miércoles, 15 de julio de 2009

Vetas de una Noche Cerveza

animal insaciable
a orillas de la noche
litros de ciudad en un poema

cae música
otra máscara de humo vidente

hijo del placer que fugó por las costuras
hijo ilegítimo de la vanidad
colapso en la inmediatez
y barbarie despereza palabras homicidas
desde ésta sangre huésped

supe quien suburbia en agua áspera
arriesga el ego de cartón

y habrá murgas de espanto
lloviendo volver


Victor Marcelo Clementi
Julio 2009

viernes, 3 de julio de 2009

Cine de un renegado, 2009

Dos actores por dos
La balada de Clint y Kate


Al momento de escribir esta página se discute en Hollywood aumentar a diez la pole position de las películas oscarables, a fin de incentivar el encendido de la transmisión en directo del gran show académico. Lo siguiente intenta exponer las dos caras de dos monedas que en una misma temporada supieron mostrar, a su vez, dos rostros opuestos, pero también complementarios, del cine americano. Hoy, todos en DVD


Eastwood, de ida y de vuelta. Si en un film no se reconoce la mano de su director es en Changeling, o sea, El sustituto. Siempre hay que desconfiar, dicen, de los based on a true story, vale decir, las fábulas urdidas en asuntos verídicos, y no por superstición de verosimilitud sino por la neurosis de la ejemplaridad. Quiero decir: cimentarse en un hecho sucedido cae irremediablemente en la certeza de la modelización, en que se pueden arrancar conductas individuales transformadoras y positivas dadoras de buena onda a pesar del mal trago inicial. En esta concesión derrapa Clint Eastwood al instalar a la glamorosa Angelina Jolie, no muy creíble telefonista de Los Ángeles, año 1928, buscando a su verdadero hijo, que acaban de cambiarle por otro.
El tema Eastwood es siempre la construcción del héroe problemático en una sociedad fetichista que necesita santos en cada vecindario para seguir apuntalando su utopía. Como un presagio, el macabro episodio se desarrolla un poco antes del colapso de Wall Street, y se rueda esta ficción a unos meses de advenir el presente; nada hacía pensar en semejante plano inclinado mientras el país parece pujante y poderoso y una madre soltera todavía era capaz de mantener, autónoma, a un crío. Cuestión que la policía corrupta de L.A aprovecha para reivindicar su probidad cuando el nene desaparece y no se le ocurre nada mejor que suplantarlo por un doble que no resiste el análisis, y, claro, desacreditar a la madre biológica, obcecada en no reconocerlo, primero mediante un perito que la trata de amnésica y luego directo al loquero. En el medio, surge un predicador pentecostal (John Malkovich) –símbolo clarísimo de Lo Bueno del Sistema—que defenderá y rescatará a la abnegada mamá del electroshock y llevará su caso a tribunales como parte de su cruzada contra los Guardianes del Desorden. Un infanticida termina confesando su protagonismo en el secuestro y asesinato del chico, y la infaltable secuencia de la Corte, donde se recupera la armonía perdida y Jolie, que ha hilvanado toda su artillería actoral en el camino, se arropa de luchadora épica gananciosa, tal cual debe esperarse de otra aventura cívica personal en el País de la Justicia Pura. Se percibe un dejá-vu: por momentos la señora de Brad Pitt recuerda a la interna psiquiátrica de Girl, interrupted (Inocencia interrumpida: James Mangold, 1999), su único Oscar hasta hoy. Se quedó con las ganas, superada por Kate. Finalmente, no obstante la calidad narrativa que es su etiqueta de fábrica, se extraña al Eastwood de los cuestionamientos sutiles, de la ambigüedad austera, a favor de una no menos provisoria versión belle epoque de la heroica Erin Brockovich, en vez de ambientalista, madraza irredenta.
Muy diferente se lee Gran Torino, que el mismo Clint encara de actor. Ahora se pone el sambenito, como si el ingastable Harry el sucio tuviera la ironía de la autocrítica biográfica. Aquí prefiere el presente, la barriada ex wasp que el cascarrabias viudo Walt Kowalski se niega a abandonar y cuyos nuevos huéspedes son chinos, casi una ofensa hacia este orgulloso veterano de Corea, fumador empedernido y pensionado de la Ford, que asumirá un destino heroico contra su propia tentación racista. En su garage, el auto del título, una coupé 72 que acaso remita, en metáfora, a los valores nac y pop de un ayer bastardeado –“Cincuenta años en la Ford y mi hijo vende Toyotas”—y, por qué no, al maestro del relato John Ford, referencia a ese cine despojado, lacónico y rigurosamente narrativo que define también a su octogenario sucesor, Eastwood. Western urbano, con su gang armada a punto de estallar, una barbería que tanto representa al género y la bandera de las barras en el porche como una comisaría espontánea, el personaje asume despacio su lugar en el mundo, un defensor de pobres y ausentes, y de paso el autor reconsidera su trayectoria, desde el cínico matón de El bueno, el malo y el feo a la reflexión sobre la gesta de los soldados en La conquista del honor (2007) o la hazaña otoñal e involuntaria de los prófugos que fue Los imperdonables (1992). He aquí la pregunta que marca su filmografía: ¿qué es un héroe? ¿Un ángel inmaculado o un ser contradictorio que tiene un instante de compromiso? ¿El profesional de la sangre o un hombre común arrojado al ruedo sólo porque se hace necesario? “Todos sabíamos el peligro pero fuimos igual”. El mejor cine yanqui de acción, incluído Clint, responde sin claves definitivas ni soluciones fáciles. Nuestro director, ahora sí, muestra la cara más incómoda.

