viernes, 21 de diciembre de 2007

Néstor Payador


Miente, miente, que algo quedará.
INDEK

(de La Cocuzza en papel... en papel opositor).
Ilustra Quique Kessler

Vaginas Traviesas

Con la mandíbula caída
por babear mocosas
con tetitas erectas
y un ombligo perfumado
a curvas

ellas son así
lastiman el deseo mísero
sólo con existir
chocolate prohibido

así de miel altiva
lamer hasta ahogar
morder sus pezones de licor

y luego mecer
en una hamaca de piel.

Victor Marcelo Clementi

viernes, 14 de diciembre de 2007

Sociología berreta, 1

Clases de gente

No soy sociólogo –ni Dios permita- pero si lo fuera, y aún sin serlo, se me ocurre que las sociedades de nuestro tiempo tienen más o menos la siguiente estructura, vino nuevo en botellas viejas, claro está, sin intención alguna de resultar original –que los sociólogos tampoco lo son:
Clase gerencial: antes los llamábamos los ricos, pero entendíamos por tales los grandes capitalistas dueños de empresas. Naturalmente siguen existiendo, y como se sabe son menos y más ricos, pero los que detentan el dinero, forman los precios, amplían los planes de ganancia, abren sucursales, se expanden a otros países y contratan publicistas y empleados son los gerentes. Ellos se llevan la torta porque otros la moldean, cuecen, adornan y venden, pero la receta la tienen ellos. El capital en rigor lo proveen accionistas y consumidores, mientras el propietario y fundador de la empresa proveyó sólo la primera receta, para luego delegar en los primeros subalternos las movidas de ajedrez consecuentes. Espacialmente los encontramos en la mesa de directorio o en los lujosos offices de las compañías, y habitan los countries cerrados, nuevos castillos del superfeudo posmo, y cuanto más grande y diferenciado es el organigrama, menos se los conoce. Dos grandes diferencias tienen, pues, con los gerentes del capitalismo moderno –al neoliberal lo llamaremos tardío. Por un lado, absorven más renta que el resto de la cadena en proporciones escandalosas, hasta llegar a estudiarse el tema en el Capitolio norteamericano, a pesar de constituir el país que mejor avaló estos desbalances monstruosos. Por otro lado, los caracteriza un aislamiento sideral respecto de la sociedad a su alrededor, con la cual han logrado casi no contactarse, incluyendo sus propios subordinados de la clase laboral: en San Pablo, cada mañana sobrevuelan helicópteros que conducen desde sus lejanos cielos a los gerentes hacia los edificios de su responsabilidad, sin tocar siquiera la calle que comunica ambos extremos del espinel social. Del helipuerto a casa y de casa al helipuerto. No hace falta ser gerente, aclaremos, para colarse en la estratósfera social: estrellas de rock, conductores y actores de tv y cine, chefs internacionales, modelos y diseñadores, cuentapropistas varios que escalan la independencia financiera, cumplen el american dream primer o tercermundista en grados variables de acuerdo con la apetencia marquetinera y son los únicos, pues, en los que se cumple el sueño de ascenso en esta estructura de exiguas grietas. Falso es, digámoslo, en el capitalismo tardío, el punto muerto para la velocidad de crucero, dicho de otro modo, nadie empieza sin absolutamente nada, como nos contaron de nuestros abuelos inmigrantes. Otra vida es ésta, los tiempos son más cortos, el mercado abruptamente cambiante, la oferta mínima, y nadie puede planificar hacerse rico en treinta años de esfuerzo obstinado y honesto: agua pasada, siempre se cierne el fantasma del estancamiento, de la juventud fugaz y la vejez inmediata sin madurez en el medio. Todo es un museo de grandes novedades.
Clase política: Es la intermediaria entre el micropoder gerencial y el popular –las llamaremos clase laboral y clase marginal. Quiero decir, trabajan alternativamente para uno u otro. Su origen no es el capital sino la gente, a quienes delega pero no representa, o no la representa del todo. Con el poder vicario, transitivo del voto, relacionan los intereses de las clases inferiores con el interés de la clase superior, operando a favor de unas o la otra según las circunstancias y, eventualmente, la ideología que se presupone alientan, o los alienta. Lo que llamamos ideología es una pragmática de la conveniencia/inconveniencia, cortoplacismo decisorio y mero estudio de factibilidad, que balancea la importancia socio-electoral de quienes se quejarán o serán afectados, quiénes pueden seguir esperando, a quién le urge qué y su voluntad de paciencia o ruptura del pacto implícito. El Bien y el Mal son entidades laxas e indefinibles simplemente porque los políticos no se mueven en la conciencia de futuro, sino en resolver temas año a año y ver qué pasa. Como actores intermedios, los políticos se nutren de sueldos del Estado, muy altos para evitar que prefieran acceder a la clase gerencial, pero suelen percibir emolumentos extra de sus mandantes del micropoder superior, porque éste necesita de ellos para representarlos y como son menos, no alcanza con su voto efectivo. Y así forman una clase que no es popular –léase laboral-marginal--, pero adquiere privilegios de gerencial, y por eso quienes llegan a ella no pueden descender, a riesgo de perder su posición pero también ser castigados por sus delegadores, y normalmente luego de terminar su plazo