martes, 4 de diciembre de 2012

Cine de un renegado, 2012

Cine argentino 2012


Obediencias de vidas



Al cine argento lo asaltan las generales de la ley cultural: mucha producción y pocos consumidores, aserto válido al menos para él y la literatura. No faltarán nunca cineastas ni escritores, miríadas de filmes y novelas, demasiadas para el quantum de lectores y espectadores. Subsidiados por la cuota fija de cada localidad vendida, los egresados de las escuelas realizan, y luego estrenan en las contadas salas que se les fijan, y a veces ganan premios. Las tres cintas que reseñamos tuvieron buen destino comercial, y fueron en 2012 lo más destacado.



Diario de un cura urbano. Pablo Trapero representa al cineasta argentino dueño de un corpus coherente y personal, insobornablemente fiel a su estilo e irradiador de una óptica social hoy por hoy excepcional. Mundo grúa (1999) se hincaba en las changas informales de un desempleado, Familia rodante (2004) minaba en la transhumancia los pequeños achaques del medio pelo y, despuès, en Leonera (2009) y Carancho (2011) los estigmas de la marginalidad y las corruptelas de la ley como caras de una moneda. Ahora, Elefante blanco se interna en los pasillos de las villas porteñas, el subgénero lumpen que tuvo en la Argentina hospedajes bienintencionados e incompletos. Detrás de un largo muro (Demare, 1958), Los inundados (Birri, 1962), Perros de la noche (Teo Kofman, 1986), transitan la mera condescendencia, el pintoresquismo tramposo o la lisa y llana sordidez, pero sólo Trapero parece fusionar, lejos ya del discurso ideológico pre o pos setentista, la aleación de los distintos actores sociales en el territorio villero, in situ, nunca como observador exterior y sí mediante el aguijón del semi-documental. El capellán tercermundista (o su descendiente), la asistente social, los narcos en guerra directa, la policía omnipresente como un coro griego, los planes de vivienda con la financiación siempre misteriosamente escamoteada, el piquete de vecinos cuando se hartan, y, la salsa hirviendo del regatón y la cumbia, la lluvia más lluvia de todas y los neumáticos ardientes. Una villa que se trasciende para empinar una suerte de alegoría de la sociedad, sólo que vista mediante su sector invisible, el que no queremos ver.

Imágenes sin palabras. Una tomografía para el cura (Ricardo Darín/Julián), el sollozo de otro cura, éste belga, fugitivo de una matanza de indios en el Amazonas peruano y penitente eterno por ello (Jérémie Renier/Nicolás) y la panorámica del animal del título: la osamenta edilicia del que se soñaba el hospital más grande de Latinoamérica en época del primer Perón y hace años alberga a trescientas familias homeless, fumadores de paco y transas. Hay un tercer personaje en concordia, Martina Gusmán (la asistente social Luciana). Los tres, a su modo, delegados de la clase media educada, diploma terciario y caparazón habituado a la lucha y la correspondiente desilusión. Poco nuevo puede decirse del lugar que les toca, que Trapero y sus guionistas (Alejandro Fadel, Martín Mauregui, Santiago Mitre) urden fusionando tres villas en una —la 31 de Retiro, Ciudad Oculta, Rodrigo Bueno—, procedimiento nada fortuito, pues se vinculan las históricas y las recientes.

Algunas escenas se saben resolver cámara en mano, como si parodiara involuntariamente Policías en acción. Nicolás recorre el dantesco laberinto de callejuelas y parece perderse, y con él nosotros, en la búsqueda de un cadáver. Un dato, el cana morochazo dice al presbìtero Julián “usted sabe que acá son todos delincuentes”… Del lado del poder se adquiere hasta el discurso borrando el origen. En forma deliberada no se filman las cocinas de paco y se evitan los primeros planos; el nervio del docudrama típico de Trapero sigue su curso.

Parte de la urdimbre argumental hace agua, empero. El cura enfermo terminal y por lo tanto dispuesto al sacrificio cristiano, el sexo entre Nicolás y Luciana que fisura el celibato, y el previsible desenlace general le quita efectividad, lo que no existía en sus películas anteriores. El fatalismo congénito que acaece a los pobres termina imponiendo sus leyes, o sucumbiría a las tentaciones inconvincentes del happy end. Claro, no podía ser optimista y concesiva, si bien el regreso de Nicolás implica que la pelea continúa, y se cumple la suplencia, en términos católicos, el vicariato, de un sacerdote por otro.