Winslet, princesa y mendiga. La inglesita bella y sexy empezó, como Angelina, bastante alto: su primera nominación la sorprendió gracias al megatanque Titanic (James Cameron) y corría apenas el 97. Algo sugestivo se le veía, pero el año pasado logró un doblete de esos excepcionales en la vida de una actriz. Lástima, Revolutionary road, traducida bobamente como Sólo un sueño, no califica bien, aunque ella y Leonardo di Caprio, otra vez juntos después de aquel naufragio millonario, pasan la prueba.
Adaptada de una novela de Richard Yates, autor casi inédito en castellano y catalogado como un radiógrafo experto en la angustia existencial de la pequeña burguesía suburbana, el cineasta Sam Mendes se emplea a fondo en revolver las entrañas de un matrimonio de jóvenes frustrados. Se cursan los años 50, época del gran despegue económico con el rescoldo ya apagado de la segunda guerra; el lugar las afueras de New York. Inevitable mencionar Belleza americana, que Mendes condujera hace una década, lo que invita a pensar en un antecedente contextual filmado diez años después. El mismo tedio de una prosperidad consumista planificada, la misma resignación vocacional a cambio de pagar las cuotas del chalecito con jardín, el conformismo por ser similares, si no idénticos, a los vecinos y amigos. Pero American Beauty, contada en primera persona, se enriquecía por la mirada ácida y sarcástica del narrador, su tendencia al estereotipo parodiado y las criaturas complejas, mientras su émula, en parangón, se acerca a una versión trágica, un subrayado dramático de aquel argumento y no mucho más. Vemos a April, actriz mediocre otrora, ahora un ama de casa inquieta que cree hallar futuro en una utópica mudanza a París, y a Frank, sumido en la aceptación de un trabajo poco creativo en la misma empresa donde padeciera su padre, mutuas infidelidades sufridas antes que disfrutadas y la creciente violencia entre ellos. Durante el tiempo representado en Revolutionary, el gran Douglas Sirk (Lo que el cielo nos da y Escrito en el viento,1956; Imitación de la vida, 1959) hundía el escalpelo en los achaques de esa middle class contemporánea y emocionalmente castrada que pretendía barrer bajo el tapete sus deseos a favor de la apariencia y el mito del progreso. Mendes no olvida su empaque de puestista teatral y sin duda maneja con solvencia a sus actores, pero queda la sensación de haber visto el panorama con mayor elocuencia visual. Para que todos entiendan, además, introduce un portavoz innecesario, el hijo demente de una pareja mayor (Michael Shannon, candidato a supporting actor) que dice la verdad sobre todos sin autocensura, el típico loco-sabio, si acaso el público se pierde ante lo obvio.
El lector (The reader) quizás sea la mejor película del pelotón de aspirantes: discreta, y no pretenciosa, le significó el Oscar a Kate, y merecido. Otro film sobre el Holocausto, que demuestra de nuevo cuánto aún puede decirse del evento más execrable de la Historia, y cómo podemos explicarlo, pero nunca entenderlo, tratando de inmiscuirnos en la cabeza de sus ejecutores. La novela origen del alemán Bernhard Schlink, Die Vorseler, ofrece otra faceta de la banalidad del Mal sobre la cual habló, y polémicamente, Hannah Arendt. El espectador sin aviso creerá, al ver los primeros minutos, que sólo sucede un affaire de iniciación sexual entre un adolescente (David Kross) y una mujer madura (Winslet) en el Berlín de los 60, condimentado con la lectura de novelas, siempre en voz alta por parte del pibe. De golpe se nos trastrueca el mundo. Se viene un juicio y se acusa de genocidio a seis guardiacárceles femeninas, responsables de quemar vivas a trescientas reclusas de un Campo. Comparece en el banquillo una rubia que, junto al muchacho, ahora estudiante de derecho, contemplamos de espaldas: Hannah Schmitz-Kate. La vergüenza de no saber leer la impulsa a asumir toda la culpa, rehusándose a leer una orden de represión que, supuestamente, llevaría su firma. Antes y al final, Ralph Fiennes, el mismo amante-lector convertido en suntuoso abogado, quien sobrelleva a su vez la culpa de callar –pudo haberla salvado al conocer su secreto—y le lleva libros durante la reclusión perpetua, porque Hannah aprenderá, pues, a leer.
Stephen Daldry, el director, tiene puntos altos en su carrera. Su renombre internacional merced a Billy Elliot (2000), la minisaga de un niño bailarín clásico entre hirsutos mineros de la Inglaterra quebrada por el ajuste thatcherista, y Las horas (2002), relatos paralelos y concurrentes que supo imbricar con destreza, nos perfila a alguien astuto a la hora de elegir sus libretos, idóneo en la búsqueda de perspectivas nuevas sobre viejos temas. Y en El lector persuade al pegar sin protector bucal. No absuelve a nadie, “todos lo sabían, nuestros padres y profesores”, se indigna un alumno de leyes, y debiera sonarnos cercano; no trae del pasado ninguna imagen aterradora sino apenas los silenciosos muros de Auschwitz, y expresa, sin subir el tono, esa incómoda verdad: cualquiera, incluso una soltera de aspecto sensual, incluso analfabeta, cometió aberraciones bajo la luz solar, según ella por cumplir bien su trabajo “Éramos guardias, no podíamos dejarlas escapar”. Incómodos nosotros, mirando a la mujer indefensa y sumisa a su destino que aprende a deletrear en la cárcel.


Gabriel Cabrejas