1
¿qué cosas llevaría a mi muerte?
el gérmen de lo exacto
la fragancia de lo etéreo
un cumulo de escarcha, no sé
¿cual de mis recuerdos amantes
cómplice de esta nostalgia anticipada?
¿qué canción llevaré para saciar
mi espíritu definitivo?
2
abandono esa piedad estúpida
que esclaviza y culpa
hasta sodomizar el alma,
el mismo estigma:
pasaporte a la incógnita
tengo la lluvia necesaria
para suceder,
un axioma indeleble:
esporas de tiempo ensimismado.
3
demasiado silencio asusta
volver a la sombra equivocada
huir del puñal viajero,
tanto silencio reclama
ahogarse en apatías
caer a la abulia hasta lograr
otro fondo inexacto,
luego renacer algo fortuito
otra circunstancia que no prosperará,
hasta entonces seré incógnita.
Victor Marcelo Clementi
viernes, 27 de febrero de 2015
martes, 17 de febrero de 2015
Más cine argentino modelo 2014
Salvajes unitarios, vol. II
Betiboom. El thriller
constituye un género riguroso, de limitadas libertades y cronométrico
funcionamiento. Betibú de Miguel Cohan logra ajustar el
mecanismo, además de subirse a la ola que filmes como Séptimo o Tesis sobre un
homicidio desplegaron, incitando, dado el éxito de ambos, el deseo de
surfear en las mismas aguas. O sea, lograr la popularidad sin resignar la
estética.
La base es la novela homónima de Claudia Piñeiro, la única escritora
nativa de fuste y lectores numerosos, y de quien ya se llevó al cine su
clásico, Las viudas de los jueves.
Experta en barrios cerrados, y de paladar fino para abrirles las entrañas,
arrancarles la abyección oculta tras la paz artificial de sus muros, trata el
crimen de un vecino, y los asesinos y cómplices que, seguramente, si no son de
allí le andan rondando. Como una continuación de Las viudas, que se situaba en el hábitat de los ganadores
(recientes) del modelo neoliberal y las derivas de su plano inclinado, aquí
idénticos ricos, algunos de más larga data, afincados ya en sus privilegios
sociales, desnudan una vieja trama de abuso y desprecio, desmadejada a partir
de una foto de estudiantina aparentemente anecdótica. Encargados de la
pesquisa, dos periodistas (Daniel Fanego,
excelso, se roba la película; Alberto Ammann,
ambicioso principiante-sin-principios y su opuesto, en un asomo de buddy movie) y una escritora retirada de
la crónica de prensa pero que vuelve al ruedo (Mercedes Morán, la
Betty Boop del
título, difícilmente parecida al cartoon).
El jefe del trío resulta ser un español, gerente de la editorial (José Coronado), quizás alusión al
tentacular Grupo Prisa, e inserto en
el elenco por la letra chica de las coproducciones.
Las justas dosis de suspenso fluidifican
bastante bien el tempo; está claro
que el policial es lo de Cohan. No
obstante, un desbaratamiento inesperado provoca el revolcón. En la última media
hora sobreimprime las explicaciones en off, las soluciones apuradas y un giro
arbitrario de guión, que termina desorientando al receptor. Cuando un final no
convence, el thriller se topa con su
talón de Aquiles. Debe sumarse, en medio del casting impecable, la actuación
desmañada, aburrida de Morán (pre-botox) no muy convencida del rol o
poniendo piloto automático.
El resultado, un regusto confuso, a apuro.
Una lástima, porque venía bueno hasta el final.
Apagón en Buenos Aires. Venimos de mayor a menor. Muerte
en Buenos Aires flaquea desde el nombre, tanto que se antoja puesto en la
posproducción, luego de discutir cómo bautizar a la criatura ya nacida. Un
nombre que no dice nada, de tan abarcador, vacío.
Debut de Natalia
Meta, también libretista, padece un problema grave: su atraso. Sí, claro, procura reconstruir a través del policial los
años 80 posdictadura, y el clima de destape a medias, el kitsch gay en lenta fermentación, y los cortes de luz urbanos
previos a las benditas privatizaciones. El asunto es que Natalia no vivió, o no
conoció lo suficiente la época, que solamente advertimos por los automóviles y
la ausencia de teléfonos celulares. Pudo, entonces, localizarla en cualquier
otro momento, con el agravante de que, habiéndola hecho ahora, la pintura del mundo homo suena avejentada, visitada la
temática vaya a saber cuántas veces y desde todos los puntos de observación.