Exceptuando los baches, la avenida Trapero confirma su histórica pavimentación, la de un cineasta seguro de su estilo, uno de los pocos inconfundibles de la vialidad cinematográfica argentina.

El niño del maní con chocolate. Infancia clandestina es más una autobiografía ficcional, un tratamiento de terapia para su director, Benjamín Ávila, que un producto integralmente logrado, si bien gozó de una manija óptima, como la cofinanciación de la radiotelevisión pública y la miniconsagración de postularla enseguida hacia el Oscar, en tanto representante nacional a la más grande, o la más popular, compulsa cinematográfica del mundo. Difícil dirimir mejores, no ha sido un año muy exitoso ni hubo, en realidad, películas inolvidables. Infancia tiene lo suyo, sin embargo, y sobre todo, cierra bien pensando lo que Hollywood valora, o al menos espera, de la industria latinoamericana: política antisistema, derechos humanos, narración intensa, incluso heroísmo. De allí a merecer la estatuilla hay un trecho, pero son esos los códigos que suele mensurar a la hora de elegir entre las cinco candidatas finales.

Primera impresión, no es una apología del montonerismo, mal que le pese a los gorilas de la crítica. Cómo repercute en una familia tipo de clase media el compromiso ideológico activo de sus padres, durante aquella peregrina contraofensiva de 1979, capitaneada desde el exilio por la cúpula que no se ensució de sangre y mandó al muere a unos cuantos más amén de los ya secuestrados y desaparecidos, puede llamarse todo una audacia, y en eso consiste su mayor aporte. Ávila no abre juicio, los grupos de tareas no dan la cara en ningún momento, no se discute política ni llueven muertos entonando canciones de combate excepto en dibujos que remplazan filmarlos con actores vivos. Al director le interesa ajustar cuentas alrededor de su pasado, él mismo es el Juan/Ernesto de su trama, su ejercicio parece una catarsis psicoanalítica y nosotros somos en cada butaca si no sus terapeutas, sí sus testigos. Quizás precisamente en esta perspectiva transita la gran debilidad de Infancia, que dio pábulo a maljuzgarla como tendenciosa, pues le habría faltado el catálogo de la autocrítica, dado el hecho de un contraataque autista destinado irreversiblemente al fracaso en plena dictadura. Aún así, la guerrilla hizo suficiente de eso en libros que no leemos pero deberíamos, y una película no necesariamente lo exige1. En cualquier caso, abre un panorama interesante al artista futuro, como convocar un tema inexplorado dentro de la revisión de un pasado que duele.

La historia oficial (Puenzo, 1984) era un drama acerca de apropiadores; éste, sobre apropiados. El punto de vista graba la última puntada del cine político vernáculo, de denunciar la represión ilegal hasta ensayar un capítulo en la etapa de los reprimidos, igualmente observado desde el interior del hogar. Porque los represores y los combatientes son personas casadas con hijos —y ahí se terminan las semejanzas. Mientras los chicos van al cole o al parque de diversiones, se enamoran o festejan un cumpleaños, se respira el aire tóxico de la persecuta, las emboscadas, la cita envenenada, la caída de compañeros. Infancia funciona como una bomba de relojería que, lo adivinamos, explota en algun instante y no sabemos a qué hora. Ávila maneja hábilmente los pasajes de relajación y de tensión, y, todavía mejor, elude el golpe bajo y la identificación fácil. El comic irrumpe relatando en imágenes las escenas de violencia, ocluye la posibilidad de emocionalismo, pasa del relato intimista a la crónica, y sigue. No deja de verse irónica la pérdida de identidad de Juancito, obligado por la clandestinidad paterna a usar un sosías y recuerdos falsos, cuando será ese su destino durante años una vez aniquilados sus padres.

El casting resulta más efectivo que sobrevaluar actuaciones. El tío canchero y solterón que no puede faltar en el bildungsfilme (léase: film de iniciación, niño subiendo a la fuerza al tren adulto) de Ernesto Alterio se ve correcto. La mamá joven, tierna y recia a la vez tal cual corresponde a una militante-maternal, de Natalia Oreiro sin maquillaje, también. El adolescente Teo García Moreno probablemente nunca sea actor, no se complica haciendo de él y se extraña que no llore nunca. La pátina de calidad y experiencia parece brindarla Cristina Banegas, una abuela que, lo ignora, sería Abuela en brevísimo lapso.

Queda la sensación de que otra película podría haberse postulado camino al Oscar, pero no sabemos cuál2.



