sábado, 31 de enero de 2009

Teatro de un renegado, VIII

Boceto para teatro I, de Samuel Beckett y Mauro Molina
Creo, porque es absurdo



Hacer un Beckett puede ser la clave para distinguir a un director contemporáneo con todas las de la ley, pero también es el riesgo proverbial para actores, de esos que se suben a un cable oscilante sin red abajo: actuar es sencillamente subirse a un Beckett, transformar la perplejidad compleja del absurdo canónico en material fluído apto a la gente, poner un horizonte desbrujulado, casi sin referencias a cualquier drama previo, a la contemplación de un receptor inhabituado a la narración sin expectativas. Mauro Molina y sus criaturas, César Riveros y Facundo Cardosi, nos entregan un Boceto para teatro I inmejorable.
Hubo una única versión lugareña de Esperando a Godot a través de TAM (Teatro de Actores Marplatenses) de Roberto Galvé (1965), aunque su versión, más bien farsesca, no cuajó con el sesgo trágico del autor irlandés en lengua francesa. Claro, Ionesco resulta más digerible, ya que este otro gran profeta del absurdo se tomaba el sinsentido del universo en solfa. Beckett en cambio propone un infinito desgarramiento, sus personajes desesperan de la humana condición, si alguna felicidad cristalizan pertenece definitivamente a un pasado deletéreo y hoy sólo les queda lastimarse, des-entenderse, desovar alcohol sobre las pústulas sangrantes.
La indeterminación reina. Se llama Boceto para teatro I y desorienta a propósito, podría haber tenido cualquier otro título. Mezcla de Godot y Final de partida, los personajes son dos lumpenes como en el primer caso, y lisiados como el protagonista del segundo: éste gobernaba un palacio con criado y estaba igualmente solo y desamparado. Aquí, un capote azul astroso, una sola bota –la otra pierna, atada y descalza, ha sido amputada; del otro lado, un ciego en andrajos, lata de pordiocero, un supuesto violín vendado entero que nunca toca. El conflicto, una amistad improbable entre perdedores, diálogos a medias, discurso retrospectivo de abandónicos sociales que alguna vez tuvieron cierta clase indefinida de gloria o alegría. Parecen veteranos de guerra, y sin duda la perdieron, fuese o no una guerra convencional o la simple vida en sociedad. La humillación y la ternura se alternan: lo poco que se mueve el invidente será para que el otro lo use de caballo o trepe a cochocho. Los actores se especializan en Beckett durante el trascurso. Farfullan, se enciman, entonan una letanía que impulsa a reírse o compadecerse (las dos cosas se dan, y se sienten, al mismo tiempo), lloran y, sobretodo, se arrastran, circulan a saltos, se golpean como en una secuencia de gags del horror. Hay hasta una parodia de discurso científico, propia del dramaturgo de Godot.
En su buceo por Beckett, Molina y sus muchachos encontraron el espíritu exacto del absurdo. Poca iluminación –“la vida en blanco y negro”, dice uno de ellos--, un arenero en el piso del escenario y, brillante hallazgo, dos clepsidras semiocultas arriba, que despiden un delgado hilo de arena que los actores pocas veces llegan a tocar. Lo único constante en ese lamento a dúo es la quintaesencia del polvo, la cortina delgada que cae desde un cielo tan oscuro como ese suelo hecho para el viento. Patricio Contreras, en su versión de Godot (1999) trajeaba a su elenco con ropa de mendigos y llena de tiza, de modo que al moverse y entrecruzarse arrojaban al aire una nube de humo. Igual efecto, pululando en el arenal, logran los personajes en esta puesta, elemental y elocuente a la vez, despojada y sin embargo profundamente expresiva.
Premiado con el Estrella de Mar 2008 al mejor director off, un año después sigue siendo uno de los espectáculos inevitables del teatro marplatense. Molina y los suyos, jóvenes si los hay, consiguen lo que exige el buen drama. Que los espectadores esperemos el próximo.

