domingo, 30 de diciembre de 2012

Clickeando Eli Chin (Humor)

vos te facebook
el se faceback
yo faseo
ellos hacen terapia
no encajo en nosotros

(el orden de los pronombres
no altera la conexión)

me longevo sin señal
me rutino de ajenos
profetas en internet
con el pubis intacto

contacto
script en el alma
reiniciar...
the Blog is the new diario íntimo
el Twiter, la conciencia universal
de los Nautas, el Darma: Now..!

desabrochate un par de teclas, putita
urge lamer esos puertos
y enterrar el pendrive,
Enter y acabás...
abriendo las carpetas.

Chao Cle Men

viernes, 21 de diciembre de 2012

Reneguéitor apocalipticus

Reflexiones para después del fin del mundo

  Primero, las religiones son finalistas por el hecho de ser eso, religiones. Llámese Juicio Final, Armaggedon, Tierra-sin-Mal, profecías mayas y aztecas, y un largo etcétera, si no proponen tarde o temprano una eternidad de premio/castigo y un fin general de las calamidades terrestres—ninguna pudo resolver el problema de la muerte, sólo procurar y ofrecer explicaciones-consuelo, igual que las filosofías—sencillamente no tiene sentido postularlas, ni creer en ellas. Alguien, y Algo, debe castigar y premiar a los que queremos, y debe ser para siempre, porque para la vida están las sanciones humanas. Y debe ser para todos. Si el dolor no puede terminar en medio de cada vida individual, sometidos al azar y al destino, siendo el destino la forma racional del azar, sí debiera acabar de una vez por todas más allá de la muerte imponderable. La religión se sostiene en una promesa, pero no la pedestre del marido a la esposa o del socio empresarial a otro, sino una Promesa hecha por Dios, por lo tanto rigurosamente cumplible e inevitable, y no en el tiempo sino fuera de él. Y así ha de llegar el Momento en que el Dios se manifieste a todos y no a cada uno, no al aspirante a Santo, el vidente o el iluminado sino a los que permanecemos en la trivial oscuridad. Que cada uno de nosotros vaya al Cielo o al Infierno es una creencia: que la efímera tierra y su devenir sean liquidados a fin de que solamente existan Cielo e Infierno es una idea afirmativa, una propuesta coherente que cierra un sistema de creencias. Sin un futuro absoluto, frente al presente relativo, la religión consiste en apenas supersticiones. Esto no incluye al budismo, el hinduísmo, el Tao o la mitología grecorromana. Aquí, los dioses están en guerra entre sí, o se neutralizan mutuamente y ninguno es superior a otro, como para tener el poder decisorio sobre los demás dioses; hay reencarnación cíclica perpetua. Ciertas religiones, que convendría llamar cultos, ya que operan en el marco de un monoteísmo global, se autojustifican cuando se leen desde el final, como los Mormones o los Testigos de Jehová. Repiten las categorías socio-antropológicas de la selección natural, que en su caso sería divina, después del gran cataclismo. Lucha de clases y lucha entre clasificados.
  Segundo, el fin del mundo está sucediendo, y es resultado de otro mito finalista pero histórico, el del progreso. Las ideologías económicas, versión laica de la religión, creen que seremos todos felices por obra del Mercado o la Revolución, sin fin material del mundo pero con la esperanza (activa) en que la evolución de la sociedad política llevará a una justicia distributiva tal que no hará falta ninguna otra después. Lentamente, gracias a la inteligencia, la capacitación y el merecimiento, tendremos los bienes que nos fueron negados durante siglos, o rápidamente, mediante un atrevido golpe de timón decisorio modificador de las circunstancias sociales, se obtendría básicamente lo mismo, siempre para todos. Pero, el progreso hacia ese nuevo mundo, que se percibía como producto del Hombre Nuevo y a su vez lo creaba, no se ha cumplido. En cambio, la tecnología que lo haría posible o los aprestos autoritarios para que suceda, llevaron a un callejón sin salida inverso: el mundo objetivo que pisamos en vez de abastecernos infinitamente estaría a punto de desaparecer tal cual lo conocimos. Efecto invernáculo, contaminación, extinción de especies y hábitats, violencia y guerras focalizadas, armas químicas-atómicas-bacteriológicas, agotamiento de recursos naturales, superpoblación… Está pasando. Antes se trataba de cambiar el mundo en vez de interpretarlo: ahora, hay que salvarlo, y de nosotros. Tenemos mayor conciencia ecológica, y mientras tanto seguimos consumiendo antes de que todo se agote, a sabiendas de que se agotará más rápido. Pero al menos habremos disfrutado del progreso. La religión puede mentir; millones de cadáveres obesos, no.
  Y tercero, ¿de qué hablamos al hablar de fin del mundo? En realidad, lo que podría desaparecer es el hombre, no su Planeta, que puede vivir sin nosotros, y nosotros no sin él. El diagnóstico que acabo de describir sólo puede llevar a la destrucción de la progrenie bípeda, sin agua potable ni oxígeno, ni alimentos o progreso. Claramente, una vez evaporados nosotros de la superficie terrícola, la naturaleza habrá de regenerarse, sin humanos que la vulneren, maltraten o abusen y agosten. “Seguirá girando alrededor del sol otros cuatro mil millones de años” (Bernardo Toro, pensador colombiano). ¿O lo hace gracias a nosotros? Tanto la geodicea-cosmogónica religiosa como la teoría científica evolutiva coinciden: primero estuvo la Oscuridad, luego la luz, después el paisaje y al final el Hombre. De modo que sucedería exactamente al revés: primero el Hombre —para quien Dios hizo la Tierra, y entonces no la destruiría primero—y luego la Naturaleza, que sin su huésped-creído-en-Propietario, seguirá su curso sin amenaza de aniquilarse sola. Al contrario: hubo glaciaciones que, dicen, barrieron con lo existente, y se recuperó aunque no fuera la misma de antes. Podrá recuperarse, pues, sin apuro ni exigencias de rendir frutos a nadie. Lógico, no habrá soja y los cerdos comerán otra cosa, o mutarán. Nadie explotará el oro, el hierro y el uranio, pero las jirafas sobrevivientes no lo necesitarán. Nadie comprará más androids táctiles, pero el perro sólo extrañará a su amo. Los animales continuarán reproduciéndose y nadie los comerá, o se comerán entre sí como antes, y habrá más venados para más leones, y éstos para aquellos. Ninguna ley del más fuerte: volverá a haber yaguaretés puesto que nadie les deglutirá el menú de mamíferos. History Channel lo demostró con escenas virtuales futuristas —Life after people—: la Estatua de la Libertad cubierta de enredaderas, el Coliseo casi invisible de musgo y hiedra, el pastito saliendo de las grietas de Abbey Road. Hollywood, creación humanísima, imagina meteoritos precipitándose y destrozando todo a la vez, océanos y rascacielos. La paranoia es otra creación cultural; algunos pueblos la aman más que otros. No se sabe si algún planeta lejano, y sólo conocemos a los del sistema solar, haya sido pateado alguna vez por un promontorio estelar. ¿Tan importantes seremos que los primeros seríamos nosotros? Probable, pero no posible. Incluso con extraterrestres y ataques de monoblocks galácticos, hasta Hollywood imagina que sería pasajero, aunque catastrófico a escala. Luego, vendría el recomienzo, maltrechos los habitantes, menos en número, mejor posteados en el reparto, más cansados y heroicos, y seguramente americanos.
  Por las dudas, tenga pago el ABL.