de ejercicio –todas las clases son por definición inestables- consiguen una plaza entre los cuadros cumbre de la sociedad, o son reinstalados en otras funciones públicas según hayan servido bien a la corporación política. El ex presidente mejicano Vicente Fox es actual Presidente de la Coca Cola Company de su país. Más obvia es la recolocación de los ex ministros de economía regionales, con la salvedad de que no se prepararon, como economistas, para ser ministros toda la vida –al revés, acumulan méritos en la actividad privada, muchas veces, y luego se coronan en la clase política, y de regreso, por méritos en la actividad política reascienden al trono gerencial. Curioso símbolo, la reunión de gabinete muestra la escenografía de una mesa de directorio, y cada funcionario destacado –presidente, gobernador e intendente- tiene la suya; como se trata de una clase intermedia-intermediaria, no es dificil encontrar al político también en la calle –de campaña, cortando cintas, en el tedeum, el acto escolar y el casamiento de la hija mayor.
Clase laboral: Menos dinámica que en la modernidad, el Sujeto Trabajador aún hoy puede trepar a los dos micropoderes anteriores, pero no si se dedica, como cada vez más, simplemente a su trabajo. Esta clase es populosa y para nada homogénea, pero ninguna lo es. El Mercado concibe sus propios beneficiarios entre los integrantes, y aquí provienen tanto del Estado como de las empresas, en relación de dependencia o cuentapropistas. Lo distintivo respecto de las clases de arriba es que no pueden dejar de trabajar, amén de la índole de su trabajo. Los operarios metalmecánicos, dueños de pymes, abogados, médicos, farmacéuticos, y en un segundo renglón los choferes de colectivo, universitarios con dedicación exclusiva, judiciales, tabacaleros, etc., viven sometidos a ese Mercado que da y quita, pero siempre han de conservarse en su clase, y peor, bajar de ella aunque raramente subir la escalera. En una tercera categoría hacia abajo están los demás docentes, empleados de ministerio e instituciones del Estado, enfermeras, empleados de comercio en blanco y negro, comerciantes con un único comercio: muchos pertenecen a una subclase de nuevo cuño, los nuevos pobres, que sufren rebajas de salario, movilidad laboral, reducción de horas o seguridad social, y se mantienen sobre la línea de flotación sin sólidas posibilidades de progreso o con breves períodos de relativa prosperidad. No pierden pero nunca ganan. En las crisis pierden todos. Sin embargo, estos, los menos beneficiados, son los que gozan de chances de reubicación o supervivencia, al ser los menos especializados y menor calidad de vida.
Clase marginal: Debajo del zócalo, ahora se llaman indigentes, indi-gentes suena a indígenas e indigeribles sociales y algo de eso hay. Los que ya no tienen trabajo, o nunca lo tuvieron ni lo tendrán. Forman una subcultura de inferior desplazamiento que los siervos de la gleba y los vasallos campesinos del viejo señor feudal, que al menos podían aspirar a su protección dada su pertenencia. Los del micropoder laboral visitan –no se quedan- los directorios y gabinetes como el mozo que trae el café, usan las calles sólo de tránsito, pueblan el grueso de las ciudades. El Marginal vive en la periferia, nunca subió al helipuerto y hasta vive en las calles que no pisa la clase gerencial. Contradicciones de esta nueva sociedad, no es infrecuente que su asentamiento –antes se llamaba villa miseria- esté a un paso del country, como el vasallo cerca del castillo, pero ahí acaba la comunicación. De allí no se moverá –el laboral puede bajar o subir, aunque difícilmente-igual que el gerencial. El miembro de la Primera lo ignora, el de la segunda lo invoca, el de la tercera le teme o lo odia en partes iguales: ninguno lo convoca. Con sus asimetrías, en lectura darwiniana, hay europeos en la Gerencial, mestizos –raciales y/o culturales-en la Laboral, nativos originarios en la Marginal. Milagro inclasificable son los Deportistas, siempre que sea mercadófila su filiación: retribuciones gerenciales y situación de dependencia, origen a veces humilde-marginal y ascenso vertiginoso. Seres problemáticos y de perfil cambiante, como que brindan esperanza y consuelo al Marginal, divierten y solazan al Laboral y benefician al Gerencial hasta instalarse allí mismo, en la cúspide de la pirámide. Los marginales no tienen mandante, pero son libres por puro desamparo, aunque la clase política los suele subsidiar mediante Planes Sociales, mientras la clase laboral es por definición dependiente pero se autoabastece –sin ambiciones- y es sin embargo más libre al merecer una porción de la torta que hacen y comen, dejando las migajas para el sector margipobre. La Gerencial, en teoría, también depende de lo que demandan y consumen sus subordinados laborales, pero en la práctica su poder de acumulación puede prescindir de sus dispendios.
La Primera y la Última son casi inmóviles. Pongámonos nostálgicos: en el capitalismo moderno existía el Estado de Bienestar, que amortiguaba la diferencias. Poca clase gerencial menos opulenta, los marginales eran simplemente pobres y se posaban junto a la ruta, no al borde del precipicio –o al fondo- y la clase laboral era mayoritaria. Ah, la clase política también formaba parte de ella.