Gabriel Cabrejas

miércoles, 21 de enero de 2009

Teatro de un renegado, VII

El público, de García Lorca por Daniel Lambertini
Otro Lorca, otro público


Primera e imprescindible aclaración, no porque se trate de una obra de Federico García Lorca hemos de esperar un clásico suyo. No se trata del casi unipersonal de una mujer estéril en medio de la frustración personal y los gravámenes sociales (Yerma). Tampoco la rígida perpetración de la estructura matriarcal y la rebelión que sólo se zanja con la muerte (La casa de Bernarda Alba). Menos aún, el vuelo trágico helénico, ahora de índole viril, de caracteres y destino que entrecruza diálogo y acción (Bodas de sangre). Pues no: El público enraiza en otro contexto dramático, el autorreferencial: el conflicto no convoca psicologías en pugna sino empieza antes, es el teatro volcado sobre sí mismo, naturaleza y fin del arte teatral, sentido/ sinsentido de, simplemente, hacer teatro o, extremando el análisis, no hacerlo. Lorca en esta pieza se plantea como dramaturgo, espolvorea a personajes impropios –Romeo y Julieta--, agrega los integrantes subcutáneos –el maestro de ceremonias, el director y hasta el propio puestista, y reflexiona sobre su trabajo. Adhiere a una estética recurrente del siglo XX, el teatro tema del teatro, del cual su máximo arúspice fue Pirandello.
Segunda aclaración necesaria, no debe aguardarse una actuación, digámoslo así, impregnada de acontecimiento. Insisto, nuestros actores son –todos—portavoces del autor, su choque estriba en enfrentar visiones sobre lo que el teatro es o debería, no hay misterio, ni suspenso, ni ardides entre grupos de personajes, ni gira un episodio en torno a uno o varios. El público consiste en esas obras que no pueden relatarse. Verla, he aquí todo su secreto; entenderla su desafío, nada fácil para un espectador estándar habituado al mero desfile de secuencias e interpretaciones.
Tercera advertencia, estamos en presencia de poesía en movimiento. No sólo por la conducción del homogéneo y exacto grupo de actores debutantes, sino por el lenguaje lorquiano, que por –quizás—única vez trasplanta su estética verbal, la de Romancero gitano e incluso Poeta en Nueva York, al teatro. El Lorca simbolista opera una tremenda ruptura con su propia dramaturgia. El público no se escucha, se bebe, asistimos a un recital poético animado y no a una serie de escenas.
¿Qué méritos tiene, entonces, la audacia de Lambertini y equipo? Muchos, sin duda. Sería suficiente verificar cómo un sexteto de jóvenes alumnos encarna un texto dificilísimo sin repetir y sin soplar, profundamente imbuído del espíritu de la obra, cómo dominan el estrecho círculo y mudan de máscara y vestuario desorientando lo previsible, cómo no se pierden ni una vez en la complejidad que se les plantea. Pero podemos acertar con otros logros. La mise: columnas truncas adornando los ángulos, tiradas entre ristras de laureles: el cuestionamiento total del teatro desde sus orígenes; las máscaras en los rostros que aumenta el distanciamiento, una malla de cascabeles, la representación del Público, del Amor, de la Belleza perdida, Cristo, la música desde un sintetizador furtivo. Vale la pena mencionarlos. Melisa Albisetti (el Público como un cuervo desaprensivo), Leandro Etchevarne (un Jesús simbólico de rojo), Federico Valderrama (el cicerone que nos invita a pasar), Virginia Scola (Julieta y una alegoría viviente del Amor), Jorge Cisneros (el atribulado Director), Mariana Tarrat (La Belleza Perdida). Simplemente, los actores que ya están renovando, revitalizando el teatro marplatense.El propio Lambertini, agazapado delante con su sintetizador, que, no podía ser de otra manera, en algún momento salta hacia el escenario para preguntarse eso: qué teatro debo hacer, el que pueda, el que sienta, basta ser honesto: cuál de los dioses invisibles nunca nombrados pero presentes (¿el mercado, la gente, los colegas…?) me lanzan como ahora a la arena de la palabra y el cuerpo.
Lo más importante. Cómo Daniel y sus discípulos se jugaron a una temporada pasatista –como siempre, en fin—tirándole un guantazo en la cara. Nunca mejor puesto el título. Una obra para crear su propio público, guste o no, obligándolo a pensar, sin concesiones. Osada identidad con el viejo y querido Federico: teatristas que, ante todo, son fieles a sí mismos. Hasta toda consecuencia.

Gabriel Cabrejas

domingo, 18 de enero de 2009

Teatro de un renegado, VI

Ubú un beso único, de Alfred Jarry y Guillermo Yanícola
Un beso de teatro realmente único

