Sobre Usurpados, de Alejandro Gómez.
Usurpados es una de esas obras que se ven mejor representadas que leídas. El texto publicado, escasamente novedoso y sin pretender serlo, suerte de sketch social, aguarda pasivo la voluntad que lo transforme, y debe decirse que lo logra a medias. Cuando suele leerse en papel un enunciado dialógico teatral se le entrevé la virtualidad escénica, dan ganas, para decirlo brutamente, de verlo en acción. Usurpados en tinta no despierta ese interés y al contrario, uno no imagina cómo se las ingeniará el director con miras a tornarlo menos obvio, superando la magra movilidad, la aparente pobreza que emana más allá de su tema, que es precisamente, la pobreza.
Por empezar, los actores, muy buenos si sabemos que no se parecen en absoluto a sus carnaduras. Norberto García (Luis) y Marina Porcel (Ana) se ganan a la platea como la pareja lumpen-okupa en una vivienda desastrosa. García conquista lentamente su rol: al principio nos tentamos de escuchar en su inflexión al Jesús de Laferrère de Capusotto, pero enseguida toma el control. A Porcel la ayuda el cuerpo, que enfunda perfectamente al personaje. Errores de énfasis que mejor valdría morigerar, no hacía falta la iluminación cenital en los monólogos de sufrimiento; no llega a golpe bajo pero bastaba el discurso. Una demostración del divorcio entre texto y puesta es la ausencia visual del bebé que dice acunar Ana en su moisés de cajón. Terminamos convencidos de que, al esconder allí Luis una botella de vino —¿por qué un Selección López borroneado y no el popular tetra?— simplemente lo ignoró; Ana dice me vaciaron y vos no estabas en el hospital, lo cual no implica haber perdido ese bebé… El texto de Gómez informa que al revolver en el moisés “ahí nunca hubo nada” (pág. 17), lo que convierte a la tan sensata y realista Ana en una trastornada. Pocos, claro, leyeron Usurpados antes de presenciarla, pero cambia abismalmente el sentido y hasta la actuación de Marina P se hace incongruente de golpe. La serie de imágenes de archivo que observamos al final, luego de descorrerse una sábana y “muestran acontecimientos de la política y la economía que de alguna manera terminaron con gran parte de la clase media argentina” (pág. 17) también densifica la incoherencia: la querible y patética pareja Ana-Luis no encuadran, ni por asomo, en ninguna clase media arruinada sino en los pobres lisos y llanos. Tampoco se entiende la cumbia que bailan a dúo, él contentísimo, después de que su mujer regresa de entregarse a un especulador de viviendas truchas. Luis dice que “repartía cartas en el correo”, trabajo que abandonó (o perdió, “dos meses laburaste”, le reprocha ella), para intentar una verdulería, pero el mal embarazo de su mujer, la pelea con el presunto socio y la caída en el alcohol lo desbarrancó o desclasó. Causas todas que, así planteadas, no se pueden debitar a ajuste neoliberal sino a la propia víctima himself. Nadie niega, a esta altura, la sevicia y destrucción de aquél ajuste, pero Gómez no se da cuenta, en su texto, que acaba de adjudicarlo a torpezas y debilidades del individuo en cuestión. Todo el tiempo Luis se la pasa cortando papel con su cuchillo, un gesto más nervioso que simbólico. Hay que entretener al actor mientras habla, y tendría validez si se tratase de una obra del absurdo.
García y su director, sin embargo, merecen un premio y de hecho obtuvieron sendos Estrella. Gómez consigue golpear y conmover a las conciencias culposas del público y verdaderamente el texto funciona en el escenario a pesar de los muchos detalles contradictorios. Y García consuma una de sus grandes performances.
Gabriel Cabrejas
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