Esquilo y Marcos
Moyano, o La Orestíada
Mad Max en Atenas y acá a la vuelta
Emprender
una reescritura de la única trilogía trágica conservada de Esquilo requería
tiempo, cultura e ideas. A Marcos Moyano
le insumió cinco años, discontinuos pero obsesivos, fundamentar la puesta, ya
que había decidido respetar el texto, desafío y proeza a la vez, considerando
el empaque de un clásico para empezar una temporada veraniega. La universalidad
del vate griego zanjaría buena parte de las dificultades: siempre existe
público, vacacional o no, interesado en llenar el previsible vacío, como
existen teatristas temerarios que habrán de cubrirlo.
La cuestión reside en el cómo, pues el qué se
conoce de cabo a rabo, se consigue por diez pesos en una librería de viejo,
está en todas las bibliotecas y todos los idiomas. Moyano eligió una mise híbrida, moderna y fiel, superadora
y comprometida. Empezó con la remodelación del espacio, al quebrar el escenario
a la italiana y abrirlo en dos, longitudinalmente, de manera que la acción se
desarrollase a lo largo, espectadores de ambos lados, y un ancho pasillo central donde le es más fácil
circular a la historia, más el aprovechamiento de balcones, en la parte
superior, desde el cual brilla, blanca, la diosa Atenea. Moyano, enseguida,
postuló otra ruptura, él mismo presentador, digamos, pedagógico, de la obra, e
interventor, como coreuta, en los entreactos, a través del comentario de lo que
pasó y viene. Tal cual hemos visto en otras representaciones del Séptimo, se impone la estética del
independentismo, abolición de la escenografía —a excepción de una silla de
escritorio con ruedas, una plataforma móvil que simula-sintetiza el carro
triunfal de Agamenón. El vestuario sirve a la sazón de trasto escénico
simbólico. Un chal rojo, o capa, será la alfombra prohibida a los hombres que
el héroe de Troya retornante pisará, interminable, condenándose. Otro tul
blanco columpiará hasta el piso a la diosa, tomada de él como una acróbata de altura.
Cuatro actores principales, más las tres
Erinnias, encarnación de la conciencia del Orestes parricida, cumplen los
roles, otro factor de economía dramática muy propio del Séptimo. Sólo Viviana Ruiz
desempeña un solo personaje, Clitemnestra; Cecilia
Martín, además de Atenea, es la esclava Casandra y Electra, la persuasiva y
vengadora hermana de Orestes. El gran Sergio
Hernández dará su exactitud al rey
Agamenón y a Apolo, defensor del asesino. Diego
Lewkowicz puede ser Egisto, un vigía
o el ujier del juicio a Orestes. El coro de Erinnias lo componen Sol Von Friedrichs, Ludmila Cardona, María
Eva Belza.
Y todavía no hablamos de los signos
especiales de ese cómo. Intemporal,
tan futurista en la escenificación como es antigua en el lenguaje original, La Orestíada de Moyano plantea, de
entrada, una característica que ha escapado a muchos historiadores: el teatro y
la democracia nacen juntos (algo que
citaba Marcelo Romer en sus clases
de Historia teatral), en el Siglo de las Luces del mundo helénico, y el
recuerdo de esos heroicos tiranos, filicidas, homicidas del consorte, marcados
para siempre bajo la estirpe criminal de Atreo, tan lejano, debiera iluminar
por contraste la nueva conducta convivencial, y participativa, de los
ciudadanos menudos de Atenas. El juicio mencionado invita al público-pueblo a
decidir sobre la culpabilidad o inocencia de Orestes, el ujier reparte los
votos por una u otra, y se instaura la justicia asamblearia, la democracia
directa de aquella época.
Pero hay más. Los borceguíes; la chaqueta de
cuero negro de Orestes; la ropa sensual, short incluido, de Clitemnestra, que
después de matar al marido abre una lata de cerveza y fuma un cigarrillo; el
tocado de perlas de Atenea como una vamp
de Hollywood; las rastas y rugidos de las Ernnias y sus rostros fantasmales que
virtualizan la moda zombie, o el ambo blanco de Apolo, resignifican el mensaje
esquileano, envían a un ambiguo submundo mafioso, a un presente elástico y dark que retroalimenta la universalidad
del autor, la enriquece, la expande, con el agregado, no menor, de que es una
producción marplatense. “Parece la carretera de Mad Max”, supo acotar, agudo, Pedro
Benítez. Licencias aparte, el relator-actor-director sabe expresarlo, coda
o epílogo necesario de acento aristotélico: “el teatro es lo que debería o
podría pasar”.
La
Orestíada rompe la medianía de la comedia breve, el vodevil importado, el
show de vedetonas, modestamente, a partir de un centro cultural de barrio
próximo a cumplir una veintena de años de insistencia. Una forma de autocelebración
merecida que, de paso, homenajea a los orígenes de esa profesión que tanto
atienden los Séptimos.
Dr.
Gabriel CABREJAS
2016
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