Gabriel Cabrejas

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Presentimiento

me excedí de brújula
complaciente hasta la decepción
esperé tus ratos
a tres mareas de lo exacto
sin embargo ningún qué
olió mis aullidos

ningunea la tarde
seis estrofas de lluvia
promesa y cuarto después

galopé el baldío
donde escondí tus ojos
huellas de una canción perdida

sembré espejos virtuales
sólo para orbitar esa piel
sin embargo apedreaste mi barbarie

he babeado demasiados recuerdos
para que no existas,

Chao Kle Men

lunes, 17 de diciembre de 2012

El bestia y la tecno

-¿cómo te llamás?
-información clasificada
-¿cuántos años tenés?
-base de datos no disponible
-¿de qué signo sos?
-ingrese clave antes de entrar
-¿vamos a garchar?
-acceso denegado

por Brad Pitbull

jueves, 13 de diciembre de 2012

Teatro de un renegado, 2012-3

García Lorca según Mónaco


Hermanos de sangre



  Federico García Lorca es, valga la redundancia porque tanto se ha dicho, el último trágico español en estado puro, el heredero de los griegos climatizado a la soleada, y también lúgubre, Andalucía, la de los pueblos blancos de Serrat, esa del “hilo y aguja para las hembras, látigo y mula para el varón” —consigna, implacable, Bernarda Alba. Un submundo de rencores y deseos soterrados en una tierra labrantía reseca y dura como los corazones de sus victimarios, bajo una luna llena manchada de rojo, atavismos eslabonados en venganzas familiares, honra hispánica casi medievalista y reconcentrada en el qué dirán, soledad final, agonía. Bodas de sangre (1933) anuncia el autoritarismo matriarcal de La casa de Bernarda Alba (1936), pero en su caso el drama ya ha sucedido y amenaza reciclarse, y, marcado a fuego el destino, su espera consiste en la obra. Nada de la melancolía de Doña Rosita la soltera (1935), ni la letanía extensa y unipersonal de Yerma (1934), el himno nostálgico de la fidelidad y el autoengaño (La zapatera prodigiosa, 1930) o el heroísmo y la virtud femenina a la vez (Mariana Pineda, 1927). El fresco social, hombres incluidos, hace de Bodas la más integral de sus piezas, la que contempla el bosque a través de cada árbol. De allí la elección de nuestro Antonio Mónaco.