Cuando Guillermo Yanícola hacía música en un terceto y conducía un programa de radio por FM Residencias seguramente no sabía que estaba en tren de convertirse, andando la década siguiente, en el director más original y ambicioso de su generación, y en el heredero de la mejor vanguardia de nuestro teatro vernáculo.
Lo que llama la atención de su trabajo es la increíble versatilidad con que lo asume: es de esos teatristas que no tiene una estética determinada sino varias, y en todas deja una estela perdurable como un cometa que nunca cesara de pasar. Ya le había tomado el gusto al absurdo en Disparate, dentro de la vena cómica, pero en Floresta se desmarcaba y prefería la comedia de costumbres, si bien no encastraba del todo en el diálogo convencional de caracteres. El año pasado, a través de Muñiz y otras estaciones, la cuerda que se ponía a percutir era la del clown de narizota, pero mirado de cerca también estrechaba el absurdo situacional: el tren no llega, los siete payasos malcomparten un asiento de andén y la espera, típica horma beckettiana, les imponía una fricción indeseada que sólo alivianaba la risa infinita. Yanícola, de paso, es un sabio armador de teams actorales precisos, donde nadie falta ni sobra.
Con Ubú un beso único, de Alfred Jarry. nuestro adaptador-director formula dos reencuentros, el del origen del absurdo mismo a fines del XIX, la farsa del francés que inaugura un estilo de representación que no tendría paralelo hasta bastante más tarde, y su propia predilección como poeta del teatro hacia el paradigma que mejor le cabe, y que lleva a un extremo exasperado y grandioso. Aún a costa de parecer excesivo, me juego a afirmar que estamos en presencia de la mejor puesta de director marplatense en muchísimos años.
Ubu roi de Jarry (1895) no será tan conocida como Hamlet, pero no necesita prolegómenos. Baste decir que se burla de todas las obras de monarcas nacidas y criadas por la dramaturgia europea, y en simultáneo, critica al Poder, con Mayúsculas, en forma transitiva hacia, incluso, las incipientes democracias, aunque no se vea tan obvio. El prólogo de Lola Bermúdez a la edición que sirvió de base al elenco y figura en el programa de mano lo sintetiza: “Jarry se rebela contra la idea misma de representación, abomina del sentimentalismo y se proclama inestético, burdo, grotesco, material. Celebra lo inhumano del hombre, la destrucción del teatro y sus reglas”. Lo que Yanícola y compañía instauran, ni más ni menos, es otro concepto de teatro, que demuele hasta los escombros, como señala el programa: pone una bomba en el edificio de la escena local y en vez de correr a refugiarse, se queda a ver qué pasa.
Por empezar, una cámara digital que filma y proyecta en directo sobre una larga sábana desplegada, perpendicular, al fondo del escenario. O sea: los actores se turnan manipulándola y su imagen es la escenografía virtual, previamente pensada, que prácticamente llena el espacio. Cuando el Rey o su séquito nombra al pueblo, el lente nos enfoca, y no necesita más para involucrarnos. Después, gente vestida de gala que baila y bebe champán, antes de nuestra llegada y sin presagiar sino una comedia aristocrática. Y al bajar las luces de la platea, se desata la sagrada locura. Sin trastos distinguibles excepto sillones y velas, y una lluvia de serpentinas de papel higiénico –Mierdra!, diría el père Ubu—el despliegue semeja un álbum del actor posmoderno. Match, clown, biomecánica, antiilusionismo, dicción interpretativa parodiada, pantomima... Una auténtica polifonía del actor en acción, violenta y rauda, desmedida, indiscriptible. “¿Por qué no habríamos de imaginar una pieza compuesta directamente en escena?”, se pregunta Artaud, también citado en el programa de mano. Yanícola responde: así. ¿Cómo abordarla, en definitiva, desde la crítica? El plantel de Ubú un beso único va más allá, hasta eliminarla, pues debiéramos asistir a todas las funciones. Cada una de ellas será distinta, a voluntad y expresión del conjunto de criaturas, las cuales habrán de proponer una relación diversa, librados a su propia inspiración instantánea sobre una serie relativa de marcaciones que cada cual reelaborará según el deseo del momento. Para eso, además, los actores se visten de varios rostros intercambiables: Maximiliano Mena es el rey Venceslao, un campesino y un sacerdote palotino; Olivia Diab el zar Alejo y otros dos personajes; Gabriel Celaya el capitán Bordura y un oso, y lo mismo Alejandro Frenkel y Daniela Silva. Sólo son el rey y la reina Sebastián Villar y Paola Belfiore. ¿Serán los mismos mañana, terminarán de serlo mientras encarnan a sus máscaras? ¿Existe, al fin, la máscara?
Y un interrogante ineludible, ¿nos daremos cuenta de que contemplamos un episodio histórico del teatro marplatense? “No fijar, no cristalizar, no repetir, cada puesta única e irrepetible”. La montaña de papel higiénico que casi nos ahoga, el ritmo initerrumpido y demencial, la cámara duplicando los espejos, la competencia corporal de tamaño grupo de actores, la fulguración de lo inesperado, perpetra, rupturista e inquietante como un crimen irresuelto, un texto espectacular que pondrá a todo receptor en un tembladeral.
Irrepetible suponemos este momento. Pero, intuyo, hay una esperanza. Sólo Guillermo Yanícola podrá volver a hacerlo.


