lunes, 7 de mayo de 2007

Cinencanto, 3: Cine político 2006, 1

Cine y política a fines del 2006
El viento que acaricia el cine


(La Avispa (Mar del Plata), 6: 34, diciembre 2006, 40-41).

Dos europeos opuestos por el vértice, Roberto Benigni y Ken Loach, mostraron dos versiones inconciliables del compromiso político. Una cacería histórica para incurrir con los puños apretados.

El tigre hervíboro de Benigni. Después del fracaso oceánico de Pinocchio (2002) ese bufo gesticulante y melancólico llamado Roberto Benigni perpetró El tigre y la nieve, engendro inverosímil que nos retrotrae a leer de nuevo, esta vez sin miramientos, la película que le granjeó fama universal hace casi una década, La vita é bella.
Observar con humor la historia para exorcizar sus fantasmas es bastante distinto a tomarle el pelo o hacerle visita de cortesía: dicho de otro modo, una cosa es rescatar la esperanza a través de una actitud zumbona aún en las circunstancias más crueles, y otra cagarse de la risa de la situación donde no cabe sino el llanto o la denuncia. Hay temas en los cuales el chistecito se vuelve frivolidad, la distancia irónica en desentendimiento. Esta vez Benigni ni siquiera deja lugar para polemizar. La vida es bella condenaba, aunque fuera al pasar, a los autores materiales del Holocausto. El tigre apenas se ceba contra Saddam Hussein, roza como una caricia –no como una cachetada—el despropósito criminal de la guerra cruzada contra Irak y pone a los soldados yanquis en función de decorado. Robertino no extraña la paz que se propone defender, la paz tan amenazada a tres mil kilómetros de su heladera: extraña el Oscar.
Es cierto que su mirada no pretende ser realista sino fabuladora, de ensueño, pero eligió mal el camino cuando está hablando de un horror que hoy ni los invasores aprueban. Al director claramente sólo le importa él mismo. No se trata de un poeta perdido en un submundo que niega la poesía, oportunidad que desperdicia hasta el colmo. Simplemente el buenazo de Attilio, el personaje omnipresente que encarna, se interna en el corazón devastado de Bagdad porque se entera de que su mujer idealizada, Vittoria, fue herida durante su labor como corresponsal de guerra –si esa mina labura de periodista en trinchera yo soy Arafat—y el resto transcribe su torpe y voluntariosa peripecia por resucitarla, en coma profundo luego de una explosión asesina. Convencido de su inconfundible personalidad, esta mezcla itálica de Robin Williams con Jim Carrey pasando por el cómico nativo Totó, se inventa escenas todo el tiempo para desplegar su histrionismo, quepa o no en el contexto. Imagina un casamiento en paños menores y se rodea de los rostros digitalizados de Borges, Montale y Yourcenar, descuelgue tan mayúsculo como el libreto; da una clase de poesía a un auditorio universitario que calca de La sociedad de los poetas muertos, se levanta a una profe de inglés que difícilmente habría reparado en él salvo porque es Benigni, y abusa del recurso muy propio de la casualidad imposible, tanto como del gag clownesco y el tropezón exagerado de histeria. En vez de inmiscuirse en los hechos, éstos lo rodean y adornan igual que una arena de circo. Nadie puede querer divertir con la muerte y salir tranquilamente vivo. Un fotograma lo define: la ciudad de las Mil y Una Noches hecha pedazos mientras mira una noche estrellada que cruzan bombas de fósforo parecidas a un festival de fuegos artificiales.
Al espectador, Benigni le escamotea retorcidamente la verdad. Llega a Bagdad en un colectivo destartalado tras el impacto de algún coche bomba y se trepa a un camello que encuentra solo junto a una tapera y en ningún caso se ve un solo muerto. ¿Se habrá hecho asesorar por la oficialista cadena Fox? Encima, insiste en poner de coestrella a su esposa Nicoletta Braschi, la más insípida de las actrices italianas, a la cual el rol de Beatrice de este infierno rengo le va grande de sisa. Y tira a la basura al único actor, el todo terreno Jean Renó, que muy bien encarna a un poeta iraquí exiliado y lleno de angustia, a quien suicida de un plumazo sin previo aviso ni temblor emocional alguno de su parte como amigo.
Va fangulo, caro Roberto. ¿Cuál será tu próximo compromiso? ¿La Juventus contra los hooligans?

