miércoles, 23 de mayo de 2007

Alineación Subliminal: En Curso

Luego de la espantosa resaca que todavía, en un lapsus atiborrado de estoicismo, me arrojé al mundo, sin un condón que acobije entero. Ruego castidad.
Sucede, me sucede, eso de cometer relatos, recuerdos de una noche mutilada, carruajes con fantasmas.
Con este afán de bacteria interurbana, seguro me postulo al panteón de los giles.
Haciéndome palabras con cachitos de ilusión y algo de cielo. Entonces me tercermundizo y logro con basura un duende.
Resumiendo: mis dudas serían síntomas de una dualidad grosera, tan insurgente que arponea esta escasa lucidez.
Los dos principios del silencio, motivo de quietud u opresión. Sospecho que el paradigma que jamás caduca es la dualidad.
Disipar al entorno. Una silueta bordea la calle, igual a un bosquejo impresionista. De a poco ahorca mi sombra. Y eclipso.
En la tarde más liviana del beso, busqué penumbra sin llegar a reo.
Todo quedó infancia y sigo nómade en la vastedad.

Victor Clementi

sábado, 12 de mayo de 2007

Aguadébiles marplatenses (pensamientos de un renegado)

Caras

Una nota en la revista VIVA, "La violencia hace escuela" —(6/12/2005) título sutil y a la vez estúpido— y otra, en la misma revista pero otro número: "24 horas en la cárcel de mujeres de Ezeiza"(27/11/2005). Tienen mucho en común, como una escuela se parecerá siempre a una cárcel, descubrimiento de Foucault que ya resulta obvio por su sola, intangible vigencia. En las fotos no hay rostros: disposiciones legales lo prohíben explícitamente, para proteger a la minoridad en el primer caso y a la identidad de las procesadas o condenadas en el segundo. Inadvertidas, todas terminan en una producción artística, por el interdicto que inhibe del mero retrato automático y obliga al fotógrafo a una pirueta escénica, a un montaje del que invita a participar a las no retratadas, y así, más belleza logra en el producto cuanto menos bella es la realidad representada.
Un cabello rubio cae desde una cucheta y de paso tapa el semblante de otra reclusa en la cucheta inferior. Una madre regordeta abraza a su hijita y se cubre la cara con la de ella, sobre un paisaje de alambradas y una pared gris chorreada de lluvia añeja. Dos nucas color castaño se bañan en la regadera y la marca del champú está más clara que el color del pelo, borroneado suavemente bajo el agua y el vapor. Otras jóvenes se ocultan tras la sábana blanca que tienden en el patio del penal—nos enteramos que se llama sogueras a las ladronas de poca monta, de ropa colgada. En la madera de una reja descansan naranjas, alineadas como un pelotón redondo, y la presa, de musculosa blanca, apoya sus manos junto a ellas –el orden del penal alcanza a este bodegón de frutas sin pintor posible excepto el fotógrafo. Al lado, un ejército de pavas y cafeteras, impersonales. Una morena de remera abigarrada pinta las uñas de otra, se lee un tatuaje sobre un brazo ("Te amo, Mica"); otra tiene ruleros, un brazo tiñe el pelo de una tercera, la panza de una embarazada exhibe otro tatuaje, una crucificada, y un chico duerme en un camastro al lado de un autito de carrera y un oso de peluche. Uno, lector, elogia la genialidad del retratista (el antiretratista), que supo elegir lo más representativo, aunque sin la menor afinidad o compasión hacia lo enfocado, amoral e idóneo. "Algunas mujeres trabajan en el taller de armado de carpetas. Les pagan $2,37 la hora pero sólo pueden disponer de un 20% del dinero".
El artículo sobre violencia escolar es considerablemente más breve. Casi no se publican fotografías, pero se ve a un rubio que muestra, en una hoja de carpeta, la foto de sus ídolos, "los mafiosos, la repandilla". Tiene nombre y apellido Catherine Méndez (11 años), que lleva la clavícula rota porque una patota de compañeritas la apaleó en la parada del colectivo, pero no la vemos. Al adolescente que mató a tres chicos en Carmen de Patagones se lo sigue llamando Junior, lo que remite al padre como un apéndice imperfecto, un sucedáneo sin caracteres propios. Después, cifras, memorísticas, probatorias de la eficiencia investigativa del redactor: 28129 casos de insultos y humillaciones, 14199 agresiones físicas, 9668 episodios violentos, 1319 casos de violencia. Rara omisión, no se consigna desde cuándo se toman los datos, si son estadísticas bianuales o semestrales, pero sí se anota que sucedió "en el Gran Buenos Aires". Tipismo argentino, se citan situaciones similares en el interior, sin números globales, como si el problema amenazara a la Capital Federal por sóla contigüidad, y el resto, espacialmente remoto, fuera excepcional por la sola lejanía física, o no importara nada.