Gabriel Cabrejas

Teatro de un renegado, V

Julius, de Marcos Moyano y Viviana Ruiz
De la consolación del teatro


Julius Fucik, para la Historia, es un dirigente checo fusilado por comunista durante la dictadura colaboracionista del nazismo que se abatió sobre Praga en los años de la Segunda Guerra. Para la literatura, entronca en la tradición de los escritores confesionales cuya mejor obra corresponde a sus días de preso: no un Ana Frank que repasaba su cotidianidad oculta y adolescencial mientras iban rumbo al Campo familias enteras de judíos holandeses hasta ser ella misma una de ellos; más bien como Boecio, ejecutado por el bárbaro Teodorico hacia el final de la romanidad, o Silvio Pellico, patriota italiano (Le mie priggioni), y más aún, Antonio Gramsci, el cual reunía dos caracteres de un típico preso del siglo veinte, judío y comunista, y un tercero: víctima del fascismo. Menos doctrinario y profundo que Gramsci, tan nacionalista como Pellico, más comprometido que Ana e igual de intelectual como Pellico, la hoja de ruta terminal de Fucik, llamada Reportaje al pie del cadalso es testimonio febril, sangrante, de una voluntad humana sometida a vejámenes sin cuento que sabe morir de pie y entonando una canción revolucionaria junto al patíbulo, la Victoria del Hombre sobre la anécdota feroz de la muerte autoritaria: He vivido por la alegría, por la alegría he ido a combate, y por la alegría muero, dijo antes de ser acribillado.
Julius, en cambio, para el teatro, convoca las voces que la Historia traspapela, inocula palabras imaginarias pero verosímiles acerca de una situación que el lenguaje del fusilado no contiene, pero hace implícitas. El debut de Marcos Moyano dramaturgo demuestra su experiencia, no sólo la previa de actor, sino la de puestista –no hay narrador teatral válido que no vea su obra como texto espectacular—y la de alumno. Hijo carnal (y ético) de Viviana Ruiz y Mario Moyano, del que recibió en herencia además la edición de Reportaje base, e hijo espiritual de Renzo Casali, del que a su vez conoció una primera pieza sobre Fucik, Memorias de un viejo cerdo, contó un haber de influencias a las que necesitó sólo sumar su talento, éste sí, absolutamente propio.
¿Qué cosa nueva puede decirse, a estas alturas, del comportamiento de torturadores y torturados? Tal vez ninguna: el asunto sigue siendo cómo tratarlos, cómo disponer las moléculas para ofrecer un organismo novedoso que no caiga en lo obvio o lo trivial. Julius da otra vuelta de tuerca sorpresiva, reflexiva a la gramática del horror. Su meta es controversial, porque no se amolda a la tragedia sino al grotesco, única vía de impostación creíble para penetrar en lo que Hannah Arendt denominó la banalidad del mal.
Primero, un maestro de ceremonias cuasi festivo, abriendo de par en par la cortina invisible: después de todo esto no deja de ser teatro. Transgrede la cuarta pared y advierte la autorreferencia, o sea, así escribí la partitura. La desnudez del ladrillo atrás, un armario del que sale, o entra, el asesino, metáfora de la pesadilla intimista, del terror interiorizado en ¿nuestra? vida. Un elástico de cama se convierte en el gran artefacto escénico en mutación, parado forma las rejas de la cárcel. El guardián Adolf Bohm genera la ambigüedad: calvo y de voz estentórea habla de la naturaleza y reparte flores al público. Moyano actuante, brechtiano e hipersensible a un tiempo, pasa del anuncio circense y las piruetas al grito desgarrador del supliciado, en la oscuridad, lo que duplica el margen del espanto. Gusta, la mujer del presidiario (Natalia Alfonsi) media entre el submundo del condenado y la esperanza del aire libre, contiguo y lejanísimo. Bohm, ¿es un cínico henchido de poder o simplemente un idiota con ínfulas, que desprecia y envidia a su víctima? Trepa como un gamo al ropero, suda bajo los spots, renguea y sin embargo cruza el escenario raudamente, presa de su destino. ¿Sabrá que será recordado por matar a quienes mató, y no por la causa que le ordenó matarlos?
Amén del siempre sabio pilotaje de Viviana Ruiz y su compromiso inmanente con el mensaje, nunca aleatorio en ella –“dirigí para sacudir la conciencia acomodada de nuestros días”, tipea en el programa de mano—Julius entrega una formidable revelación: ese Marcelo Scalona que le pone el cuerpo a Bohm. Su pregnancia de actor, el autodominio que despliega, bastaría para identificar la calidad mayúscula de (otro) trabajo difícil de olvidar en el Séptimo Fuego. Habremos de prestarle atención en lo sucesivo, tanto promete y tanto cumple.
Moyano-Casali-Ruiz ojalá vuelvan a dejar incandescente el círculo de terrible magia. Boecio había escrito De la consolación de la filosofía; si como dijo Nietszche tenemos el arte así no morimos de la verdad, la verdad brutal que acabamos de ver temblar ante nuestros ojos podría desentrañarnos una filosofía de la consolación. El teatro, memoria ceremonial, sortilegio interpretativo, vencidos vencedores. Fucik frente al pelotón pensó sin parpadear: hasta la próxima.