  Mónaco reproduce su método acostumbrado, cuando parece estar todo dicho en materia de puestas lorquianas. Ni rematadamente naturalista y obsesivamente simbólico, quebrando la convención previsible desde la entrada pero eliminando trastos: la cámara negra de El Séptimo Fuego vuelve a cumplir la función encomendada de desnudar por completo el círculo, inserto en la desolación necesaria del contexto argumental. “Lorca sabía que no debía sólo hablar de azucenas, sino cubrirse de barro hasta la cintura, para después mirar las azucenas”. Eso dice el director mismo, al presentar la obra antes de re-presentarla. Dicta a sus actores las primeras líneas, que ellos retoman; brechtiano como él solo, fiel a sí, y echa a andar la tremenda fábula. Sus intérpretes mueven las plataformas, mutan la escena, y, oscurecida, se vuelven pueblo. Plegarias, murmullos, revelan el inmovilismo, la resignación general a los sucesos. La tragedia, colectiva. Al revés de la helénica, el fatum no decide el carácter, sino éste al fatum, moderno consanguíneo de Shakespeare. Las pasiones esperan latentes su momento de dar el zarpazo de revancha, y la cadena no termina, nunca. El duelo origina otro. A diferencia del inglés, el granadino no aísla en el individuo la acción desestabilizadora, sino que aquél obedece a una lógica irracional ínsita en su sociedad. Todos sostienen la culpa, todos son a un tiempo Yago y Otelo, los Macbeth, el rey Lear. No hay bien ni mal. Las categorías dejan de ser metafísicas y se arraigan en sociales. La fatalidad, una forma de cultura, por lo tanto hereditaria, sin nadie capaz de romperla. El ansia de libertad y sexo, así, no puede sino estallar en violencia.

  Silvia Urquía se calza otro papel a su exacta medida, y sin desparpajo, conmueve. No la acompaña mal, salvando las distancias, Agustina Anzoátegui, la novia, y sus deseos truncos que sin embargo desatan el horror. Si algo debemos reprocharle a Mónaco en esta ocasión, es la asimetría de los jóvenes actores, que no se observan tan maduros y eficaces, o, mejor, a la altura de los principales. Claro, cuestión de afianzamiento en el ejercicio —dejo constancia, asistí al estreno. Citémoslos: Agustín Barovero, Marcela Cardoso, Beatriz Moriondo, Damián Chiurazzi y Paula Costa.

  Don Antonio, eso sí, deja lucirse parejamente al conjunto, reservándose el lugar secundario que corresponde al texto. Que sus actores encarnen varios roles refuerza la idea del hado plural, intercambiable. Austera, sin histrionismos, frugal, la puesta significa un nuevo aporte del gran teatrista marplatense, a su propia trayectoria y, como si fuera poco, al devenir de nuestro teatro.



Mag. Gabriel Cabrejas

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Sensualidad de la Incógnita

Sos tan Barbie
tan oculta en vos
delgada, altiva
filamento de espuma

sos tan in, intínseca
nada te vulnera
siquiera el espejo
que rompés a menudo

sin embargo te veo
y hay ganas de acabar
en esa piel tan blanca

sos tan Cleopatra
me excitas y no podría
soportarte más de tres cogidas

la noche animal cae al embeleso
y luego te asesina

debería superar tal incongruencia
o jamás recibiré redención

y me volveré partícula.


Vittorio Marchelo



viernes, 7 de diciembre de 2012

Obertura Transurbana

de sombra ocurrí, al menos memoria
para espantar al gnomo de los escalofríos

retrotraigo a la fase adictiva
de cuestionar quienes soy
sabiendo desde casi siempre
que la pregunta conspira
hasta ahorcar cada simulacro

estoy inapetente de certezas
ya no ladro razones
algo escindió la parábola,
sólo veo parias dudando
en qué esquina suicidarse

dios nos queda lejos

en este espejo de cotidianeidad
resumo la perspectiva entre flecos
esquivos,
la máscara que rota descendientes
abre milenios de culpa genética

alguien se arroja desde un balcón
hacia niñez,  mientras cae
recuerda cuando los colores ensuciaban
el papel donde dibujó la muerte
insospechada en el entonces

acuarela roja en la vereda

amalgama de un mismo demonio
voy oculto en la valija que un extraño
olvidará en un país inexistente

tantas versiones de mí.