En la tapa del ejemplar sobre la penitenciaría femenina, se ve una mano que acaba de escribir dos cifras en la palma de la otra. ¿Un celular? ¿Una vieja matrícula de auto? ¿Un dinero guardado o perdido? ¿Una cábala, una apuesta de lotería, una esperanza? La semiología de la prisión se traduce en un gran grafiti tallado sobre la piel, el papel imborrable entre el cuerpo y el mundo exterior. La eternidad instantánea de la carne en un mundo signado por la velocidad y la desatención. La gente también se tatúa fuera del encierro, en la calle donde se mata sin palabras.
La anonimia, dicen, protege. También disminuye, enfría, anula. No se ven personas sino sus símbolos, nadie respira ni vive, sólo posa y pasa. A todas se las observa haciendo lo que haría cualquiera: abrazar un bebé, teñirse, tender la ropa, hasta mostrar la panza de ocho meses. Y allí se acaban las semejanzas. Un robot con anatomía de hembra podría hacer todo eso –excepto, por ahora, parir. A falta de caras, se luce el fotógrafo en cada encuadre para evitarlas. No hay espontaneidad, claro, y sí una contradicción flagrante entre el arte del espía y el horror manso de lo que ha captado. Mientras, los chicos de los colegios públicos y las presidiarias se acercan inquietantemente. Son tumberos a los que la muerte social ya ha borrado los rasgos caracterizadores, supuestamente para protegerlos, o para protegernos de ellos. No sentimos nada hacia sus destinos, porque carecen de lo más intransferible. Los chicos y las chicas están disfrazados de sí mismos. El relato del cronista los resucita a medias, enredado entre las opiniones de los sociólogos y asistentes sociales, los directores de escuela, el Ministro de Educación que, completando el cuadro, explica en parte la deshumanidad. Descentralizada la educación, no tiene escuelas a su cargo pero es ministro de todas ellas. Él es al revés: únicamente tiene cara.
En otra sección del número cuya nota central está dedicada a las presas de Ezeiza, se exhibe un álbum , Especial Relojes. Tampoco hay caras, o se las ve al sesgo, de lejos, difuminadas. Para ellos y ellas. Manos perfectas y delicadas, una sosteniendo una primorosa taza floreada, otra un celular carísimo, una tercera unida a una afeitadora eléctrica de cable enrulado, otra más echando agua en el rostro que no alcanzamos a ver, y –la foto más grande—con una pelota de tenis, mientras la otra aferra la consabida raqueta. Los precios del prestigioso objeto de muñeca trepan hasta los 228$, pero se lee uno de 49$. Project digital, malla de caucho, cronómetro y sumergible. Ah, llego a ver una mano izquierda sobre un note book. El reloj, de "caja redonda, cristal mineral, acero inoxidable y malla de cuero" cuesta 393$. Ningún chico o chica de las notas anteriores tiene reloj, ni siquiera uno barato y descartable. Las cosas siempre fueron más importantes que nosotros, pero depende de las cosas la exhalación de nuestra importancia. Probablemente una de las tumberas yace en su agujero producido por robar un reloj. Los tumberitos de la escuela estatal están allí por no tenerlo. En vez de cara, el Tenista se enguanta de una mano excelsa, propia de quien no empuñó el arma blanca que convirtió en nota de tapa al chico del colegio o a la mujer del presidio. Por contraste, la gente de las fotos se va definiendo según su contexto de objetos, y a nadie se verá jugar al tenis en el patio de la cárcel, salvo que se trate de las Cárceles Ejecutivas que sufragan los mismos estafadores internos, ni será posible encontrar un celular de tapa rebatible en el otro patio, el del colegio público.
Todavía podemos evaluar diferencias. Ellos y ellas, en la producción pro-venta de relojes, son definitivamente modelos pagos, aunque hayan sido seleccionados por portación de Mano Bella menos que por sus rasgos faciales, previsiblemente esbeltos pero inconducentes para el fin de la serie fotográfica, y entonces ausentes. Ningún modelo de la industria publicitaria seguiría un curso, o se operaría, con el propósito de promocionar relojes, pero todos muestran metacarpos perfectos, pues intuímos que no se han aventurado a prácticas manuales desdorosas. Las manos de las chicas de Ezeiza, curtidas de lavandina y quehaceres malpagos, del restregarse de ansiedad aguardando la libertad condicional o la sentencia perpetua, o las manitos de los cuchilleros novicios y el punguista enano de la escuela estatal, no podrían ser contratados para lucir relojes: tal vez estén en sus celdas porque nunca los tuvieron. El tiempo de los modelos de la promo es oro. El tiempo de los presos es barro. No conocen la agenda ni la cita. Apenas, la espera.
Las/los modelos de la escuela y la prisión no fueron puntualmente pagados para mostrar sus costumbres y cuando se ven manos no se comprueba ningún aspecto que previamente las haya hermoseado.
Las palabras pueden mentir. Las fotos, nunca.

