El escapista en 4 Elementos
La realidad y la vida, sin escapes
El
escapista no será la mejor obra de Federico
Polleri, pero no se le puede negar ser consecuente, en una producción
personal como dramaturgo (ya merece ser llamado así: rara avis en una ciudad que apela más a la creación colectiva que
al autorado individual) que ostenta marca de distinción, el estilo.
Repasemos. La Rosa de Cobre trasfundía la Historia evenemencial a
una fábula, es decir, una ficción: el secuestro, bien que inexistente, del
escritor Roberto Godofredo Arlt. Mayo era microhistoria pura, el
paralelismo entre una representación real, Roma salvada, por la compañía de Morante y Culebras, y las vísperas de la Revolución de 1810 en
Buenos Aires, la agitación popular en torno a los acontecimientos políticos
derivantes en un definitivo cambio de estructuras. El escapista introduce otra torsión de tuerca. La decadencia
psiquiátrica de un ilusionista junto
a los prolegómenos del derrumbe de Perón,
el bombardeo sobre la Plaza
de Mayo y el final de una época. Un episodio símbolo de otro aunque la obsesión
de Lucio Lemont buscando el truco perfecto no se relacione, vitalmente, con el
complot gorila, la Fusiladora inmi-nente
y la persecución de artistas que aparejará el golpe.
Polleri
sabe cómo engarzar sus personajes al contexto, esta vez reducidos. Pierre,
suerte de manager lumpen, constituye el puente entre el afuera y el adentro,
vale decir, el informante de lo que sucede en la calle y el ambular
encapsulado, solipsista del mago y su encierro mental. Casi se diría que
encarna la Historia
en sí, el vínculo de lo urgente y el proyecto siempre renovado, a través de
planes para salir de la inoperancia y
el hambre, propuestos a este Lemont y no mucho menos delirantes —una gira,
Hollywood, el posible pupilo de nueve años que ha visto, apariciones del mago
en varietés de mala muerte. Por eso cada momento en que Pierre ingresa al
escenario se lo ve peor, con la cabeza rota, el pantalón hecho girones, un
brazo en cabrestrillo. La realidad, hostil, que agrede al país lentamente, y
noticias paulatinamente más desalentadoras. La fiel Amalia, y su máquina de
coser, su asistencia e intentos de convencer a Lemont de que reaccione, o
simplemente almuerce, es la pragmática cotidiana, el adentro que quisiera ser
afuera. Y finalmente Juliette, la partener de escena, que abandonó el barco
hace tiempo y con la cual Lemont alucina, mitad pasado y mitad conciencia,
sonriente como una diva de la revista Antena
pero portadora de una soga de nudo corredizo, la pulsión autodestructiva del
artista que le llega seductora y letal, un sueño doloroso de glamour. Las
referencias al exterior, impermeable al ilusionista enloquecido, son eso que él
niega pero toca a su puerta, arrasador, tanto que el fin de ciclo del peronismo
coincidirá, fatalmente, con el. Lemont se exilió y ofreció sus servicios a
Perón para integrar la
Resistencia, en un regreso a la lucidez (que no vemos). El
peronismo como ilusión de masas, Perón ilusionista: al final del camino siempre
ganan, y pierden, los mismos.
Más simbología. Se habla de Mogambo (John Ford, 1953) donde el cazador Clark Gable, contratado para filmar un documental sobre gorilas (sic)
se debate entre “una recién casada, rubia, de apariencia gélida (Grace Kelly) y una volcánica morena de
turbio pasado (Ava Gardner” (cita del programa de mano).
El rodete y la sonrisa de Juliette parece la contracara de esa Evita que muere
cuando Lemont empieza su debacle. El truco que obcede al mago se denomina La metamorfosis, la elemental tela negra
tras la cual el hombre se convierte en mujer, Lemont en Juliette. Se dice que
el terrorismo de Estado, y su desaparición de personas, comenzó en ese atentado
contra los transeúntes del 16 de junio, no reconocido sin embargo como crimen
de lesa humanidad. El programa de mano no lo nombra casualmente. Un escapista lo es porque no puede escapar
de la Historia,
ni de sí mismo, pretenderlo comporta puro ilusionismo.
Hasta aquí los créditos de El escapista, amén de las exactas
interpretaciones de un elenco que sigue consolidándose a lo largo de los
estrenos, incluso en sus incorporaciones: Esteban Padín (Lemont), José Luis Britos (Pierre), Cecilia Dondero (Juliette) y Sandra Arraiz (Amalia). La
escenografía, monumental y a la vez simple, es un recurso válido en virtud de
destacar el autismo del protagonista, como el altísimo pizarrón en el que
Lemont ha garrapateado fórmulas abstrusas e ilegibles o su similar al dorso,
una pared repleta de papelitos con anotaciones, o la lluvia de periódicos que
quizás equivale a otra locura, la
Historia argentina misma y sus atávicos cambios de rumbo, de
héroes y de villanos. Si me excedo en el análisis, se debe a lo inspirador y
rico que se nos presenta el libreto, acaso encima de las intenciones iniciales
de Polleri. Alejandro Arcuri director
se luce en conducir actores y, sin duda, en la puesta.
Dos defectos, eso sí, podrían indicarse. De
un lado, la recurrente tendencia marplatense
a colocar en el centro de una trama a un loco,
costumbre inveterada de la escena local más visi-tada de lo que debiera. Por
otro, un planteo que, a nivel argumento, se nota concluído a poco de andar, sin
espesor psicológico en las criaturas y de una llamativa falta de conflicto, de manera que la obra
simboliza, pero no avanza; se siente terminada luego de los primeros cuadros.
La brevedad de los diálogos no dan lugar donde agarrarse, digámoslo así, y
dejan ganas de ver más, o se espera
otro desarrollo. Dato no menor —parte de la estética del conjunto y bienvenida
sea—el interesante diseño del programa, mitad afiche publicitario y mitad
diario de la mañana.
Con todo, El
escapista es una de las grandes obras de la temporada y un paso adelante
del joven y promisorio Fede Polleri.
A éste, créanme, no hay que dejarlo escapar.
Mag. Gabriel Cabrejas
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