Gabriel Cabrejas

jueves, 15 de enero de 2009

Teatro de un renegado, IV

Pero que se vea el mar, de Pablo Mascareño y Graciela Spinelli
El esperpento, de ida y vuelta


No abundan, admitámoslo, las obras de teatro de ambiente marplatense, aunque existen los dramaturgos marplatenses. Será cosa de analizar por qué habiendo tantos, y buenos, no hablan de nuestra ciudad, si bien hablan desde nuestra ciudad. Mientras, tenemos la suerte de contar con Pablo Mascareño, que, complicidad de Graciela Spinelli y El Caldero mediante, botó en plena temporada Pero que se vea el mar.
Y esta vez, estamos de fiesta. Porque es una auténtica celebración para todos semejante dream team de actrices oriundas, reunidas como pocas veces. Conocerlas tanto no menoscaba el disfrute puro de quienes no las vieron antes, pero nos invita la Historia a recordarlas para las generaciones bisoñas. Hablar de Elsa Alegre e Hilda Marcó, hasta hace poco juntas en Se me murió entre los brazos de Alberto Drago –obra exitosa si las hay, puesta y repuesta durante casi veinte años—significa hablar de medio siglo de persistencia en nuestros escenarios: la Línea Fundadora de la dramática local. Sandra Maddoni, Laura Federico, Andrea Chulak y Silvia Fleischmann son más jóvenes, claro, pero constituyen todo un capítulo, también, de la misma vida.
Naturalmente, el equipo que dirige Graciela Spinelli, la sexta histórica, no garantizaría más que salvar con discresión profesional una obra si ésta no acredita por sí misma valores. Sin embargo, además de que parece pensada para ellas, el texto se responsabiliza del lucimiento de todas.
Veamos. Un tren detenido sin fecha de arranque, en el andén de la estación Mar del Plata. Luces que se encienden cuando quieren, basura inmemorial tirada aquí y allá, y la fauna, femenina en este caso, que más allá de la desmesura con que se muestran, pupula nos guste o no en nuestras playas lumpen-gasoleras. De esto hablamos, porque la risa brutal no deja de mirarnos, porque a través del álbum social-zoológico se balea a quemarropa a buena parte de la respetable colonia turística. Sutileza de la puestista, las filas de asientos del vagón se confunden con las sillas del público mismo.
No me tentaré en contar el argumento, que detrás del aparente costumbrismo se desmadra hacia lo siniestro, pero sí debo detenerme en las caras de este grotesco resucitado. Apenas entramos se escuchan sus voces. Marcó y Chulak, dos hermanas solteronas de idéntica remera, la primera sufrida samaritana de la segunda, hipocondríaca, que arrastra un suero y trastabilla; de impecable trajecito salmón (Alegre), vive citando a París pero nadie se explica cómo llegó al clase turista; una beata (Maddoni) con la Biblia a mano, tiene la ropa extrañamente manchada de rojo sangre; la flaquísima histérica de celeste chillón y enterizo (Laura Federico), sube llena de equipaje y se dedica a gritarle a sus hijas; la puta (Fleischmann), sexy veterana, llega a ser la única luz en los apagones, al llevar en la ropa apretada reflectores de bicicleta… Hecha la trama, hecha la trampa. Se viene la farsa de caracteres esperpénticos, hasta que se da el viraje imprevisto y entonces, habrá que reírse de lo espantoso vuelto cotidiano. El trabajo compositivo de las actrices hará todo creíble y a la vez imposible, ridículo y macabro. Equilibrio para expertas, no cabe duda. Luego de convencernos de su juego dan una pirueta en el aire y ya es tarde, quedamos a su merced y gozamos del placer de que hagan con nosotros lo que quieran.
La pieza de Mascareño tiene, no obstante, alguna mácula. Su final demasiado abrupto, en mitad del conflicto, como si ya no supiera cómo seguir o resolverlo. Inexperiencia de autor joven, quizás, que no empaña la suma final. Para que se vea el mar es la comedia marplatense por excelencia, con las mejores actrices que pedir se pueda. Era hora de que nos pasara.


Gabriel Cabrejas

jueves, 8 de enero de 2009

Teatro de un renegado, 3

Esperando el lunes, de Carlos Alsina y Enrique Baigol
Un domingo de fiesta (teatral)

Era justo que Enrique Baigol tuviera una obra para su lucimiento como actor.
Director histórico del teatro marplatense, y uno de los pocos maestros que quedan –aunque odia que le llamen así-- , todos sabíamos de su pregnancia escénica, y las ario escasas veces que lo vimos sobre el rectángulo de luz se las ingenió para dotarse de varios personajes, pero lo suyo hasta ahora había sido controlar el juego junto al sonidista. No vale la pena, claro, repasar un curriculum frondoso como un baobab, desde la legendaria y pionera Cooperativa ABC a la conducción del efímero Teatro Municipal de Comedia y sus propios emprendimientos posteriores incluso en rol de productor: a él se debe en nuestro medio la primera versión de Nuestro fin de semana (Cossa, 1966), una involvidable Cortina de abalorios (Monti, 1983) o la reprise del clásico de Vaccarezza, El conventillo de la paloma (1999), y apenas mencionamos hitos a título informativo.
La memoria selecciona textos espectaculares de poderosa estructura, como Humaitá, escrita y codirigida con Héctor Martiarena (2000), una puesta insoslayable para el historiador de teatro, en el Espacio Nave del Auditorium; allí componía al emperador del Brasil y al cónsul inglés en Paraguay, y se trataba de registros angulares opuestos donde Baigol, sin embargo, braceaba a sus anchas en el río revuelto de criaturas entre cómicas y abyectas, sobre el denuncialismo de la gran vergüenza nacional que fue la Guerra de Triple Alianza. Pero hubo que esperar al lunes, la obra de Carlos Alsina que le alcanzara un socio y alumno, Mario Carneglia. A ojos vista, su mejor trabajo en tanto protagónico, siendo, de nuevo, director.
Esperando el lunes no tiene un argumento sino muchos. En apariencia es el encuentro de un viejo y un joven, el primero zumbón y tramposo y el segundo crédulo e inexperto. Lo que sigue, una comedia de sketches para múltiple exhibición de histriones, y en esto se debe empezar por Martín Cittadino, vaya partener, el cual, en sí mismo, resume toda la formación y la esperanza del teatro oriundo. Cittadino, recordémoslo, fue revelación de El cardenal de Pavlovsky en la versión de otra iluminada de nuestra escena, Viviana Ruiz (2005), y representó a un oficinista en cuya gris rutina irrumpía ex machina un ángel loco (Maximiliano diez años después, de Cassali-Ruiz, 2007); dicho de otro modo, el coequipier perfecto para contrastar al principal sin opacarlo y sin dejar a un tiempo de demostrarse.
El libreto de Carlos Alsina, más que partitura un bosquejo múltiple para ser ahondado e improvisarle encima, trata apenas una dialéctica, el Joven y el Viejo, sin especializarse en didactismo, en la necesidad de enseñanzas recíprocas, aunque algo de eso hay solamente en función de que existan las diferencias que hacen al diálogo de caracteres. Al principio, tal cual planteo del absurdo, son dos personas en un banco de plaza donde el adulto comenta que la “obra de enfrente” nunca avanza. Tampoco el drama en cuanto a acción progresiva, y no hacía falta. El Viejo es bastante raro e imprevisible, y lo único que va a crecer es el grado, precisamente, de locura jovial, de punción de lo insólito. Porque en la escena siguiente el viejo finge ser dealer, cuando en la primera aparecía como consciencia del Joven que espera a una presunta novia, y en lo sucesivo el Viejo olvidará todo lo anterior y en otro se travestirá y de nuevo se volverá irreconocible. Esperando el lunes sorprende tanto como Baigol, un dribblin en el área que desconcierta al defensor-público y patea al palo contrario, instala una imagen fija y luego la desencuadra, como si fueran autores los actores y estuvieran, en el escenario, sacando animales inverosímiles de la galera. Baigol sabe cómo jugar con el Soberano. Se va bailando levemente de cada sketch y en los interludios, el fagot de Elizabeth Gautin logra idéntico efecto que la historia, tocando solos de todo registro mientras nosotros, a unos pasos, aguardamos otro día domingo de fiesta para los ojos.
Así, desde el realismo de la primera escena al disparate de las últimas, de la imitación al teatralismo, Enrique Baigol ha regresado, sin haberse ido nunca. A él lo probablemente lo enoje, pero no queda sino decirle lo de siempre: Muchas gracias, maestro.

Gabriel Cabrejas

martes, 6 de enero de 2009

Teatro de un renegado, 2

Rojos Globos Rojos, de Pavlovsky y Lambertini
Apasionado retrato de una frustración apasionada


Hablar de Ángel Balestrini es hablar de la historia del teatro marplatense, tanto como hablar de Eduardo Pavlovsky es referirse a la historia del teatro argentino; si le sumamos el nombre de Daniel Lambertini habremos logrado un milagro que pocas veces se ve en la nuestros tablados, como que la troica Actor-Autor-Director encontró, dentro de la encrucijada mágica del escenario, la unión química de la cual sólo puede surgir un compuesto formidable.
Para no abundar en detalles, diremos que Balestrini ya trabajaba junto a Jorge Laureti, en el legendario grupo La Manija que nos diera El organito de los hermanos Discépolo (1974), que participó en El reñidero, de De Cecco (1984), Marathon, de Ricardo Monti (1986) y en El debut de la piba de Cayol (1990) otra vez al lado del maestro Laureti, y apenas reseñamos algunas participaciones. En cuanto a Lambertini, renovador del unipersonal a través de sus versiones de Artaud y Shakespeare y su Corazón de comediante, que revisitaba todos sus personajes, será recordado siempre por la conducción de Vincent y los cuervos, de Pacho O´Donnell, hace diez años, quizás la mejor puesta vernácula durante la década pasada. Y así, con la mirada retrovisora le preparamos al espectador los ojos hacia el milagro presente, el que sintoniza experiencia y talento, años de dramaturgia compartida, dominio del discurso y el cuerpo. Avancemos otro trecho y adjuntemos a Pavlovsky: prueba de fuego para actores temerarios, psicodrama y posvanguardia, humor y tragedia en la misma cuerda, denuncia irónica y teatro dentro del teatro.
¿Qué esperar, entonces, de Rojos globos rojos?
El melancólico intérprete que sale al rectángulo de luz encarna todos los actores, como Pavlovsky medita sobre la historia del teatro, rioplatense y en gran medida mundial, en su torturada bifurcación entre arte social y medio de vida, entre su misión cultural –su-misión, diría un lacaniano--desatendida, ignorada, hasta censurada y perseguida, y la labor para sobrevivir del que la ejerce porque la sabe su vocación, su pasión, y en última instancia su destino, y como tal, mitad elegido y mitad resignado. El viejo actor Cardenal, propietario en eterna quiebra del teatro independiente Globos Rojos, y sus dos parteners femeninas, ajadas y entusiastas igual que él, representa al profesional de esta milenaria lucha, la del artista, sin público y con deudas impagables por seguirle insistiendo, que, contra el fracaso que parece lo único estable en su trayectoria, saldrá siempre a enfrentar, infinitamente, el vacío y la soledad, hasta que se apaguen las luces, no las de la sala, sino las de su existencia.
Balestrini-Cardenal viste como un payaso triste, un Chaplin escénico: a rayas y lunares blancos y negros, medias al tono, zapatos polainas y un pelo de mal marrón que se adivina bisoñé, una cebra humana de una especie casi extinta. De rojo y negro también se atavían sus dos ángeles guardianas, alfa y omega intercambiables, sucesivos y yuxtapuestos rostros suyos, desdoblados, amantes y compañeras, su yo triplicado y travestido; la pieza es un monólogo a tres voces, imágenes deformadas en el espejo de la misma suerte. Cardenal no recuerda del todo su época de éxito, si la tuvo. Pero sabe que “tres reflectores de mierda y la cámara negra” que lo protegen y condenan a su paso, son las fronteras de su vida, de la que no puede, ni quiere, extraviarse. Que el teatro lo eligió a él, como él a sus mujeres y viceversa, que no viviría sin él como tampoco vive con él, y saldrá a perder de nuevo con la misma pasión inútil que le depararía un triunfo igual de perecedero.
Pavlovsky se reconoce en cada situación, claro. No hay argumento tradicional, sino un planteo que se extiende a lo ancho y no en longitud, o sea, cabe esperarse todo al no prometer el desarrollo de un conflicto –la obra entera es el conflicto en sí. La resolución escenográfica (responsable Rodrigo Parise) y de vestuario en rojos y negros emparienta a Lambertini con una estética similar, la de Viviana Ruiz en El Cardenal, la otra gran obra pavlovskiana en traducción marplatense. Su criatura lleva el nombre de la otra obra, tendiendo lazos a quien quiera analizarlos.
Si Lambertini se reconoce fácilmente en la marcación actoral –Andrea Chulak y Teresita Rizzi no sólo acompañan, sino lucen de suyo—Balestrini exhibe su grandeza en los cambios de ritmo y lenguaje, en la plasticidad con que pasa de la introspección confesional al capocómico, de la pausa agobiada al gesto feroz, del compás de espera a la acción fìsica en torno a un cuadrado austero, pero expresivo.
A nuestros actores, valga el corolario, no les pasará, ni les está pasando, lo que a los personajes. Al fin un público expectante asiste al pequeño y cálido auditorio de El Caldero, y son mucho más que tres los espectadores que visten la platea de Rojos globos rojos. A la distancia, después de tanta lucha del teatro marplatense, cuyos esfuerzos tanto han mimado la infructuosa esperanza de la obra de Pavlovsky, podemos asegurar que tales frustraciones se superaron. El elenco, el director, el dramaturgo, se lo merecen.


