sábado, 12 de mayo de 2007

Aguadébiles marplatenses (pensamientos de un renegado)

Caras

Una nota en la revista VIVA, "La violencia hace escuela" —(6/12/2005) título sutil y a la vez estúpido— y otra, en la misma revista pero otro número: "24 horas en la cárcel de mujeres de Ezeiza"(27/11/2005). Tienen mucho en común, como una escuela se parecerá siempre a una cárcel, descubrimiento de Foucault que ya resulta obvio por su sola, intangible vigencia. En las fotos no hay rostros: disposiciones legales lo prohíben explícitamente, para proteger a la minoridad en el primer caso y a la identidad de las procesadas o condenadas en el segundo. Inadvertidas, todas terminan en una producción artística, por el interdicto que inhibe del mero retrato automático y obliga al fotógrafo a una pirueta escénica, a un montaje del que invita a participar a las no retratadas, y así, más belleza logra en el producto cuanto menos bella es la realidad representada.
Un cabello rubio cae desde una cucheta y de paso tapa el semblante de otra reclusa en la cucheta inferior. Una madre regordeta abraza a su hijita y se cubre la cara con la de ella, sobre un paisaje de alambradas y una pared gris chorreada de lluvia añeja. Dos nucas color castaño se bañan en la regadera y la marca del champú está más clara que el color del pelo, borroneado suavemente bajo el agua y el vapor. Otras jóvenes se ocultan tras la sábana blanca que tienden en el patio del penal—nos enteramos que se llama sogueras a las ladronas de poca monta, de ropa colgada. En la madera de una reja descansan naranjas, alineadas como un pelotón redondo, y la presa, de musculosa blanca, apoya sus manos junto a ellas –el orden del penal alcanza a este bodegón de frutas sin pintor posible excepto el fotógrafo. Al lado, un ejército de pavas y cafeteras, impersonales. Una morena de remera abigarrada pinta las uñas de otra, se lee un tatuaje sobre un brazo ("Te amo, Mica"); otra tiene ruleros, un brazo tiñe el pelo de una tercera, la panza de una embarazada exhibe otro tatuaje, una crucificada, y un chico duerme en un camastro al lado de un autito de carrera y un oso de peluche. Uno, lector, elogia la genialidad del retratista (el antiretratista), que supo elegir lo más representativo, aunque sin la menor afinidad o compasión hacia lo enfocado, amoral e idóneo. "Algunas mujeres trabajan en el taller de armado de carpetas. Les pagan $2,37 la hora pero sólo pueden disponer de un 20% del dinero".
El artículo sobre violencia escolar es considerablemente más breve. Casi no se publican fotografías, pero se ve a un rubio que muestra, en una hoja de carpeta, la foto de sus ídolos, "los mafiosos, la repandilla". Tiene nombre y apellido Catherine Méndez (11 años), que lleva la clavícula rota porque una patota de compañeritas la apaleó en la parada del colectivo, pero no la vemos. Al adolescente que mató a tres chicos en Carmen de Patagones se lo sigue llamando Junior, lo que remite al padre como un apéndice imperfecto, un sucedáneo sin caracteres propios. Después, cifras, memorísticas, probatorias de la eficiencia investigativa del redactor: 28129 casos de insultos y humillaciones, 14199 agresiones físicas, 9668 episodios violentos, 1319 casos de violencia. Rara omisión, no se consigna desde cuándo se toman los datos, si son estadísticas bianuales o semestrales, pero sí se anota que sucedió "en el Gran Buenos Aires". Tipismo argentino, se citan situaciones similares en el interior, sin números globales, como si el problema amenazara a la Capital Federal por sóla contigüidad, y el resto, espacialmente remoto, fuera excepcional por la sola lejanía física, o no importara nada.
En la tapa del ejemplar sobre la penitenciaría femenina, se ve una mano que acaba de escribir dos cifras en la palma de la otra. ¿Un celular? ¿Una vieja matrícula de auto? ¿Un dinero guardado o perdido? ¿Una cábala, una apuesta de lotería, una esperanza? La semiología de la prisión se traduce en un gran grafiti tallado sobre la piel, el papel imborrable entre el cuerpo y el mundo exterior. La eternidad instantánea de la carne en un mundo signado por la velocidad y la desatención. La gente también se tatúa fuera del encierro, en la calle donde se mata sin palabras.