Gabriel Cabrejas

lunes, 7 de mayo de 2007

Cinencanto, 3: Cine político 2006, 1

Cine y política a fines del 2006
El viento que acaricia el cine


(La Avispa (Mar del Plata), 6: 34, diciembre 2006, 40-41).

Dos europeos opuestos por el vértice, Roberto Benigni y Ken Loach, mostraron dos versiones inconciliables del compromiso político. Una cacería histórica para incurrir con los puños apretados.

El tigre hervíboro de Benigni. Después del fracaso oceánico de Pinocchio (2002) ese bufo gesticulante y melancólico llamado Roberto Benigni perpetró El tigre y la nieve, engendro inverosímil que nos retrotrae a leer de nuevo, esta vez sin miramientos, la película que le granjeó fama universal hace casi una década, La vita é bella.
Observar con humor la historia para exorcizar sus fantasmas es bastante distinto a tomarle el pelo o hacerle visita de cortesía: dicho de otro modo, una cosa es rescatar la esperanza a través de una actitud zumbona aún en las circunstancias más crueles, y otra cagarse de la risa de la situación donde no cabe sino el llanto o la denuncia. Hay temas en los cuales el chistecito se vuelve frivolidad, la distancia irónica en desentendimiento. Esta vez Benigni ni siquiera deja lugar para polemizar. La vida es bella condenaba, aunque fuera al pasar, a los autores materiales del Holocausto. El tigre apenas se ceba contra Saddam Hussein, roza como una caricia –no como una cachetada—el despropósito criminal de la guerra cruzada contra Irak y pone a los soldados yanquis en función de decorado. Robertino no extraña la paz que se propone defender, la paz tan amenazada a tres mil kilómetros de su heladera: extraña el Oscar.
Es cierto que su mirada no pretende ser realista sino fabuladora, de ensueño, pero eligió mal el camino cuando está hablando de un horror que hoy ni los invasores aprueban. Al director claramente sólo le importa él mismo. No se trata de un poeta perdido en un submundo que niega la poesía, oportunidad que desperdicia hasta el colmo. Simplemente el buenazo de Attilio, el personaje omnipresente que encarna, se interna en el corazón devastado de Bagdad porque se entera de que su mujer idealizada, Vittoria, fue herida durante su labor como corresponsal de guerra –si esa mina labura de periodista en trinchera yo soy Arafat—y el resto transcribe su torpe y voluntariosa peripecia por resucitarla, en coma profundo luego de una explosión asesina. Convencido de su inconfundible personalidad, esta mezcla itálica de Robin Williams con Jim Carrey pasando por el cómico nativo Totó, se inventa escenas todo el tiempo para desplegar su histrionismo, quepa o no en el contexto. Imagina un casamiento en paños menores y se rodea de los rostros digitalizados de Borges, Montale y Yourcenar, descuelgue tan mayúsculo como el libreto; da una clase de poesía a un auditorio universitario que calca de La sociedad de los poetas muertos, se levanta a una profe de inglés que difícilmente habría reparado en él salvo porque es Benigni, y abusa del recurso muy propio de la casualidad imposible, tanto como del gag clownesco y el tropezón exagerado de histeria. En vez de inmiscuirse en los hechos, éstos lo rodean y adornan igual que una arena de circo. Nadie puede querer divertir con la muerte y salir tranquilamente vivo. Un fotograma lo define: la ciudad de las Mil y Una Noches hecha pedazos mientras mira una noche estrellada que cruzan bombas de fósforo parecidas a un festival de fuegos artificiales.
Al espectador, Benigni le escamotea retorcidamente la verdad. Llega a Bagdad en un colectivo destartalado tras el impacto de algún coche bomba y se trepa a un camello que encuentra solo junto a una tapera y en ningún caso se ve un solo muerto. ¿Se habrá hecho asesorar por la oficialista cadena Fox? Encima, insiste en poner de coestrella a su esposa Nicoletta Braschi, la más insípida de las actrices italianas, a la cual el rol de Beatrice de este infierno rengo le va grande de sisa. Y tira a la basura al único actor, el todo terreno Jean Renó, que muy bien encarna a un poeta iraquí exiliado y lleno de angustia, a quien suicida de un plumazo sin previo aviso ni temblor emocional alguno de su parte como amigo.
Va fangulo, caro Roberto. ¿Cuál será tu próximo compromiso? ¿La Juventus contra los hooligans?

