rendida y cómica, y de una causa común, la solidaridad entre amigos que no se tutean pero se quieren, o cómo cuando renguea el amor lo apechugamos a través de la ayuda mutua. Bien podría sentenciarse el reverso del tango solitario y quejoso contra la ingrata y felona paica, musa ante la cual los héroes de la canción popular siempre quedaban como los traicionados inicuamente. De allí que lo bailen al final entre ellos…
El santafesino Rafael Bruzza realiza un milagro que lamentablemente debiera ser más copioso en la escena nacional, distraída en las familias perversas, las obsesiones siquiátricas, y la macdonalización teatral (dice el crítico Jorge Dubatti) consistente en comprar obrar prestigiosas de Europa y traducirlas ad usum porteño. Una comedia de caracteres, relacional, secuen-ciada, si se quiere tradicional en lo narrativo, e hilarante a más no poder. Ahí los tienen. Rodríguez, que vuelve a su casa y lo expulsan la perra y su esposa, ya entretenida con su profesor de tango. Berlanguita, platónico adorador de una casada a la que no osa interrumpir en su vida, mirándola por la ventana. Artemio, que quisiera regresar al lecho conyugal del que lo pateó su par debido a los ronquidos incurables. El Mudo, todavía devoto de la amada inmortal de la que le queda una urna de polvo. Respectivamente, los impresionantes Marcelo Goñi, Daniel Coelho, Pablo Milei y Miguel Riesco. En la pared, los cuatro sombreros hongo sobre cámara negra, un atril que anuncia cada sector argumental, juego de pelucas y lugares dichos en vez de mostrados, para centrar la atención en este team enorme, admirable y pocas veces reunido en una pieza.
Tales actores, y semejante director, merecían una oportunidad así. Y al revés, Rotos de amor, a todos ellos.
Gabriel Cabrejas
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