Darío
era puntual, siempre llegaba entre 10 y 15 minutos antes a las citas para
inspeccionar el terreno y reafirmar su paranoia.
El
hombre no soportaba la impuntualidad ni se la perdonó a sí mismo, era de los
que tomaban muy en serio el Tiempo: nadie debía jugar con ese tirano maniático.
—¿Para qué inventaron los relojes? —ironizaba ante la
espera.
En sus novias debido a la demora en los
encuentros.
Nunca
confió en ellas: —Una mujer tardía no te
respeta—
sentenciaba. Y así terminó, de tan exacto se aferró a la soledad.
Allí nadie podía mentirle, excepto él mismo, algo inaceptable en su estricta
cosmovisión.Todo lo condujo a una pulcra y amada Soledad. Hasta que vino la muerte a reclamarlo; no sé, fue de madrugada, mientras dormía. Los forenses acusaron hora de deceso entre las 3 y las 5, cosa que enojó muchísimo a Darío que, desde el limbo exigía la urgente precisión del horario. Era necesario para su muerte saber exactamente el cuándo.
Y así vagó, de reloj en reloj, no pudiendo descansar en paz a causa de la ineficiencia de un burócrata.
Victor Clementi
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