Gabriel Cabrejas

lunes, 10 de diciembre de 2007

Cinencanto diciembre

El cine argentino que nos queda
Señales y estigmas

Este año, como los anteriores, se filmó mucho en la Pampa. Se estrenó en salas marginal-estatales –el complejo Tita Merello, llamado la tumba del cine argentino- y no llegó a verse casi nada fuera del circuito porteño. Dos compitieron por llegar a representarnos en el Oscar, La señal y XXY, ninguna brillante, modestas y con gusto a poco. De ellas habla esta crónica abismal.

Nos debemos una discusión seria sobre para qué y para quién sirve la producción de los jóvenes egresados de las academias de cine. Cortados por la misma moviola, tediosos e impersonales, parecen filmar con destino a la crítica concheta y los festivales internacionales cuyos tribunales comparten idéntica pasión por el discurso de minorías. No los impacienta el vacío de público, el cual, creen soberbios, debiera ascender a su lenguaje. La pródiga caja chica subsidiadora del INCAA les avala continuidad sin preocuparse de la gente. ¿Estilo endogámico, políticas erróneas, modelos de enseñanza únicos, crisis de guionistas? Un poco de cada. Desanima, igualmente, que llegue a Mar del Plata una porción atómica, descontando su fracaso de antemano...

Señales, tu parte insegura. A simple vista los dos largometrajes tienen un actor en común, Ricardo Darín, que vuelve a componer un héroe oscuro, pero menos profundo que el epiléptico de El aura, hasta hoy la gran película argenta del último lustro. Aquí –La señal- se juega a ponerse además detrás del lente, junto a Martín Hodara, sin tanta convicción como afecto y gratitud al director trunco, Eduardo Mignogna, fallecido durante el rodaje.
Tuvo dos estigmas difíciles de sortear. Por un lado, Mignogna siempre tuvo dificultad al transferir sus textos novelescos al formato pantalla: La fuga (2001) se veía más sustanciosa en la narrativa libro que al sufrir su trasplante: las criaturas cobraban más cuerpo que el valor intrínseco del relato –La señal comenzó novela, escrita en el 2002. El otro flagelo es genérico. El policial hard boiled posee reglas irrestrictas, y si se lo parodia pasa a ser otra cosa o se somete el cineasta a él y corre el albur de la previsibilidad y el adocenamiento. Dicho de otro modo, La señal no deja de destilar el sabor a rancio e incompleto de lo obvio solucionado a medias. Ojo, no les falta modestia profesional a Darín/Hodara y cumplen sin estridencias el abecé y he aquí una contradicción insalvable. O perdonamos a Darín por su aventura autocontenida desde su inexperiencia o nos ponemos salvajes, quizás injustamente, y le achacamos saber demasiado poco para nadar apenas arriba de la línea de flotación en aguas desconocidas.
Vayamos paso a paso y releguemos los méritos al final. El film adolece un problema –básico-de casting. Nadie dijo a Ricardo que Julieta Díaz, revelación de Campeones y estupenda chica abusada en Locas de amor no daba el rôle de femme fatale a la usanza noir. En pocas palabras se le nota grande de sisa el perfil de perversa manipuladora. Bella pero no sensual y decididamente muy dulzona y perdida en el papel. Salva la ropa, cuándo no, el todoterreno Diego Peretti, partener arquetípico del buddy film que se ganó la franja cínica de los diálogos. El protagonista, solvente actor si los hay, está invirtiendo mucho en cara, esa semibarbada expresión de fatiga existencial que hace pensar en un registro limitado, o la mala suerte de enredarse en personajes similares. El argumento de chantaje y venganza se expone tan en el fondo como el contexto sociopolítico y nunca se entrecruzan o retroalimentan, más ocupado en la alternancia entre el Pibe Corvalán y Santana, los dos sabuesos, que se desbordan de la trama y pasan a ser casi lo único destacable. La sociedad en vilo ante la inminente muerte de Evita se observa lejana, casi con obligación: 1952 sitúa a la ficción en los años áureos del género mejor que en la Historia que le sirve de ambientación. Se extraña, además, la ausencia de un villano, imponderable, y todo el peso del Mal termina alojándose en la actriz, sobre sus delicados hombros desnudos.
Sin embargo, La señal merece respeto precisamente por lo mismo que se le reprocha, ser fiel al programa negro, contrapuntear el fatalismo que sobrevuela desde el principio al Pibe con la irrevocable certeza del destino de la Jefa Espiritual agonizante, símbolo del final de una época. El so long, my friend, en boca de Santana, abriendo y cerrando el film, describe el círculo trágico que imbrica biografía y contexto, aunque los autores no busquen aprovecharlo. La música incidental, Fresedo y Sinatra, la iluminación azul rutina muy afín a la estética del blanco y negro y el ajustado diseño (Marcelo Camorino, y Margarita Jusid, colaboradores eficientes de Mignogna) resuelven con holgura las chances imaginativas del dúo directriz.