Una comedia generacional. Días de vinilo de Gabriel Nesci apuesta fuerte en un terreno deficitario de nuestro cine, la comedia. Juan Taratuto y Damián Scifrón venían haciendo punta sin miedo a las descalificaciones. Nuevamente ayuda, y mucho, el casting inmejorable. Y la mirada sobre estos tan numerosos adolescentes tardíos, renuentes a sentar cabeza, anclados y tozudos en sus pasiones frustradas: los bípedos de entre 30 y 40 cuya consolidada inmadurez se muestra siempre superada, con creces, por el crecimiento de sus parejas femeninas, a varios metros de distancia de ellos en compromiso, vocación y lucidez. No son violentos ni ambiciosos, simplemente no saben lo que quieren pero lo quieren ya, e insisten donde les va mal. Diálogos deliciosos, actuaciones sin mácula, ritmo estudiado, estructuran a Días, una de las mejores comedias de los últimos años.

Debe leerse desde el final, en cuanto un video del 2002, espejo retrospectivo, les arroja a la cara en la fiesta de casamiento a los cuatro amigos cuarentones los sueños truncos, la agenda incumplida diez años después, y el desplome de discos a través de la ventana cierra el círculo de sus historias, cuando, de chicos, se encontraban con una lluvia de plástico similar y recogían esos objetos redondos cuyas vidas marcarían. Fernán Mirás (Luciano), el dj hipocondríaco y apasionado de mujeres imposibles a las que no le cierran; Gastón Pauls (Damián), guionista taciturno, que escribe un texto más tachado que finalizado; Rafael Spregelburd (Facundo), autor de shingles en un cementerio privado a falta de mejor destino como compositor, e Ignacio Toselli (Marcelo), fan de los Beatles y su banda tributo, acosado por la sombra de una Yoko Ono igual de japonesa pero nacida en Colombia. Los cruzamientos, accidentes infinitos, paranoias y zancadillas mutuas rinden plácemes a esta típica amistad masculina, tironeada de, lógicamente, competencias asordinadas y disputas por el perímetro de territorio, que los vuelve a todos risibles y patéticos, mientras las féminas que los rodean, a la inversa, derrochan racionalidad, sabiduría y buenos consejos, porque la histeria, las dudas y la candidez son ahora patrimonio intransferible del macho en declive. Y a cambio, nada de madres sobreprotectoras

Inés Efrón (Vera), tan dulce ella, es una compañera de fierro aunque el atribulado Damián la vive esquivando; la intelectual Carolina Pelleritti y su gélida presencia contrasta con su baja autoestima. Emilia Attías (Lila), la cantante trepadora y sexy de mil amantes, Maricel Álvarez, la casadera con algún desliz, y Akemi Nakamura (Yenny), la Yoko caribeña, plantean un álbum de la nueva mujer —o la eterna que preferíamos negar. Nesci, experto en la sit com, que conoció a Pauls en Todos contra Juan, revela a un comediógrafo de alta escuela. No tiene nada de malo jugar a la comedia americana, aquí bastante superior a las ñoñas y rumiantes tonteras de Hollywood. Incluso, para aplacar a la crítica, engarza una sutileza: las objeciones al guión que teclea Pauls/Damián conllevan la propia lectura de Días de vinilo, rúbrica elegante y oblicua hacia los que, se prevé, le reprocharán la frivolidad o los desaciertos. Leonardo Sbaraglia se da el lujo de tomarse el pelo, actuando de sí mismo, y completa lo que llamamos elenco perfecto.

Qué bueno, romper el molde de un cine culposo, empujado regularmente a la política, el costumbrismo o los silencios existenciales. Todo cabe: el cine merece también obediencias de vida.



Mag. Gabriel Cabrejas

Gabcab2003@yahoo.com.ar


1 Remito a volúmenes de historia redactados desde dentro por la militancia, que no ahorra detalle alguno sobre la actitud, la metodología y los gruesos errores de los altos mandos guerrilleros antes y después del golpe del 76. Luis Mattini (seudónimo de Arnold Kremer): Hombres y mujeres del PRT-ERP. De Tucumán a La Tablada. De la Campana, 1996. Juan Gasparini: Montoneros, final de cuentas. De la Campana, 1999. Eduardo Anguita y Martín Caparrós: La voluntad. Una historia de la militancia revolucionaria en la Argentina (tomos 3 y 4: Norma, 1999 y reedición 2010), Pilar Calveiro: Política y/o violencia.Una aproximación a la guerrilla de los 70. Norma: 2005.




2 Según se supo, las postulantes fueron Las Acacias, premiado film de Pablo Giorgelli; Elvis, de Armando Bo nieto y Elefante blanco.




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