martes, 9 de febrero de 2016

Teatro de un renegado, onda 2016



Esquilo y Marcos Moyano, o La Orestíada
Mad Max en Atenas y acá a la vuelta

  Emprender una reescritura de la única trilogía trágica conservada de Esquilo requería tiempo, cultura e ideas. A Marcos Moyano le insumió cinco años, discontinuos pero obsesivos, fundamentar la puesta, ya que había decidido respetar el texto, desafío y proeza a la vez, considerando el empaque de un clásico para empezar una temporada veraniega. La universalidad del vate griego zanjaría buena parte de las dificultades: siempre existe público, vacacional o no, interesado en llenar el previsible vacío, como existen teatristas temerarios que habrán de cubrirlo.
  La cuestión reside en el cómo, pues el qué se conoce de cabo a rabo, se consigue por diez pesos en una librería de viejo, está en todas las bibliotecas y todos los idiomas. Moyano eligió una mise híbrida, moderna y fiel, superadora y comprometida. Empezó con la remodelación del espacio, al quebrar el escenario a la italiana y abrirlo en dos, longitudinalmente, de manera que la acción se desarrollase a lo largo, espectadores de ambos lados, y un ancho pasillo central donde le es más fácil circular a la historia, más el aprovechamiento de balcones, en la parte superior, desde el cual brilla, blanca, la diosa Atenea. Moyano, enseguida, postuló otra ruptura, él mismo presentador, digamos, pedagógico, de la obra, e interventor, como coreuta, en los entreactos, a través del comentario de lo que pasó y viene. Tal cual hemos visto en otras representaciones del Séptimo, se impone la estética del independentismo, abolición de la escenografía —a excepción de una silla de escritorio con ruedas, una plataforma móvil que simula-sintetiza el carro triunfal de Agamenón. El vestuario sirve a la sazón de trasto escénico simbólico. Un chal rojo, o capa, será la alfombra prohibida a los hombres que el héroe de Troya retornante pisará, interminable, condenándose. Otro tul blanco columpiará hasta el piso a la diosa, tomada de él como una acróbata de altura.
   Cuatro actores principales, más las tres Erinnias, encarnación de la conciencia del Orestes parricida, cumplen los roles, otro factor de economía dramática muy propio del Séptimo. Sólo Viviana Ruiz desempeña un solo personaje, Clitemnestra; Cecilia Martín, además de Atenea, es la esclava Casandra y Electra, la persuasiva y vengadora hermana de Orestes. El gran Sergio Hernández dará su exactitud al rey Agamenón y a Apolo, defensor del asesino. Diego Lewkowicz puede ser Egisto, un vigía o el ujier del juicio a Orestes. El coro de Erinnias lo componen Sol Von Friedrichs, Ludmila Cardona, María Eva Belza.
  Y todavía no hablamos de los signos especiales de ese cómo. Intemporal, tan futurista en la escenificación como es antigua en el lenguaje original, La Orestíada de Moyano plantea, de entrada, una característica que ha escapado a muchos historiadores: el teatro y la democracia nacen juntos (algo que citaba Marcelo Romer en sus clases de Historia teatral), en el Siglo de las Luces del mundo helénico, y el recuerdo de esos heroicos tiranos, filicidas, homicidas del consorte, marcados para siempre bajo la estirpe criminal de Atreo, tan lejano, debiera iluminar por contraste la nueva conducta convivencial, y participativa, de los ciudadanos menudos de Atenas. El juicio mencionado invita al público-pueblo a decidir sobre la culpabilidad o inocencia de Orestes, el ujier reparte los votos por una u otra, y se instaura la justicia asamblearia, la democracia directa de aquella época.
  Pero hay más. Los borceguíes; la chaqueta de cuero negro de Orestes; la ropa sensual, short incluido, de Clitemnestra, que después de matar al marido abre una lata de cerveza y fuma un cigarrillo; el tocado de perlas de Atenea como una vamp de Hollywood; las rastas y rugidos de las Ernnias y sus rostros fantasmales que virtualizan la moda zombie, o el ambo blanco de Apolo, resignifican el mensaje esquileano, envían a un ambiguo submundo mafioso, a un presente elástico y dark que retroalimenta la universalidad del autor, la enriquece, la expande, con el agregado, no menor, de que es una producción marplatense. “Parece la carretera de Mad Max”, supo acotar, agudo, Pedro Benítez. Licencias aparte, el relator-actor-director sabe expresarlo, coda o epílogo necesario de acento aristotélico: “el teatro es lo que debería o podría pasar”.
  La Orestíada rompe la medianía de la comedia breve, el vodevil importado, el show de vedetonas, modestamente, a partir de un centro cultural de barrio próximo a cumplir una veintena de años de insistencia. Una forma de autocelebración merecida que, de paso, homenajea a los orígenes de esa profesión que tanto atienden los Séptimos.

Dr. Gabriel CABREJAS
2016

No hay comentarios.: