jueves, 15 de enero de 2009

Teatro de un renegado, IV

Pero que se vea el mar, de Pablo Mascareño y Graciela Spinelli
El esperpento, de ida y vuelta


No abundan, admitámoslo, las obras de teatro de ambiente marplatense, aunque existen los dramaturgos marplatenses. Será cosa de analizar por qué habiendo tantos, y buenos, no hablan de nuestra ciudad, si bien hablan desde nuestra ciudad. Mientras, tenemos la suerte de contar con Pablo Mascareño, que, complicidad de Graciela Spinelli y El Caldero mediante, botó en plena temporada Pero que se vea el mar.
Y esta vez, estamos de fiesta. Porque es una auténtica celebración para todos semejante dream team de actrices oriundas, reunidas como pocas veces. Conocerlas tanto no menoscaba el disfrute puro de quienes no las vieron antes, pero nos invita la Historia a recordarlas para las generaciones bisoñas. Hablar de Elsa Alegre e Hilda Marcó, hasta hace poco juntas en Se me murió entre los brazos de Alberto Drago –obra exitosa si las hay, puesta y repuesta durante casi veinte años—significa hablar de medio siglo de persistencia en nuestros escenarios: la Línea Fundadora de la dramática local. Sandra Maddoni, Laura Federico, Andrea Chulak y Silvia Fleischmann son más jóvenes, claro, pero constituyen todo un capítulo, también, de la misma vida.
Naturalmente, el equipo que dirige Graciela Spinelli, la sexta histórica, no garantizaría más que salvar con discresión profesional una obra si ésta no acredita por sí misma valores. Sin embargo, además de que parece pensada para ellas, el texto se responsabiliza del lucimiento de todas.
Veamos. Un tren detenido sin fecha de arranque, en el andén de la estación Mar del Plata. Luces que se encienden cuando quieren, basura inmemorial tirada aquí y allá, y la fauna, femenina en este caso, que más allá de la desmesura con que se muestran, pupula nos guste o no en nuestras playas lumpen-gasoleras. De esto hablamos, porque la risa brutal no deja de mirarnos, porque a través del álbum social-zoológico se balea a quemarropa a buena parte de la respetable colonia turística. Sutileza de la puestista, las filas de asientos del vagón se confunden con las sillas del público mismo.
No me tentaré en contar el argumento, que detrás del aparente costumbrismo se desmadra hacia lo siniestro, pero sí debo detenerme en las caras de este grotesco resucitado. Apenas entramos se escuchan sus voces. Marcó y Chulak, dos hermanas solteronas de idéntica remera, la primera sufrida samaritana de la segunda, hipocondríaca, que arrastra un suero y trastabilla; de impecable trajecito salmón (Alegre), vive citando a París pero nadie se explica cómo llegó al clase turista; una beata (Maddoni) con la Biblia a mano, tiene la ropa extrañamente manchada de rojo sangre; la flaquísima histérica de celeste chillón y enterizo (Laura Federico), sube llena de equipaje y se dedica a gritarle a sus hijas; la puta (Fleischmann), sexy veterana, llega a ser la única luz en los apagones, al llevar en la ropa apretada reflectores de bicicleta… Hecha la trama, hecha la trampa. Se viene la farsa de caracteres esperpénticos, hasta que se da el viraje imprevisto y entonces, habrá que reírse de lo espantoso vuelto cotidiano. El trabajo compositivo de las actrices hará todo creíble y a la vez imposible, ridículo y macabro. Equilibrio para expertas, no cabe duda. Luego de convencernos de su juego dan una pirueta en el aire y ya es tarde, quedamos a su merced y gozamos del placer de que hagan con nosotros lo que quieran.
La pieza de Mascareño tiene, no obstante, alguna mácula. Su final demasiado abrupto, en mitad del conflicto, como si ya no supiera cómo seguir o resolverlo. Inexperiencia de autor joven, quizás, que no empaña la suma final. Para que se vea el mar es la comedia marplatense por excelencia, con las mejores actrices que pedir se pueda. Era hora de que nos pasara.


Gabriel Cabrejas

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