Gabriel Cabrejas

viernes, 2 de enero de 2009

Teatro de un renegado, 1

Después del naufragio, de Pex Frito y Chelo Bentivoglio
Los gritos del silencio

Bienvenidos a la vieja y querida pantomima.
Digamos para empezar que hacía falta. Guillermo Yanícola la experimenta desde el año pasado al perpetrar Muñiz y otras estaciones, multitudinaria y con astillas de absurdo, narices de payaso y los aspavientos gozosos entre ambos sexos. Pero alojarla en el cuerpo de dos actores, dentro del huis clos de una isla desierta, es un golpe de timón y una acrobacia sin red: hay que mantenerse en escena una hora haciendo reir estrangulados de vocales, a pura gestualidad, sintiendo el estruendo de un mar ausente, en andrajos, desplazándose sobre una arena de fantasía de cuatro metros de largo.
Una arpillera raída, un árbol casi abstracto de cartón piedra, un cartelón que chilla S.O.S. y un oso de peluche. Y dos marionetas humanas puestas a elucubrar cómo convivir, sobrevivientes entre el público y el silencio. Alfredo Armoa e Ignacio Aizmendi lo consiguen. Sólo uno grita un par de veces nada y, respecto del otro, este es un pelotudo. Acto seguido, desenvuelven su capacidad para el gag al acecho, mutan de piel y de lugar, mientras entretienen a la muerte alzan los brazos a un barco fugitivo, se enciman y aíslan, imitan a una mujer seductora o a animales salvajes que no vemos pero se nos aparecen. Se tejen las secuencias, los sketches, la ancha espera de esa nada gritada. También es la nuestra. ¿Vendrá el rescate? ¿Valdrá la pena? ¿Realmente importa? El disfrute está en mirarlos.
La promoción previa de Después del naufragio, del autor local Pex Frito, cita a la Segunda Guerra Mundial y la salvación aparente de una isla a la deriva; el sonido ambiente nos cuenta que tal vez cayó la Ocupación y ganaron los Aliados. La vaga indumentaria desastrosa recuerda una fajina de combate, el final de todo, hasta de la vida misma. Pero son imposturas, pretextos ambientales, pues interesa este transcurrir de actores formidables, la gloria del teatro en imágenes, donde no dialogan las bocas sino un par de semblantes tan asombrosamente plásticos que lo único a lamentar será que la obra finalice...
Marcelo Chelo Bentivoglio, responsable de la mise, ex integrante del elenco de Blanca CaracciaPassion (1992), la hilarante sátira sobre Shakespeare Shakespirado (1993) y un Hamlet estilo shakespirado (2000)—se caracteriza por ser un puestista fuera de la común, al punto de especializarse en conducir teams de intérpretes con capacidades disminuidas, como el Primer Elenco Marplatense de Actores Sordos y Oyentes, que en 1998 posibilitó ¿A qué estamos jugando? Una sutileza inteligente, suya y de la administración de El Séptimo Fuego: nunca dice, salvo al terminar la representación, que el dueto Armoa/Aizmendi son hipoacúsicos, su estrategia para privarnos de indulgencias mal entendidas y predisponernos entonces a una lectura complaciente acerca de dos impresionantes actores. Sólo después de tasar, sin advertencias, semejantes performances, nos enteramos, lo cual, lógicamente, amplía la magnitud de su aventura, que de cualquier forma valía por sí misma. En Hollywood, tan hipócrita en sus parámetros sobre las minorías, la actriz sorda Marlee Martin se acreditaba un Oscar hace veinte años por hacer... de sordomuda. La goleada de Chelo, salvando las distancias, consiste en que sus hombres sean actores, y demuestren así lo que significa, de regreso, ser hombres, ni más ni menos. Cuando abunda el talento, el resto son detalles.
No revelamos un secreto: revelamos un discreto. Algún día de estos se escribirá la historia del teatro marplatense y Bentivoglio y sus dos extraordinarios –sí, extra-ordinarios en varios sentidos-profesionales habrán escrito sin palabras una página indeleble.


Gabriel Cabrejas