Pavlovsky otra vez en el Séptimo
Los fantasmas de la libertad
Marcelo
Scalona acarició meses, años, el sueño de llevar Variaciones Meyerhold a
la escena, es decir, a su propio cuerpo. A decir verdad, ya estaba preparado
hace rato, cuando egresó del IAT (Instituto de Arte Teatral) del Séptimo, pero las decisiones requieren
tiempo, más que la propia maduración. También, un período de reflexión interior
sobre su trabajo, porque de eso se trata: hasta qué punto la fe a una estética,
una religión de sí, tensa la cuerda de la vida misma, lleva al autosacrificio y
no sólo a él, sino al riesgo definitivo de perder aquélla antes de doble-garla
al servicio del poder. El compromiso del artista, nos interpela el Vsevolod Meyerhold de Pavlovsky, es ante todo con su arte, y
si lo mancilla, no servirá a los demás. Ni siquiera podrá llamarse arte.
Eduardo
Pavlovsky exploró el sino del actor, fiel hasta el hambre, en Rojos
globos rojos, que el inolvidable Ángel
Balestrini supo enriquecer años atrás, en el genio y figura de ese Cardenal
fracasado invicto subiendo a un escenario mezquino y a un público paupérrimo. Meyerhold examina la otra mitad del
fenómeno teatral, el director, esta vez real, el gran revolucionario soviético
a quien las caprichosas purgas de Stalin
convirtieron de la noche a la mañana en reaccionario, enemigo del régimen y
finalmente, presidiario a la espera del fusilamiento. Por un costado, la obra
denuncia los horrores del totalitarismo, y por el otro la lucha personal,
solitaria, de un condenado y su autodefensa, que solamente nosotros escuchamos,
reveladoras de las profundas convicciones estéticas de un inclaudicable.
En la tenebrosa austeridad de la cárcel hay
una mesa de álamo, una silla, lápices y papel. No se escucha llanto ni súplica;
domina al iniciarse la risa tremenda, ahogante, de Meyerhold-Scalona. El
silencio aterrado, cuando no cómplice directo, de sus colegas, la sumisión
incondicional de los otros, causaría esas estentóreas carcajadas si no fuera
porque el que se ríe es, y sigue siendo, el mejor de todos, y quizás debido a
eso se pudre en un gulag repudiado, demonizado como un ruso blanco o un
prisionero nazi. Importante, quién fue el verdadero Meyerhold, que la ficción
repone ante la vista mejor que leer sus partituras para el intérprete, o
enterarse de las prácticas de su biomecánica,
el estilo de actuación transmisible a todo Occidente. Obsecuentes,
oportunistas y mediocres de cualquier laya, pululando alrededor de la limitada
inteligencia del Dictador, acaban de imponer el modelo del realismo socialista
como arte oficial y como tal indeclinable,de la URSS y la insistencia en el
vanguardismo sufre acusación de desviacionismo, formalismo, rémora burguesa,
en pocas palabras, anticomunismo. La poderosísima voz de Scalona persuade absolutamente de lo contrario. Revolucionar la
forma para revolucionar el contenido, y, trascartón, o en simultáneo, las
obsoletas, anquilosadas costumbres del espectador militante. Dicho de otro
modo, la unilateralidad en arte, impuesta sin discusión posible, empobrece
hasta la anemia y la disolución su capacidad de transformar el mundo. Nada de
la escritura, la dramaturgia, la música, del nefasto período stalinista,
después de Meyerhold, será recordado, incluso, conocido.
Tal texto para tal actor, anillo al dedo, Variaciones difícilmente puede tener
mejor represen-tante. La presencia de Scalona
cubre el espacio como una gran nube, una descarga eléctrica materializada. Los
episodios que rememora y reproduce —el Congreso de Escritores al cual Meyerhold
acude invitado sólo para ser ninguneado; su método contra la lectura de mesa y a favor de la
improvisación (horror máximo, el dictámen era la obediencia ciega al libreto);
el re-clamo angustiado a Vasiliev,
el coreógrafo de los Ballets Rusos, que le dio la espalda; el abrazo imposible
con la esposa Zinaida—Scalona los
modula según la situación sin un respiro, sin dar respiro. Viviana Ruiz, conductora, mejor, orientadora de un intérprete que
casi no necesita mayores directrices, sabe elegir sus acompañantes. Marcos Moyano brota desde la platea
como una sombra oscura (Vasiliev) y sintetiza toda la soledad del condenado; María Sol von Friedrichs, de rojo pasión, la leal Zinaida, es una flor
abierta de amor incontenible: anónimos puñales la asesinarán después.
Acotación al margen. En 2006, adornando las
VII Jornadas Teórico-prácticas sobre Teatro de Grupo, Norberto Presta escenificó El predilecto de los lepidópteros,
donde Mijail Bujarin, político
favorito de Stalin, narraba sus días de penitenciaría previas a su ejecución,
víctima de los repentinos cambios de humor criminal del Soviet. Remasterizada
luego por Pedro Benítez, obra en la
continuidad del Séptimo como un
antecedente comparable, al que Scalona y compañía rinden eficaz tributo. Vale
la pena repetirlo, la coherencia ideológica del conjunto y el seguimiento
natural de ciertos autores, concretan un estilo insobornable que no se veía
desde los años de Gregorio Nachman.
Y sí, variaciones acerca de un tema único:
ser actor total, o vivir en el intento.
Mag. Gabriel Cabrejas
Nota al pie: Scalona acaba de ganar el Estrella de Mar a mejor actor dramático.
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