Jean Marcel Clementí

Reflexiones de un reneguéitor, 2012

Críticos y cinéfilos




  Puede ser una obviedad o, al revés, un rebuscamiento, pero no es lo mismo ser crítico que ser cinéfilo.

  En principio, una categoría profesional: el crítico suele aparecer adscripto a un medio, gráfico-televisivo-radial, vive rentado, viaja a todos los festivales —dependiendo de la carrera/medio que alcanzó—y sufre la sospecha de cholulismo, incompetencia o corrupción, acusaciones, o adjetivaciones, que le achaca el cinéfilo, el cual se jacta de su independencia, erudición y sanidad moral, aunque su actitud deriva de masticadas y rumiantes envidias y resentimientos: le gustaría gozar de las ventajas comparativas, ganar un sueldo, tener una carrera e itinerar a través del mundo, simplemente porque se lo merece y el crítico le usurpa ese lugar de privilegio. En rigor, los dos saben más o menos lo mismo, pero el crítico pierde (o gana, según se vea) su tiempo viendo el cine comercial, al que lo invitan las distribuidoras en sesiones privadas que el cinéfilo debiera pagar o agenciarse, y no le queda mucho para mirar fuera de ese limitado circuito. Eso sí, su participación en los Festicine le permite conocer lo que al cinéfilo le cuesta, con excepción de los Bafici, en los cuales seguramente ambos se encuentran y se saludan a dientes apretados y manos estrechadas hasta el dolor.

  El cinéfilo, un exquisito excluyente, se formó de muy joven en la bizarría, el mudo, los inéditos, los incunables o inconseguibles, el film perdido, de culto, exótico, censurado. Un buscador de exclusividades que basa en ser uno de los pocos su poderosa autoestima. Sobre ese material construye su propia poética, y a partir de ella no sólo sentencia cualquier otro producto filmado, sino define el cine entero. Cuando escribe una crítica cinéfila, o cinéfoba, condena antes que juzgar, pues él, solo, sabe de qué se trata el arte y esa individualidad no cumple los requisitos mínimos. Escribe en dos casos manteniendo idéntica tesitura: o demuele impiadosamente sin importarle la estética del director, que, desde el arranque, carece de alguna, o de alguna válida, o redacta la contracrítica, es decir, una crítica elogiosa, a veces desmedida, de la película, como refracción espontánea a la que ya leyó del profesional, esa que, coincidente con otros profesionales, aplaude al cine comercial. El cinéfilo procura que no se note el hecho de hablar de él. En Descubriendo a Forrester, el escritor Sean Connery se queja no sin rencor: “Unos tipos que no podrían escribir tres palabras originales destruyen en una línea el trabajo de toda una vida”. También hay críticos literarios y bibliófilos.

  A veces se los reconoce por portación de cara o aspecto anatómico. El crítico es formal, alguna vez se calzó un traje, se hizo bon vivant de tanto representar a su medio en el extranjero, adaptable al glamour de Cannes o la Berlinale, donde cree lo esperan aunque lo ignoran; a lo sumo lo utilizan para premiar y vender una pieza, y su dineral de costos, a la distribuidora, monopólicamente americana y dirigida por gerentes de variadas nacionalidades. Se lo encasilla como hombre maduro, fan del cine de Hollywood, fetichista de las viejas actrices, nostálgico de las salas de barrio, coleccionista de souvenirs visuales tanto como de los que trajo de sus innúmeros paseos. No abomina de lo nuevo, sino lo mira con desconfianza de zorro viejo, de tan habituado a las falsas promesas, los oportunistas, los genios de una sola película, los imberbes soberbios que creen haberlo inventado todo o, peor, que el cine nació junto a ellos. “El cine es un ticket de avión”, ironizaba Manuel Antín, uno de los incumplidos pretenciosos de la pantalla argentina. El cinéfilo es un drácula que succiona celuloide líquido, muy flaco o bastante gordo, alimentado al aire cerrado de los auditorios o la asistencia chatarra del que no puede contemplar un film y cenar. Pálido, anteojudo, descuidado, onda nerd, solterón por imposibilidad de compartir pasiones salvo que se case con otro/a cinéfilo/a o su esposa/marido sea lo contrario absoluto y no le importe nada, tiene dificultades para distinguir día de noche y el tiempo se traduce apenas en el horario de comienzo. Llega a creer que la felicidad-vida real es el cine y lo que lo rodea (gente, novia, laburo, convivencia, economía, política, dólar, privatizaciones, robots o mujaidines) es ficción pura a la espera de convertirse en plano secuencia. Cuando conversa, un asunto equis de la cotidianidad lo relaciona, de inmediato, a los argumentos, actores, tomas o fades de su experiencia como espectador.

