Pertenece al maestro Osvaldo Pellettieri el concepto del sainete de Vacarezza como pura fiesta: el conventillo abuenado donde no hay tragedia ni delito, la macchieta del inmigrante como tipo cómico, la identificación asociativa público-personaje, y el final armonizador en el cual triunfa el bien y el malo se redime por el amor y se rompe la cuarta pared, se le habla al público que va a divertirse. Es el año 31 cuando debuta El conventillo del gavilán, y desde entonces la pieza modélica del sainete porteño goza de un recorrido histórico lejos de agotarse. ¿Qué más se necesita para realizar una obra entradora, vivaracha, que se disfruta de principio a fin y puede agradar a la gente informada como al principiante amante del teatro? Mucho y poco a la vez. Por empezar, una embocadura amplia que permita una escenografía corpórea, esa que parecía estar olvidándose en la escena marplatense, tan habituada a la cámara negra; un grupo cohesionado y experto de actores —siempre será más difícil la comedia, si pretende salir bien— y una conducción que nunca desatienda a unos a favor de otros. Todo eso logra esta nueva joya en el collar de brillantes de Teatrantes. Repasemos, a ver. El pajarraco del título lleva nombre de barrio, Palermo, típica usanza vacarezziana ya empleada en el otro conventillo, el de La Paloma. No podía tocarle sino al versátil Roque Basualdo, deliberadamente hiperbólico, manual del highlife (mejor: jailaife) seductor donjuanesco, de la mejor tradición hispánica, ya que sólo revolotea alrededor de las casadas del yotivenco. ¿Quiénes? La criolla (Cecilia Leonardi, Caramelo), la gallega (Cris Ibáñez, Fermina) y la tana (Silvia Jiménez, Violeta). En el género, el origen es el carácter, aunque se intercambien en el melting pot que incuba a la sociedad argentina del siglo, y al dramaturgo no le interesa profundizar ni diferenciar. Así se observan a los actores en estado puro, definiéndose en la interacción, en el semidialecto de la ribera, en la forma con que encaran la intensa movilidad sobre el escenario. A Palermo lo sostiene un ayudante, el ingrediente que faltaba en la olla, el Turco Harari (Martín Pereyra) y sus pes impronunciables, admirador sometido. Y el ala masculina que pasa de la sospecha de infidelidad múltiple a la certeza y la trampa contra el picaflor. El italiano Lorenzo (Leo Rizzi), el español Tarragona (Alejandro Comercci) y el nativo Buenas Noches (Hernán Cendra) quieren la única vendetta posible, sorprender al felón con las manos en la masa. Para ello, tiene que haber un Bueno, el soltero, estibador y cabeza fría Puente Alsina (otra barriada, y un actor de fuerte presencia, Oscar Miño), que urde la calculada farsa nocturna. Y ahora, imagínense, si no fueron todavía. Cada uno en el elenco merece destacarse, y se destaca, tanto como se funde en el conjunto. Recordemos, de paso, que la compañía en esa época de oro era una auténtica academia informal formadora de intérpretes y de este asunto, los Teatrantes y sus veintipico de años de trayecto, saben a tope. La Leonardi se da el lujo de cantar Garufa, y la acompaña un trío de (excelentes) músicos —Leonor Sulpizio, Federico Moyano, Pablo González—, que empiezan en un palco y terminan en las tablas mismas; no falta el entrevero y el guapo (Maximiliano Schwartzman), el momento del lucimiento estereotípico (el terceto de esposas, el terceto de maridos), la novia traicionada, menos previsible que su romántico nombre, Mariposa (Amparo Fernández), y las lamparitas de colores, celebración de un final que no juzga ni castiga. Avatares de la crítica eterna, a Don Alberto se lo condenaba por repetitivo, frívolo, condescendiente con la platea, contrabandista de desenlaces positivos, facilista, y al morir pobre, en 1959, portaba un sambenito peor en esa etapa de proscriptos: peronista. Y ahora, un remoto equipo bonaerense le hace estricta justicia poética y humana, a través de una puesta que nosotros aplaudimos de pie y a él lo hubiera emocionado. Cecilia Martín, Mónica Arrech y Leo Rizzi, o sea, los T, se regodean en dirigir semejante elenco. Que dos opulentos productores de Buenos Aires, Javier Faroni y Pablo Pérez Iglesias, hayan cedido el teatro Güemes en un invierno patagónico debiera dar el ejemplo, vistas tantas salas cerradas durante el receso. Un atardecer de viento, frío y lluvia, más de la mitad de las butacas se habían llenado. Un reconocimiento extra para nuestro teatro, igual de vigente que el viejo y querido sainete.
Gabriel Cabrejas
gabcab2003@yahoo.com.ar
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