La tierra y la libertad de Irlanda. El británico Ken Loach es una mosca blanca, o un dinosairio, según se vea, en un cine mundial tan olvidadizo de la política como il pagliaccio Benigni. Asiduo huésped del Festival de Cannes, esta vez The wind that shakes the barley (El viento que agita la cebada, sería su título literal) le valió al fin la Palma de Oro, coronamiento merecido de una coherencia estilística y moral inclaudicable y de paso firma al pie para el british social realism al que supo adscribirse.
Después de traslucir las penurias de la clase obrera desempleada bajo el thatcherismo durante los 80 y 90 (Riff Raff: 1990; Como caídos del cielo: 1993; Mi nombre es Joe: 1998), y el no lugar de una refugiada nicaragüense y su dificil amor de pareja en La canción de Carla (1995), Loach retoma un tema espinoso desde la izquierda misma, los conflictos entre pares ideológicos, que en Tierra y libertad (95) divisaba entre comunistas y anarquistas –que colapsaron la unidad del bando republicano en la Guerra Civil Española-- y ahora se retrotrae a 1920, a la hambreada e invadida Irlanda, cuya división interna simboliza en dos hermanos de sangre.
Así, Damien (Cillian Murphy), un flamante médico que resigna una rutilante carrera en pos de la resistencia de su pueblo, termina enfrentándose a su hermano Teddy (Pádraic Delaney), cuando el leonino acuerdo que firma Michael Collins, apóstol de la lucha antiinglesa, parte en dos a la isla dibujando un sometimiento protector de los intereses de la burguesía. Loach y su habitual guionista, Paul Laverty, ocupan un cuarto de película en mostrar al enemigo: el asesinato de un granjero adolescente (que no se ve), la tortura de un militante (la pinza arrancauñas) y la soberbia del terrateniente protestante. Pero el resto consiste en cómo se intimiza la violencia en nuestro costado, cómo donde reina la injusticia se acaba siendo injusto, la contradicción, o contra-adicción ideopática característica del siglo veinte problemático y febril. A Damien y Teddy los une lo mismo que ha de separarlos, como qué principio poner delante, si los lazos afectivos o el amor por la causa; cuándo termina el coraje y empieza la crueldad, y sobretodo dónde; y finalmente, cuál modelo de país queremos, si lo tenemos o es solamente otro fantasma digitado."Estudié medicina y ahora le pego un tiro en la cabeza a este hombre. Espero que Irlanda lo valga", sufre Damien al cruzar la última frontera. Teddy, mientras, se pondrá el uniforme verde de la represión y será tarde para ambos. Igual que otros filmes suyos, Loach deja en las figuras femeninas el saldo de cordura y los dolores más irrestañables. Todos son víctimas, pero ellas ponen los muertos.
El viejo Ken insiste sin marearse ni salir de su rumbo. El diálogo entre la Patria Socialista y el "statu quo entretanto", semejante a la discusión entre propiedad común e individual que veíamos en Tierra y... tiene dramatismo de teatro y naturalidad de pieza documental. Frío y narrativo, maniqueo sólo al plantear el contexto para después concentrarse en el dilema ético sin salida de sus criaturas, enseña que el cine social está lejos de agonizar. Ese chauvinista matón de Oliver Stone, tan caido del cielo progre como sus Torres Gemelas, debiera hacer un cursito en su aula de cine. Diría Cortázar: mucho compromiso pero ninguno se casa. Loach es (casi) el only one.