El mexicano Demián Bichir —Fidel Castro en el Che de Steven Soderbergh—,
inspector de la federal, el duro
estereotípico, recibe un caso peliagudo, el crimen de un oligarca y
coleccionista de cuadros con apellido de avenida (Figueroa Alcorta), en
circunstancias vinculadas a una práctica sadomasoquista. El partener de
Chávez-Bichir, un novato carilindo, el agente Gómez (Ricardo Darín Jr., alias Chino) aparece en la primera escena
manoseando la escena del suceso, no se sabe si debido a su torpeza o por andar
involucrado. La chica entre ellos, pero de puro adorno, Mónica Antonópoulos,
recuerda las latinas glamorosas de Miami
Vice, la teleserie emblema de aquella década. Completan el plantel un
comisario caricatural, Hugo Arana;
el juez que quiere soluciones rápidas, Emilio
Disi, y un coreógrafo gay, Carlos
Casella, enseguida metido en una
celda a fuer de hallar un cabeza de turco. De infiltrado, onda Cruising, el Ganso se introducirá en busca del culpable, pero sin la
intensidad y la penetración (perdón) reflexiva y psicológica del largometraje
con Al Pacino.
¿Motivo pasional, ajuste de cuentas, acaso
un asesinato por encargo? La línea argumental avanza fluctuando, espiralada,
indecisa. Se cruzan varias intentonas inconciliables, el subtexto sobre la
doble sexualidad, un merodeo en torno a la corrupción en altas esferas que no
termina de definirse, y atentados contra lo verosímil aquí y allá. La surreal
suelta de caballos en Diagonal Sur, apropiada para captar incautos en el trailer publicitario, representa
bastante bien a Muerte sin
proponérselo, en su efectismo bizarro que suple la falta de tensión dramática.
Se hace fácil, incluso, adivinar quién es el asesino desde el inicio, y sólo
aguardamos que nos disuada de eso. A todo se adiciona, o se resta, el desparejo
nivel interpretativo. De Bichir, no
se sabe si asume el cliché identificado con el papel, zapatos chicos o, azteca
en Buenos Aires, se siente como chupete en el trasero. Al Chino, pese a su frialdad
de pescado, le faltan kilómetros para empezar
a asemejarse a su papá. El tal Casella,
animador de la noche porteña, no puede ser actor ni de teatro de títeres. Y uno
se queda esperando más de un relleno prometedor, la morocha Antonópoulos. Natalia Meta mencionó en un reportaje que Secreto en la montaña de Ang
Lee (2005), los cowboys amantes de Wyoming, fue el disparador de su relato. Dónde le habrá quedado la bala no podemos
sugerirlo.
Siempre será popular el policial, pero
dirigirlo adecuadamente necesita algo más que un diploma cum laude de las escuelas de cine.
Gabriel Cabrejas
miércoles, 11 de febrero de 2015
Minipensamientos de CHAO CLE MEN. El regreso a la manada (apuntes)
*Hay gente tan ocasional que deja de interesarme.
Supuestos amigos en estado criogénico
esperando el beso novelesco para despertar
casi cosas, casi zoombies
apenas recuerdos...
*La indiferencia es no sólo menos perjudicial
que la tolerancia, sino más efectiva.
La tolerancia implica cierta degradación de uno mismo,
en tanto ser paciente, detiene. Y en un mundo tan veloz
ocasiona riesgo. No sólo en el aspecto evolutivo, también
en la existencia. Además, no puede existir compasión
sin un cierto grado de superioridad o autosuficiencia.
*El ser-social representa al individuo derrotado,
aquel que abdicó a sí mismo para des-integrarse
a una idea irrelevante: un color, una bandera
un mapa, un número, una esquina...
*El barrio es una excusa para no sentirse fuera
y conservar el eje del recuerdo, en tanto ideal sin mácula.
En un mundo tiranizado por la hipercomunicación
donde todo se funde hasta descalificar la identidad,
(el riesgo de la babelización)
es imperativo hallarla, regresar a lo tribal, a la manada.
La territorialidad demarca la existencia,
las pandillas son los gendarmes del yo-logrado,
o sea: pertenecer.
