sábado, 22 de marzo de 2014

Los premios de la Academia 2013   

Delivery de Oscars 

Hubo para todos los gustos (atrofiados) del Sistema Argumental Americano. La lucha del hombre contra las corporaciones (Dallas Buyers Club), el biopic de autor (El lobo de Wall Street), el retrato familiar con pase de facturas (Agosto), los efectos especiales con pretensiones dramáticas (Gravity), el cine indie de actor en blanco y negro (Nebraska), la historia de estafadores (American Hustle), y a todos le cupo su salomónica estatuilla. La más salvable, la reflexión tecno-metafísica de Her. Excepto ésta, no premió más que pizza cara. 

 Martin está de vuelta. Después de una tramposa jugarreta psicologista (La isla siniestra, 2010) y el homenaje al cine-apto-todo-Oscar (La invención de Hugo Cabred, 2011), el gran Martin de New York is back. Un Scorsese grandilocuente, como el de los últimos años, rodeando expansivamente a Leonardo di Caprio, su nuevo De Niro. The wolf of Wall Street interactúa con el vilipendiado, y atrabiliario, mundo de las finanzas pero lo hace a su personal modo, y sobre todo, sin perder tiempo en condenarlo, sólo en procura de sacarle las entrañas a través de un actor real de su subcultura, que pegarle es fácil y ya se hizo bastante, desde la casi homónima y pionera Wall Street de Oliver Stone al didáctico documental Inside job (Charles Fergusson, 2010) o el drama de una bancarrota oculta de Margin call (J. C. Chandor, 2011). Detalle no menor, Jordan Belfort narra en raconto su biografía (auto: se basa en las memorias reales del especulador de ese nombre), sin brizna de arrepentimiento, como la semblanza de una orgía perpetua que, ay, derrapó cuando se puso a husmear la justicia, pero que bien pudo seguir ad infinitum. Versión posmo de Goodfellas (Buenos muchachos, 1990) no falta la caterva de amigotes-cómplices, en este caso lúmpenes y drogones, a los cuales Belfort adoctrinará convenientemente en el arte de engañar a incautos compradores de acciones vía teléfono. “Dénmelos jóvenes, hambrientos y estúpidos y los haré ricos”, proclama, como un profeta bíblico. La persuasión parlante, el trampolín vertiginoso a la vida glamorosa y las portadas de Forbes, que ensalzan al ganador sin importarle el modo; la fiesta sexual y falopera ilimitada y colectiva, son expuestos de manera acrítica, una psicodelia de los 90 fervorosa a la que interesa menos con-denar que expresar la plataforma tardía, final del american dream. El lobo, eso sí, no se entendería sin la actuación lisérgica del gran Leonardo di Caprio, o la comparsa todavía más zarpada del típico actor indie Jonah Hill —capaz de tragarse crudo un carassius de pecera por una calentura, masturbarse delante de decenas de invitados o mear de pie en un escritorio sobre un telegrama del FBI. O la breve aparición de Matthew McConaughey, mentor inicial de Belfort, que lo adentra en el oficio menos escrupuloso del mundo. “Los inversores también son adictos. Creen que se enriquecen comprando papeles, pero nosotros nos llevamos el cash”. Durante los primeros diez minutos, Jordan snifea merca del culo (literalmente) de una puta, y otra se la chupa mientras él maneja una Ferrari. Coger encima de una montaña de dólares, sacudirle ostras a los agentes de la policía financiera, pastillearse con un psicotrópico prohibido y vencido, arrojar al blanco a un enano como si fuera una ballesta: arman el álbum de familia hazañas de adultescentes a los que regalaron las llaves de la ciudad, Jackasses de Park Avenue. Casi todo el tiempo, El lobo funciona como una parodia de las películas judiciales o políticas del cine yanqui, porque este atildado saqueador arenga con discursetes exitistas y ejemplarizadores a su mesnada, la misma a la que no titubeará en delatar cuando deba negociar la reducción de su pena a la cárcel —otra vez Buenos…, o Casino (1995). Lo resaltable del film de Scorsese es la naturalidad impune, casi de travesura, con que se edifica una trayectoria ilícita de cabo a rabo. Experto en contramodelos y personajes moralmente inciertos, se decide hacia lo políticamente incorrecto. Delinquir en masa, pero bajo los fluorescentes de un rascacielos perfumado, no se emparienta a afanar de caño en Harlem. “Malo es si te atrapan”, diría Homero Simpson. El libertino encorbatado en Armani parece el nuevo héroe de una América otoñal, el que sólo puede cumplir su ascensión social mediante la estafa, ley selvática definitiva de una sociedad que dejó de ser lo que prometía. Que Jordan termine preso se ve un accidente imprevisto por pura falta de cautela, y no por inmoralidad. Mucho, demasiado para un cine mensajista y ñoño dispuesto a apuntalar, nostálgico, lo ya derrumbado

 Gabriel Cabrejas

 

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