  El cinéfilo puede estar casado y está siempre solo: ¿quién lo acompañaría a ver eso? El crítico va al cine de estreno con su mujer, cuya opinión le interesa, o finge, sabiendo de que además de los críticos existen los espectadores. Su rival sale apurado de la sala para meterse en otra, o comentarle a sus amigos, catecúmenos de la misma religión, el despropósito o la maravilla que acaba de presenciar y sus eventuales compañeros de sala, pobres infelices, no entendieron.

  Sin embargo, el crítico está más solo en su oficio. Si se dedica sólo al cine y no es crítico de espectáculos no va diariamente a la redacción ni a su columna radial, y su opinión, hoy en día, puede enviarla vía mail. El cinéfilo, que escribe pero no necesariamente publica, pertenece a una hermandad semisecreta, reconfortada en su exclusión elegida por la estética de cenáculo, riéndose de la gilada que venera becerros de barro y orgullosos de pensar muy distinto a la masa, en la que insertan, naturalmente, al crítico, legitimador de vendehumos. Muchas veces adoran a un pater, pedagogo espontáneo, cineclubista inveterado que les baja las buenas nuevas y las buenas viejas, los reeduca si vienen con alguna deformación mercantil y al que escuchan con arrobo e inferioridad. Él y ellos se retroalimentan, el líder necesita pichones que lo hagan sentir especial y ellos una deidad confirmadora, y consagratoria, de su diferencia correlativa. No les enseña a ser resentidos, les dice que esto es bueno. Después de todo es normal sentirse integrante de una elite en esta democracia universal que tiende a aplanar contra el capitalismo (realmente) triunfante, y cualquier característica estúpida o innoble sirve a fin de establecer fronteras defensoras de nuestro frágil ego.

  Críticos y cinéfilos, eso sí, se educan en soledad. Escuelas, academias y claustros los forman, pero si no lo hacen ellos acudiendo a cuanta película se les cruce, o decidan cruzar, nunca sabrán mucho, y aún sabiendo, jamás sabrán lo suficiente. Ocurre que se seguirá filmando y, se teme, cada vez más, y no mejor, gracias a las facilidades de la tecno, léanse celulares HD, webcams, cámaras foto-filmadoras portátiles y vaya a saberse, amén de que miles de filmes del pasado aguardan subirse a la red, los canales de cable y las ediciones legales o piratas, y muy probablemente no vimos, ni veremos, ninguno. La histeria tras ver lo que nadie más verá, las cinematografías alternativas o de países emergentes o sumergentes, grilla de apretadísima programación en los Festindependientes, desafía la cordura del cinéfilo y deprime la más pausada vitalidad del crítico, y los dos pierden. Filmes y libros se reproducen incluso hacia atrás: ni viviendo cuatro vidas de cien años observaremos o leeremos todo lo ya filmado/escrito para ser criti-cinéfilos completos o enciclopédicos, o al menos satisfechos. Actualizarse es sembrar en el agua. Los archivos virtuales remplazan la memoria humana al ser la suma y sigue de memorias personales. Pronto, un androide escribirá automáticamente sobre una database, robando textos a críticos y cinéfilos, y el desdén, la mutua impugnación y los salarios pasarán al olvido. El androide no envidia ni compite, y, primero y principal, no cobra.

Gabriel Cabrejas



Poema de un amigo

"Deseo poesía en estado puro
   pero sólo desentierro cofres vacíos" VC

Estimado Aladino-Víctor
que andás por las arenas
de los desiertos cotidianos
"infrigiendo poemas a la muerte"
debo contarte:

que aquella "mujer fantasía"
(que dormía vestida de Chanel Nº 5)
ha abandonado el barco;

que tus monedas redundantes
han hecho ricos a los 
padres de todos los huérfanos
(que nunca verán las estrellas);

que los mendigos, en vez
de socializar el hechizo, 
lo han vendido y hoy
cotizan en bolsa con Utopía S.A.;

Cenicienta huyó con
el mayoral de la carroza y
luego inició juicio de divorcio al príncipe;

no hay nada en estado puro,
ni la poesía, 
todo tiene barro
alrededor de los cofres vacíos.

Un cronópico abrazo.  