Vicius Clem
Supuestos amigos en estado criogénico
esperando el beso novelesco para despertar
casi cosas, casi zoombies
apenas recuerdos...
*La indiferencia es no sólo menos perjudicial
que la tolerancia, sino más efectiva.
La tolerancia implica cierta degradación de uno mismo,
en tanto ser paciente, detiene. Y en un mundo tan veloz
ocasiona riesgo. No sólo en el aspecto evolutivo, también
en la existencia. Además, no puede existir compasión
sin un cierto grado de superioridad o autosuficiencia.
*El ser-social representa al individuo derrotado,
aquel que abdicó a sí mismo para des-integrarse
a una idea irrelevante: un color, una bandera
un mapa, un número, una esquina...
*El barrio es una excusa para no sentirse fuera
y conservar el eje del recuerdo, en tanto ideal sin mácula.
En un mundo tiranizado por la hipercomunicación
donde todo se funde hasta descalificar la identidad,
(el riesgo de la babelización)
es imperativo hallarla, regresar a lo tribal, a la manada.
La territorialidad demarca la existencia,
las pandillas son los gendarmes del yo-logrado,
o sea: pertenecer.
Vicius Clem
Piedad salvaje
A punto de ser apuñalado por el delirio
libero mi animal premonitorio
hasta encender la brújula del instinto,
necesito esa piedad vegetal
sólo mímica
un coro de silencios,
en brazos del misterio
los epilépticos sonidos del acaso
escupen fantasmas
estoy lluvia hasta embeleso
será aquí a ninguna parte
fronteras de asfalto
alcantarillas al cielo
hedor de naufragio interior,
caigo a tus ojos
para replicarte
sos parte del adiós
que a todo consterna
entonces
haré una pausa para no extinguirme
y así no abofetear las olas del momento:
para lagrimear absurdos
conmigo es suficiente.
nada me dará más infancia
que vivir es esta esquina desamparada
llena de viento y aves carroñeras,
apuesto a no morir de tanta sospecha.
Vittorio Marcelus
libero mi animal premonitorio
hasta encender la brújula del instinto,
necesito esa piedad vegetal
sólo mímica
un coro de silencios,
en brazos del misterio
los epilépticos sonidos del acaso
escupen fantasmas
estoy lluvia hasta embeleso
será aquí a ninguna parte
fronteras de asfalto
alcantarillas al cielo
hedor de naufragio interior,
caigo a tus ojos
para replicarte
sos parte del adiós
que a todo consterna
entonces
haré una pausa para no extinguirme
y así no abofetear las olas del momento:
para lagrimear absurdos
conmigo es suficiente.
nada me dará más infancia
que vivir es esta esquina desamparada
llena de viento y aves carroñeras,
apuesto a no morir de tanta sospecha.
Vittorio Marcelus
viernes, 6 de febrero de 2015
Filmes argentos 2014
Salvajes unitarios
A punto de colocarse Relatos salvajes en la gatera del Oscar, vale la pena recordarla, y a otras películas exitosas del 2014, dos de ellas policiales. El empaque comercial no les resta virtudes; después de todo nuestro
cine tuvo una época dorada en que se podía hablar de una industria pujante. Lo
siguiente, un recorrido sucinto y poco exhaustivo, en procura de reconquistar
la venia de un público errático y escasamente adicto a lo nuestro.
El regreso de un narrador vigoroso. Con 228 salas de estreno, un presupuesto abultado, elenco
de estrellas y la distribución de la major
americana Warner Bros, Relatos salvajes,
opus 3 de Damián Szifrón recabó tres
millones de espectadores, cifra casi absurda pero absoluta-mente merecida. La
apelación a la realidad candente que se encarama en el nombre, y la sobre-carga
de violencia, venganza desbocada en grado de implosión, intolerancia y hasta
racismo, explica mejor la receptividad de la película casi tanto como los
nombres descollantes, que, es bien sabido, no pueden ausentarse cuando se
buscan respuestas de un espectador bastante reacio a los productos nacionales,
muchos de los cuales, convengamos, lo ignoran o desprecian olímpi-camente. Relatos, pues, no alude sólo a la
estructura narrativa breve, exigida de concentración-acción, sino al elemental
imperativo de contar alrededor de
personajes definidos, en vez de la pura imagen gestual preñada de sugerencia,
climatológica, pero sin nada de qué agarrarse, sin argumento ni final, disvalores
del llamado Nuevo Cine Argentino sin
embargo tan loados por los cinéfilos recalcitrantes.