Gabriel Cabrejas

domingo, 6 de mayo de 2007

Dislexia, un amor de historia

Lautaro encendió la puerta de su casa, abrió la luz, y cassetteó el gusto que tanto le escuchaba poner. Se leyó en el sofá y comenzó a recostarse el periódico. Como durmió que se estaba quedando pensado, se enfrió con agua bien bañada. Comió algo de preparar, y en ese instante se amigó de su acordada. La telefoneó por llamado y la caminó a invitar por la ciudad. Ella invitó el agrado muy aceptada y le dijo: —Cámbiame que me espero y nos centramos en la vista.
Cuando se conversaron, encontraron mucho entre el cigarrillo de sus humos, medio de por café. Hasta madrugadas horas de la altura siguieron así…
Momento, en un Lautaro, diciéndose a su lado, le acercó: —Hace mucho que te diría querer esto, pero no me avergonzaba por atrevimiento. Su amiga lo contestó alentando: —Escucha, te hablo.
Lautaro se finalizó, por decisión, y confesando respiro le ahondó: —Ya no soy querer tu novio, sino tu amigo.
¡Oh Lautaro, no esperas cuánto he sabido este momento! —emocionó contestada su ex amiga.
Mientras mataba a esa mujer, la noche besaba tranquilamente, dejando sol a la mañana del paso.

Gustavo Ortiz

Al autor contactar su e-mail los que quieran es: elorni65@hotmail.com

viernes, 4 de mayo de 2007

3º y 4º escenas de La Biblia

Tercera escena:

Regateo de Abraham a Jehová:

Jehová se dispone a destruir a Sodoma y Modorra[i]. Abraham que caminaba junto al señor intenta interceder ante este exterminio. Quiere influir sobre el creador y en este momento nuevamente destructor. Le pregunta:
–¿Destruirás también al justo con el impío? Quizás haya 50 justos en Sodoma.
–No los destruiré si hay 50 justos.
–¿Y si faltasen 5 de los 50?
–No los destruiré por amor a los 45
–Abraham dejaba que las cuentas difíciles las resolviera el señor.
–¿Dijiste 35 señor? ¿Destruirás Sodoma aún habiendo allí 25 justos?
–es que Abraham no les tenía mucha confianza a la moral de los sodomitas.
Insistiendo logra algo casi imposible de creer, ha influido y logra cambiar la decisión de un ser todopoderoso y que todo lo sabe. Abraham un gran negociante[ii]. Aunque la oferta es no matar a nadie si hay diez justos en la aldea lo cierto es que el que decidía cuál era justo o no era Jehová y subiendo sus exigencias igual podía no quedar conforme nunca.

Cuarta escena:

La torre de Babel[iii]. La construcción de un zigurat en Babilonia provoca la ira de Dios (¡¡Otra vez!! El señor tiene pocas pulgas, pulgas que él mismo ha creado...) Dios teme y cree que pueden llegar al cielo (lugar que jamás existió) construyendo una gran torre (70 o 90 m cuando mucho). Por eso los hace hablar en varias lenguas diferentes para que no se comprendan y sigan con los plazos programados de obra (¡que ni en La Biblia se cumplen!). Lo que no cuenta el génesis es que cerca de allí otro grupo, adorador de otro dios, intentaba construir un aparato volador para estrellarlo sobre la alta torre que se estaba construyendo.

Apreciación final: para los cristianos los judíos eran lo más, el pueblo elegido antes de la aparición de Jesús, luego de la irrupción de Cristo pasaron a ser el peor pueblo. De nuevo el pueblo elegido pero para aniquilar o maltratar por los demás pueblos.

Final de esta monografía o monólogo monoteísta.


Sergi Puyol i Rigoll

[i] Las ciudades estaban al sur del Mar Muerto, mar que seguramente fue asesinado también por YHWH.

[ii] Dijo Jimmy Swaggart: “No le regateéis a Cristo. Es un judío.” Jimmy es un famoso predicador electrónico y es primo del rockero Jerry Lee Lewis (Bolas de fuego).

[iii] La torre de Babel era un zigurat (torre escalonada) de Babilonia (Babel).