 Luis Carlos Aguirre


martes, 4 de diciembre de 2012

Cine de un renegado, 2012

Cine argentino 2012


Obediencias de vidas



Al cine argento lo asaltan las generales de la ley cultural: mucha producción y pocos consumidores, aserto válido al menos para él y la literatura. No faltarán nunca cineastas ni escritores, miríadas de filmes y novelas, demasiadas para el quantum de lectores y espectadores. Subsidiados por la cuota fija de cada localidad vendida, los egresados de las escuelas realizan, y luego estrenan en las contadas salas que se les fijan, y a veces ganan premios. Las tres cintas que reseñamos tuvieron buen destino comercial, y fueron en 2012 lo más destacado.



Diario de un cura urbano. Pablo Trapero representa al cineasta argentino dueño de un corpus coherente y personal, insobornablemente fiel a su estilo e irradiador de una óptica social hoy por hoy excepcional. Mundo grúa (1999) se hincaba en las changas informales de un desempleado, Familia rodante (2004) minaba en la transhumancia los pequeños achaques del medio pelo y, despuès, en Leonera (2009) y Carancho (2011) los estigmas de la marginalidad y las corruptelas de la ley como caras de una moneda. Ahora, Elefante blanco se interna en los pasillos de las villas porteñas, el subgénero lumpen que tuvo en la Argentina hospedajes bienintencionados e incompletos. Detrás de un largo muro (Demare, 1958), Los inundados (Birri, 1962), Perros de la noche (Teo Kofman, 1986), transitan la mera condescendencia, el pintoresquismo tramposo o la lisa y llana sordidez, pero sólo Trapero parece fusionar, lejos ya del discurso ideológico pre o pos setentista, la aleación de los distintos actores sociales en el territorio villero, in situ, nunca como observador exterior y sí mediante el aguijón del semi-documental. El capellán tercermundista (o su descendiente), la asistente social, los narcos en guerra directa, la policía omnipresente como un coro griego, los planes de vivienda con la financiación siempre misteriosamente escamoteada, el piquete de vecinos cuando se hartan, y, la salsa hirviendo del regatón y la cumbia, la lluvia más lluvia de todas y los neumáticos ardientes. Una villa que se trasciende para empinar una suerte de alegoría de la sociedad, sólo que vista mediante su sector invisible, el que no queremos ver.

Imágenes sin palabras. Una tomografía para el cura (Ricardo Darín/Julián), el sollozo de otro cura, éste belga, fugitivo de una matanza de indios en el Amazonas peruano y penitente eterno por ello (Jérémie Renier/Nicolás) y la panorámica del animal del título: la osamenta edilicia del que se soñaba el hospital más grande de Latinoamérica en época del primer Perón y hace años alberga a trescientas familias homeless, fumadores de paco y transas. Hay un tercer personaje en concordia, Martina Gusmán (la asistente social Luciana). Los tres, a su modo, delegados de la clase media educada, diploma terciario y caparazón habituado a la lucha y la correspondiente desilusión. Poco nuevo puede decirse del lugar que les toca, que Trapero y sus guionistas (Alejandro Fadel, Martín Mauregui, Santiago Mitre) urden fusionando tres villas en una —la 31 de Retiro, Ciudad Oculta, Rodrigo Bueno—, procedimiento nada fortuito, pues se vinculan las históricas y las recientes.

Algunas escenas se saben resolver cámara en mano, como si parodiara involuntariamente Policías en acción. Nicolás recorre el dantesco laberinto de callejuelas y parece perderse, y con él nosotros, en la búsqueda de un cadáver. Un dato, el cana morochazo dice al presbìtero Julián “usted sabe que acá son todos delincuentes”… Del lado del poder se adquiere hasta el discurso borrando el origen. En forma deliberada no se filman las cocinas de paco y se evitan los primeros planos; el nervio del docudrama típico de Trapero sigue su curso.

Parte de la urdimbre argumental hace agua, empero. El cura enfermo terminal y por lo tanto dispuesto al sacrificio cristiano, el sexo entre Nicolás y Luciana que fisura el celibato, y el previsible desenlace general le quita efectividad, lo que no existía en sus películas anteriores. El fatalismo congénito que acaece a los pobres termina imponiendo sus leyes, o sucumbiría a las tentaciones inconvincentes del happy end. Claro, no podía ser optimista y concesiva, si bien el regreso de Nicolás implica que la pelea continúa, y se cumple la suplencia, en términos católicos, el vicariato, de un sacerdote por otro.

Exceptuando los baches, la avenida Trapero confirma su histórica pavimentación, la de un cineasta seguro de su estilo, uno de los pocos inconfundibles de la vialidad cinematográfica argentina.

