Salvajes unitarios, vol. II
Betiboom. El thriller
constituye un género riguroso, de limitadas libertades y cronométrico
funcionamiento. Betibú de Miguel Cohan logra ajustar el
mecanismo, además de subirse a la ola que filmes como Séptimo o Tesis sobre un
homicidio desplegaron, incitando, dado el éxito de ambos, el deseo de
surfear en las mismas aguas. O sea, lograr la popularidad sin resignar la
estética.
La base es la novela homónima de Claudia Piñeiro, la única escritora
nativa de fuste y lectores numerosos, y de quien ya se llevó al cine su
clásico, Las viudas de los jueves.
Experta en barrios cerrados, y de paladar fino para abrirles las entrañas,
arrancarles la abyección oculta tras la paz artificial de sus muros, trata el
crimen de un vecino, y los asesinos y cómplices que, seguramente, si no son de
allí le andan rondando. Como una continuación de Las viudas, que se situaba en el hábitat de los ganadores
(recientes) del modelo neoliberal y las derivas de su plano inclinado, aquí
idénticos ricos, algunos de más larga data, afincados ya en sus privilegios
sociales, desnudan una vieja trama de abuso y desprecio, desmadejada a partir
de una foto de estudiantina aparentemente anecdótica. Encargados de la
pesquisa, dos periodistas (Daniel Fanego,
excelso, se roba la película; Alberto Ammann,
ambicioso principiante-sin-principios y su opuesto, en un asomo de buddy movie) y una escritora retirada de
la crónica de prensa pero que vuelve al ruedo (Mercedes Morán, la
Betty Boop del
título, difícilmente parecida al cartoon).
El jefe del trío resulta ser un español, gerente de la editorial (José Coronado), quizás alusión al
tentacular Grupo Prisa, e inserto en
el elenco por la letra chica de las coproducciones.
Las justas dosis de suspenso fluidifican
bastante bien el tempo; está claro
que el policial es lo de Cohan. No
obstante, un desbaratamiento inesperado provoca el revolcón. En la última media
hora sobreimprime las explicaciones en off, las soluciones apuradas y un giro
arbitrario de guión, que termina desorientando al receptor. Cuando un final no
convence, el thriller se topa con su
talón de Aquiles. Debe sumarse, en medio del casting impecable, la actuación
desmañada, aburrida de Morán (pre-botox) no muy convencida del rol o
poniendo piloto automático.
El resultado, un regusto confuso, a apuro.
Una lástima, porque venía bueno hasta el final.
Apagón en Buenos Aires. Venimos de mayor a menor. Muerte
en Buenos Aires flaquea desde el nombre, tanto que se antoja puesto en la
posproducción, luego de discutir cómo bautizar a la criatura ya nacida. Un
nombre que no dice nada, de tan abarcador, vacío.
Debut de Natalia
Meta, también libretista, padece un problema grave: su atraso. Sí, claro, procura reconstruir a través del policial los
años 80 posdictadura, y el clima de destape a medias, el kitsch gay en lenta fermentación, y los cortes de luz urbanos
previos a las benditas privatizaciones. El asunto es que Natalia no vivió, o no
conoció lo suficiente la época, que solamente advertimos por los automóviles y
la ausencia de teléfonos celulares. Pudo, entonces, localizarla en cualquier
otro momento, con el agravante de que, habiéndola hecho ahora, la pintura del mundo homo suena avejentada, visitada la
temática vaya a saber cuántas veces y desde todos los puntos de observación.
El mexicano Demián Bichir —Fidel Castro en el Che de Steven Soderbergh—,
inspector de la federal, el duro
estereotípico, recibe un caso peliagudo, el crimen de un oligarca y
coleccionista de cuadros con apellido de avenida (Figueroa Alcorta), en
circunstancias vinculadas a una práctica sadomasoquista. El partener de
Chávez-Bichir, un novato carilindo, el agente Gómez (Ricardo Darín Jr., alias Chino) aparece en la primera escena
manoseando la escena del suceso, no se sabe si debido a su torpeza o por andar
involucrado. La chica entre ellos, pero de puro adorno, Mónica Antonópoulos,
recuerda las latinas glamorosas de Miami
Vice, la teleserie emblema de aquella década. Completan el plantel un
comisario caricatural, Hugo Arana;
el juez que quiere soluciones rápidas, Emilio
Disi, y un coreógrafo gay, Carlos
Casella, enseguida metido en una
celda a fuer de hallar un cabeza de turco. De infiltrado, onda Cruising, el Ganso se introducirá en busca del culpable, pero sin la
intensidad y la penetración (perdón) reflexiva y psicológica del largometraje
con Al Pacino.
¿Motivo pasional, ajuste de cuentas, acaso
un asesinato por encargo? La línea argumental avanza fluctuando, espiralada,
indecisa. Se cruzan varias intentonas inconciliables, el subtexto sobre la
doble sexualidad, un merodeo en torno a la corrupción en altas esferas que no
termina de definirse, y atentados contra lo verosímil aquí y allá. La surreal
suelta de caballos en Diagonal Sur, apropiada para captar incautos en el trailer publicitario, representa
bastante bien a Muerte sin
proponérselo, en su efectismo bizarro que suple la falta de tensión dramática.
Se hace fácil, incluso, adivinar quién es el asesino desde el inicio, y sólo
aguardamos que nos disuada de eso. A todo se adiciona, o se resta, el desparejo
nivel interpretativo. De Bichir, no
se sabe si asume el cliché identificado con el papel, zapatos chicos o, azteca
en Buenos Aires, se siente como chupete en el trasero. Al Chino, pese a su frialdad
de pescado, le faltan kilómetros para empezar
a asemejarse a su papá. El tal Casella,
animador de la noche porteña, no puede ser actor ni de teatro de títeres. Y uno
se queda esperando más de un relleno prometedor, la morocha Antonópoulos. Natalia Meta mencionó en un reportaje que Secreto en la montaña de Ang
Lee (2005), los cowboys amantes de Wyoming, fue el disparador de su relato. Dónde le habrá quedado la bala no podemos
sugerirlo.
Siempre será popular el policial, pero
dirigirlo adecuadamente necesita algo más que un diploma cum laude de las escuelas de cine.
Gabriel Cabrejas
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