La anonimia, dicen, protege. También disminuye, enfría, anula. No se ven personas sino sus símbolos, nadie respira ni vive, sólo posa y pasa. A todas se las observa haciendo lo que haría cualquiera: abrazar un bebé, teñirse, tender la ropa, hasta mostrar la panza de ocho meses. Y allí se acaban las semejanzas. Un robot con anatomía de hembra podría hacer todo eso –excepto, por ahora, parir. A falta de caras, se luce el fotógrafo en cada encuadre para evitarlas. No hay espontaneidad, claro, y sí una contradicción flagrante entre el arte del espía y el horror manso de lo que ha captado. Mientras, los chicos de los colegios públicos y las presidiarias se acercan inquietantemente. Son tumberos a los que la muerte social ya ha borrado los rasgos caracterizadores, supuestamente para protegerlos, o para protegernos de ellos. No sentimos nada hacia sus destinos, porque carecen de lo más intransferible. Los chicos y las chicas están disfrazados de sí mismos. El relato del cronista los resucita a medias, enredado entre las opiniones de los sociólogos y asistentes sociales, los directores de escuela, el Ministro de Educación que, completando el cuadro, explica en parte la deshumanidad. Descentralizada la educación, no tiene escuelas a su cargo pero es ministro de todas ellas. Él es al revés: únicamente tiene cara.
En otra sección del número cuya nota central está dedicada a las presas de Ezeiza, se exhibe un álbum , Especial Relojes. Tampoco hay caras, o se las ve al sesgo, de lejos, difuminadas. Para ellos y ellas. Manos perfectas y delicadas, una sosteniendo una primorosa taza floreada, otra un celular carísimo, una tercera unida a una afeitadora eléctrica de cable enrulado, otra más echando agua en el rostro que no alcanzamos a ver, y –la foto más grande—con una pelota de tenis, mientras la otra aferra la consabida raqueta. Los precios del prestigioso objeto de muñeca trepan hasta los 228$, pero se lee uno de 49$. Project digital, malla de caucho, cronómetro y sumergible. Ah, llego a ver una mano izquierda sobre un note book. El reloj, de "caja redonda, cristal mineral, acero inoxidable y malla de cuero" cuesta 393$. Ningún chico o chica de las notas anteriores tiene reloj, ni siquiera uno barato y descartable. Las cosas siempre fueron más importantes que nosotros, pero depende de las cosas la exhalación de nuestra importancia. Probablemente una de las tumberas yace en su agujero producido por robar un reloj. Los tumberitos de la escuela estatal están allí por no tenerlo. En vez de cara, el Tenista se enguanta de una mano excelsa, propia de quien no empuñó el arma blanca que convirtió en nota de tapa al chico del colegio o a la mujer del presidio. Por contraste, la gente de las fotos se va definiendo según su contexto de objetos, y a nadie se verá jugar al tenis en el patio de la cárcel, salvo que se trate de las Cárceles Ejecutivas que sufragan los mismos estafadores internos, ni será posible encontrar un celular de tapa rebatible en el otro patio, el del colegio público.
Todavía podemos evaluar diferencias. Ellos y ellas, en la producción pro-venta de relojes, son definitivamente modelos pagos, aunque hayan sido seleccionados por portación de Mano Bella menos que por sus rasgos faciales, previsiblemente esbeltos pero inconducentes para el fin de la serie fotográfica, y entonces ausentes. Ningún modelo de la industria publicitaria seguiría un curso, o se operaría, con el propósito de promocionar relojes, pero todos muestran metacarpos perfectos, pues intuímos que no se han aventurado a prácticas manuales desdorosas. Las manos de las chicas de Ezeiza, curtidas de lavandina y quehaceres malpagos, del restregarse de ansiedad aguardando la libertad condicional o la sentencia perpetua, o las manitos de los cuchilleros novicios y el punguista enano de la escuela estatal, no podrían ser contratados para lucir relojes: tal vez estén en sus celdas porque nunca los tuvieron. El tiempo de los modelos de la promo es oro. El tiempo de los presos es barro. No conocen la agenda ni la cita. Apenas, la espera.
Las/los modelos de la escuela y la prisión no fueron puntualmente pagados para mostrar sus costumbres y cuando se ven manos no se comprueba ningún aspecto que previamente las haya hermoseado.
Las palabras pueden mentir. Las fotos, nunca.

Gabriel Cabrejas

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