El niño del maní con chocolate. Infancia clandestina es más una autobiografía ficcional, un tratamiento de terapia para su director, Benjamín Ávila, que un producto integralmente logrado, si bien gozó de una manija óptima, como la cofinanciación de la radiotelevisión pública y la miniconsagración de postularla enseguida hacia el Oscar, en tanto representante nacional a la más grande, o la más popular, compulsa cinematográfica del mundo. Difícil dirimir mejores, no ha sido un año muy exitoso ni hubo, en realidad, películas inolvidables. Infancia tiene lo suyo, sin embargo, y sobre todo, cierra bien pensando lo que Hollywood valora, o al menos espera, de la industria latinoamericana: política antisistema, derechos humanos, narración intensa, incluso heroísmo. De allí a merecer la estatuilla hay un trecho, pero son esos los códigos que suele mensurar a la hora de elegir entre las cinco candidatas finales.

Primera impresión, no es una apología del montonerismo, mal que le pese a los gorilas de la crítica. Cómo repercute en una familia tipo de clase media el compromiso ideológico activo de sus padres, durante aquella peregrina contraofensiva de 1979, capitaneada desde el exilio por la cúpula que no se ensució de sangre y mandó al muere a unos cuantos más amén de los ya secuestrados y desaparecidos, puede llamarse todo una audacia, y en eso consiste su mayor aporte. Ávila no abre juicio, los grupos de tareas no dan la cara en ningún momento, no se discute política ni llueven muertos entonando canciones de combate excepto en dibujos que remplazan filmarlos con actores vivos. Al director le interesa ajustar cuentas alrededor de su pasado, él mismo es el Juan/Ernesto de su trama, su ejercicio parece una catarsis psicoanalítica y nosotros somos en cada butaca si no sus terapeutas, sí sus testigos. Quizás precisamente en esta perspectiva transita la gran debilidad de Infancia, que dio pábulo a maljuzgarla como tendenciosa, pues le habría faltado el catálogo de la autocrítica, dado el hecho de un contraataque autista destinado irreversiblemente al fracaso en plena dictadura. Aún así, la guerrilla hizo suficiente de eso en libros que no leemos pero deberíamos, y una película no necesariamente lo exige1. En cualquier caso, abre un panorama interesante al artista futuro, como convocar un tema inexplorado dentro de la revisión de un pasado que duele.

La historia oficial (Puenzo, 1984) era un drama acerca de apropiadores; éste, sobre apropiados. El punto de vista graba la última puntada del cine político vernáculo, de denunciar la represión ilegal hasta ensayar un capítulo en la etapa de los reprimidos, igualmente observado desde el interior del hogar. Porque los represores y los combatientes son personas casadas con hijos —y ahí se terminan las semejanzas. Mientras los chicos van al cole o al parque de diversiones, se enamoran o festejan un cumpleaños, se respira el aire tóxico de la persecuta, las emboscadas, la cita envenenada, la caída de compañeros. Infancia funciona como una bomba de relojería que, lo adivinamos, explota en algun instante y no sabemos a qué hora. Ávila maneja hábilmente los pasajes de relajación y de tensión, y, todavía mejor, elude el golpe bajo y la identificación fácil. El comic irrumpe relatando en imágenes las escenas de violencia, ocluye la posibilidad de emocionalismo, pasa del relato intimista a la crónica, y sigue. No deja de verse irónica la pérdida de identidad de Juancito, obligado por la clandestinidad paterna a usar un sosías y recuerdos falsos, cuando será ese su destino durante años una vez aniquilados sus padres.

El casting resulta más efectivo que sobrevaluar actuaciones. El tío canchero y solterón que no puede faltar en el bildungsfilme (léase: film de iniciación, niño subiendo a la fuerza al tren adulto) de Ernesto Alterio se ve correcto. La mamá joven, tierna y recia a la vez tal cual corresponde a una militante-maternal, de Natalia Oreiro sin maquillaje, también. El adolescente Teo García Moreno probablemente nunca sea actor, no se complica haciendo de él y se extraña que no llore nunca. La pátina de calidad y experiencia parece brindarla Cristina Banegas, una abuela que, lo ignora, sería Abuela en brevísimo lapso.

Queda la sensación de que otra película podría haberse postulado camino al Oscar, pero no sabemos cuál2.