El creador de Los simuladores, lo mejor en ficción televisiva unitaria de los 90,
o Hermanos y detectives, digna
heredera del 2007, y los largometrajes El
fondo del mar (2003) y Tiempo de
valientes (2005), vuelve al ruedo después de un silencio de nueve años, y
tan superior resulta Relatos a sus
antecesoras que cabe suponer semejante lapso para pensarla al detalle. El texto
inicial, previo títulos, la trampa de un avión en pleno vuelo cuyo pasaje
consiste en quienes humillaron al que los reunió dentro (protagonista Darío Grandinetti) y previsiblemente va
camino al siniestro, podría imaginarse una autorreferencia a los meditados
ardides de Los simuladores. Su planteo,
de arranque, funciona de admonición: el tema será el pase de facturas. Del paso
de comedia negra salta al policial negrísimo, yugulado de comicidad. Julieta Zylberberg, una angustiada y desclasada camarera de un bar en la
ruta; Rita Cortese, la resoluta
cocinera de pasado presidiario; César
Bordón, despreciable sujeto, conocido de la primera, y sus afanes
políticos. El casting no podía ser
más perfecto —a los tres les calza el personaje y prepara, a partir de esta
segunda historia breve, las extensas, todas caracterizadas, unas y otras, por
una afinada conducción de actores. Hay también una trepada de clase, viendo a
los responsables de la segunda sección entre los renglones altos con todas sus
miserias, trapisondas y rencores soterrados.
Y así, se ensartan la de Leo Sbaraglia y su Audi
en medio de las polvorientas rutas jujeñas, y un insulto al chatarrero morocho
que desencadena una absurda bacanal de revancha sin fin, toda una alegoría del
país racista y resentido de hoy. A Ricardo
Darín le toca el episodio del ciudadano común enredado en el autoritarismo
burocrático kafkiano por una multa injusta de mal estacionamiento, y su
estallido (literal: es ingeniero en explosivos) cuando la nimiedad le ocasiona
un derrumbe en cascada de su vida entera. Oscar
Martínez encarna al padre de familia opulento capaz de sobornar al
jardinero para evitar que su hijo vaya a prisión después de atropellar a una
mujer pobre en la calle; un desenlace tremendo que superpone iniquidades cierra
magníficamente la intriga. En cuanto a Erica
Rivas, le toca el paso de farsa oscura, una boda judía en la cual la
casadera se entera de un desliz del flamante novio y arma descontrol de
aquéllos, esta vez sin efusión de sangre pero fiel al dibujo de furia contenida
y exceso demencial en la mano propia
que tanto se predica, aunque brote en una ocasión poco significante. En todas
las lecturas Szifrón es ecuánime. No
toma partido, sólo describe, y si ejerce el juicio, condena siempre. Excepto en
el tramo de Darín, no explica ni justifica. El fresco de una sociedad anómica,
sin policías ni Estado a la vista –no es que no exista, la gente no se ocupa de
reclamarlo ni le importa, llevada por sus peores instintos sin exclusa, y
cuando éstos se desatan, su situación empeora—, una sociedad que desespera de
regular sola su idea de justicia, olvidada de las consecuencias de los actos,
parece el legado cinematográfico de nuestro tiempo, incluso de nuestro tiempo
universal. Imagino al público yanqui fascinado ante tanta vindicta personal,
amante como es de los vengadores o, como dicen acá los fascistas, justicieros.
Una palabra se merece la reacción del
espectador local, bastante cuestionable, diríamos alarmante. Se ríe
nerviosamente en el cuento de Sbaraglia, mientras las imágenes son
estremecedoras y no dejan margen para la carcajada. ¿Nos divierte la búsqueda
apasionada por destruir al otro? ¿Se habrá convertido la ética de convivencia
en un chiste oscuro? En las andanzas de Darín se aplaude a rabiar, encantada la
platea con el tweet que aconseja
volar la AFIP. Algunos creerán que Damián
S. critica la ineficiencia oficial, a pesar de que las grúas de acarreo,
tercerizadas, pertenecen a la comuna porteña.
Relatos,
en fin, quizás sea la gran película del año, cercana a nuestra experiencia,
profun-damente comprometida y crítica, y, encima, apta para las polémicas que
nos debemos.
Gabriel Cabrejas
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