La tierra y la libertad de Irlanda. El británico Ken Loach es una mosca blanca, o un dinosairio, según se vea, en un cine mundial tan olvidadizo de la política como il pagliaccio Benigni. Asiduo huésped del Festival de Cannes, esta vez The wind that shakes the barley (El viento que agita la cebada, sería su título literal) le valió al fin la Palma de Oro, coronamiento merecido de una coherencia estilística y moral inclaudicable y de paso firma al pie para el british social realism al que supo adscribirse.
Después de traslucir las penurias de la clase obrera desempleada bajo el thatcherismo durante los 80 y 90 (Riff Raff: 1990; Como caídos del cielo: 1993; Mi nombre es Joe: 1998), y el no lugar de una refugiada nicaragüense y su dificil amor de pareja en La canción de Carla (1995), Loach retoma un tema espinoso desde la izquierda misma, los conflictos entre pares ideológicos, que en Tierra y libertad (95) divisaba entre comunistas y anarquistas –que colapsaron la unidad del bando republicano en la Guerra Civil Española-- y ahora se retrotrae a 1920, a la hambreada e invadida Irlanda, cuya división interna simboliza en dos hermanos de sangre.
Así, Damien (Cillian Murphy), un flamante médico que resigna una rutilante carrera en pos de la resistencia de su pueblo, termina enfrentándose a su hermano Teddy (Pádraic Delaney), cuando el leonino acuerdo que firma Michael Collins, apóstol de la lucha antiinglesa, parte en dos a la isla dibujando un sometimiento protector de los intereses de la burguesía. Loach y su habitual guionista, Paul Laverty, ocupan un cuarto de película en mostrar al enemigo: el asesinato de un granjero adolescente (que no se ve), la tortura de un militante (la pinza arrancauñas) y la soberbia del terrateniente protestante. Pero el resto consiste en cómo se intimiza la violencia en nuestro costado, cómo donde reina la injusticia se acaba siendo injusto, la contradicción, o contra-adicción ideopática característica del siglo veinte problemático y febril. A Damien y Teddy los une lo mismo que ha de separarlos, como qué principio poner delante, si los lazos afectivos o el amor por la causa; cuándo termina el coraje y empieza la crueldad, y sobretodo dónde; y finalmente, cuál modelo de país queremos, si lo tenemos o es solamente otro fantasma digitado."Estudié medicina y ahora le pego un tiro en la cabeza a este hombre. Espero que Irlanda lo valga", sufre Damien al cruzar la última frontera. Teddy, mientras, se pondrá el uniforme verde de la represión y será tarde para ambos. Igual que otros filmes suyos, Loach deja en las figuras femeninas el saldo de cordura y los dolores más irrestañables. Todos son víctimas, pero ellas ponen los muertos.
El viejo Ken insiste sin marearse ni salir de su rumbo. El diálogo entre la Patria Socialista y el "statu quo entretanto", semejante a la discusión entre propiedad común e individual que veíamos en Tierra y... tiene dramatismo de teatro y naturalidad de pieza documental. Frío y narrativo, maniqueo sólo al plantear el contexto para después concentrarse en el dilema ético sin salida de sus criaturas, enseña que el cine social está lejos de agonizar. Ese chauvinista matón de Oliver Stone, tan caido del cielo progre como sus Torres Gemelas, debiera hacer un cursito en su aula de cine. Diría Cortázar: mucho compromiso pero ninguno se casa. Loach es (casi) el only one.

Gabriel Cabrejas

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