X de incógnita. La señorita Lucía Puenzo lleva a su modo un lastre- estigma: el apellido. Convengamos en que, de no ser por el Oscar a La historia oficial (1985), su papá no habría trascendido, tal vez ni siquiera filmado, habida cuenta de sus infructuosos bodriazos, desde Gringo viejo (1988) a La puta y la ballena (2004). Su hija empezó igual y el Premio de la Crítica en Cannes 2007, un poquín excesivo –más para el tema que para su concepción—podría augurar un fatum igualito.
La señal sufría agujeros de casting: XXY, al contrario, pivotea su fuerza exactamente en él. Muy bien elegida Inés Efrón para componer a la hermafrodita Alex, ambigua en sí desde lo físico, y también su eventual amante adolescente y su crisis de identidad, el feo y conflictuado Martín Piroyansky. Es entre ambos que el juego de desencuentro y soledad se desplaza; sus respectivos padres (Darín/ Valeria Bertucelli, Germán Palacios/ Carolina Peleritti) ensayan una danza quieta a su alrededor, incapaces de entender, frustrados y melancólicos ante lo inexplicable, o en todo caso, irresoluble. ¿Alex debería operarse y ser definitivamente mujer o elegir el doble ambage de su sexo, inscripto en su nacimiento? El libreto no toma partido, sólo muestra y deja abierto el interrogante. El problema en realidad se les plantea a los adultos, deseosos de corregir a un monstruo y dudando de su propia normalidad, una madre culposa, un padre biólogo que padece dentro de su familia la anomalía que le tocó estudiar, el cirujano plástico (Palacios) dispuesto a humillar a su hijo indefinido. La sola escena de sexo de Alex con Álvaro, siendo ella la parte activa, vale por todo el desarrollo.
XXY, sin lugar a dudas una película inteligente en su medio tono, objetivo, y en la marcación de actores. Localizó la ficción en la Patagonia, tan socorrida por nuestro cine para climatizar desiertos convivenciales, el acoso de la naturaleza inhóspita que abandona al habitante a enfrentar sus fantasmas; puede decirse que se volvió un tema en sí, una obsesión espacio-moral. Se (re)siente de Puenzo, como un rasgo generacional, es su manera impersonal de contar. La corrección de manual al instalar la cámara, la meditada fotografía, la creación de ambientes, son en sus manos el mejor ejemplo del cine joven nacional, pero todos se le asemejan, y si no supiéramos que le estampó su firma se la habríamos adjudicado a cualquiera. Cumple sin satisfacer, rehúsa apasionarse, equilibra palabras y silencios. Un prospecto europeo de los que extasían a los jurados de festival.
Esperaremos, en fin, las próximas peripecias de Lucía, y de Darín, que quizás le tomó el gusto a dirigir y dirigirse. Chequera abierta pero no en blanco, en vistas de tanto celuloide criollo arrojado al mundo durante esta temporada, húmedo de imágenes y seco de plateas.


Gabriel Cabrejas