Una comedia generacional. Días de vinilo de Gabriel Nesci apuesta fuerte en un terreno deficitario de nuestro cine, la comedia. Juan Taratuto y Damián Scifrón venían haciendo punta sin miedo a las descalificaciones. Nuevamente ayuda, y mucho, el casting inmejorable. Y la mirada sobre estos tan numerosos adolescentes tardíos, renuentes a sentar cabeza, anclados y tozudos en sus pasiones frustradas: los bípedos de entre 30 y 40 cuya consolidada inmadurez se muestra siempre superada, con creces, por el crecimiento de sus parejas femeninas, a varios metros de distancia de ellos en compromiso, vocación y lucidez. No son violentos ni ambiciosos, simplemente no saben lo que quieren pero lo quieren ya, e insisten donde les va mal. Diálogos deliciosos, actuaciones sin mácula, ritmo estudiado, estructuran a Días, una de las mejores comedias de los últimos años.

Debe leerse desde el final, en cuanto un video del 2002, espejo retrospectivo, les arroja a la cara en la fiesta de casamiento a los cuatro amigos cuarentones los sueños truncos, la agenda incumplida diez años después, y el desplome de discos a través de la ventana cierra el círculo de sus historias, cuando, de chicos, se encontraban con una lluvia de plástico similar y recogían esos objetos redondos cuyas vidas marcarían. Fernán Mirás (Luciano), el dj hipocondríaco y apasionado de mujeres imposibles a las que no le cierran; Gastón Pauls (Damián), guionista taciturno, que escribe un texto más tachado que finalizado; Rafael Spregelburd (Facundo), autor de shingles en un cementerio privado a falta de mejor destino como compositor, e Ignacio Toselli (Marcelo), fan de los Beatles y su banda tributo, acosado por la sombra de una Yoko Ono igual de japonesa pero nacida en Colombia. Los cruzamientos, accidentes infinitos, paranoias y zancadillas mutuas rinden plácemes a esta típica amistad masculina, tironeada de, lógicamente, competencias asordinadas y disputas por el perímetro de territorio, que los vuelve a todos risibles y patéticos, mientras las féminas que los rodean, a la inversa, derrochan racionalidad, sabiduría y buenos consejos, porque la histeria, las dudas y la candidez son ahora patrimonio intransferible del macho en declive. Y a cambio, nada de madres sobreprotectoras

Inés Efrón (Vera), tan dulce ella, es una compañera de fierro aunque el atribulado Damián la vive esquivando; la intelectual Carolina Pelleritti y su gélida presencia contrasta con su baja autoestima. Emilia Attías (Lila), la cantante trepadora y sexy de mil amantes, Maricel Álvarez, la casadera con algún desliz, y Akemi Nakamura (Yenny), la Yoko caribeña, plantean un álbum de la nueva mujer —o la eterna que preferíamos negar. Nesci, experto en la sit com, que conoció a Pauls en Todos contra Juan, revela a un comediógrafo de alta escuela. No tiene nada de malo jugar a la comedia americana, aquí bastante superior a las ñoñas y rumiantes tonteras de Hollywood. Incluso, para aplacar a la crítica, engarza una sutileza: las objeciones al guión que teclea Pauls/Damián conllevan la propia lectura de Días de vinilo, rúbrica elegante y oblicua hacia los que, se prevé, le reprocharán la frivolidad o los desaciertos. Leonardo Sbaraglia se da el lujo de tomarse el pelo, actuando de sí mismo, y completa lo que llamamos elenco perfecto.

Qué bueno, romper el molde de un cine culposo, empujado regularmente a la política, el costumbrismo o los silencios existenciales. Todo cabe: el cine merece también obediencias de vida.



Mag. Gabriel Cabrejas

Gabcab2003@yahoo.com.ar


1 Remito a volúmenes de historia redactados desde dentro por la militancia, que no ahorra detalle alguno sobre la actitud, la metodología y los gruesos errores de los altos mandos guerrilleros antes y después del golpe del 76. Luis Mattini (seudónimo de Arnold Kremer): Hombres y mujeres del PRT-ERP. De Tucumán a La Tablada. De la Campana, 1996. Juan Gasparini: Montoneros, final de cuentas. De la Campana, 1999. Eduardo Anguita y Martín Caparrós: La voluntad. Una historia de la militancia revolucionaria en la Argentina (tomos 3 y 4: Norma, 1999 y reedición 2010), Pilar Calveiro: Política y/o violencia.Una aproximación a la guerrilla de los 70. Norma: 2005.




2 Según se supo, las postulantes fueron Las Acacias, premiado film de Pablo Giorgelli; Elvis, de Armando Bo nieto y Elefante blanco.




Oculta detrás de vos

a un caramelo de distancia
advertí esos labios
hembra leve
condenada a rocío perpetuo

me tenés recuerdo
asumo la displicencia
poco importa telaraña en el baldío

ataste lo sensual
a un barrilete de excusas
y no aprendiste del viento.


Viktor Clementov