viernes, 21 de diciembre de 2012

Reneguéitor apocalipticus

Reflexiones para después del fin del mundo

  Primero, las religiones son finalistas por el hecho de ser eso, religiones. Llámese Juicio Final, Armaggedon, Tierra-sin-Mal, profecías mayas y aztecas, y un largo etcétera, si no proponen tarde o temprano una eternidad de premio/castigo y un fin general de las calamidades terrestres—ninguna pudo resolver el problema de la muerte, sólo procurar y ofrecer explicaciones-consuelo, igual que las filosofías—sencillamente no tiene sentido postularlas, ni creer en ellas. Alguien, y Algo, debe castigar y premiar a los que queremos, y debe ser para siempre, porque para la vida están las sanciones humanas. Y debe ser para todos. Si el dolor no puede terminar en medio de cada vida individual, sometidos al azar y al destino, siendo el destino la forma racional del azar, sí debiera acabar de una vez por todas más allá de la muerte imponderable. La religión se sostiene en una promesa, pero no la pedestre del marido a la esposa o del socio empresarial a otro, sino una Promesa hecha por Dios, por lo tanto rigurosamente cumplible e inevitable, y no en el tiempo sino fuera de él. Y así ha de llegar el Momento en que el Dios se manifieste a todos y no a cada uno, no al aspirante a Santo, el vidente o el iluminado sino a los que permanecemos en la trivial oscuridad. Que cada uno de nosotros vaya al Cielo o al Infierno es una creencia: que la efímera tierra y su devenir sean liquidados a fin de que solamente existan Cielo e Infierno es una idea afirmativa, una propuesta coherente que cierra un sistema de creencias. Sin un futuro absoluto, frente al presente relativo, la religión consiste en apenas supersticiones. Esto no incluye al budismo, el hinduísmo, el Tao o la mitología grecorromana. Aquí, los dioses están en guerra entre sí, o se neutralizan mutuamente y ninguno es superior a otro, como para tener el poder decisorio sobre los demás dioses; hay reencarnación cíclica perpetua. Ciertas religiones, que convendría llamar cultos, ya que operan en el marco de un monoteísmo global, se autojustifican cuando se leen desde el final, como los Mormones o los Testigos de Jehová. Repiten las categorías socio-antropológicas de la selección natural, que en su caso sería divina, después del gran cataclismo. Lucha de clases y lucha entre clasificados.
  Segundo, el fin del mundo está sucediendo, y es resultado de otro mito finalista pero histórico, el del progreso. Las ideologías económicas, versión laica de la religión, creen que seremos todos felices por obra del Mercado o la Revolución, sin fin material del mundo pero con la esperanza (activa) en que la evolución de la sociedad política llevará a una justicia distributiva tal que no hará falta ninguna otra después. Lentamente, gracias a la inteligencia, la capacitación y el merecimiento, tendremos los bienes que nos fueron negados durante siglos, o rápidamente, mediante un atrevido golpe de timón decisorio modificador de las circunstancias sociales, se obtendría básicamente lo mismo, siempre para todos. Pero, el progreso hacia ese nuevo mundo, que se percibía como producto del Hombre Nuevo y a su vez lo creaba, no se ha cumplido. En cambio, la tecnología que lo haría posible o los aprestos autoritarios para que suceda, llevaron a un callejón sin salida inverso: el mundo objetivo que pisamos en vez de abastecernos infinitamente estaría a punto de desaparecer tal cual lo conocimos. Efecto invernáculo, contaminación, extinción de especies y hábitats, violencia y guerras focalizadas, armas químicas-atómicas-bacteriológicas, agotamiento de recursos naturales, superpoblación… Está pasando. Antes se trataba de cambiar el mundo en vez de interpretarlo: ahora, hay que salvarlo, y de nosotros. Tenemos mayor conciencia ecológica, y mientras tanto seguimos consumiendo antes de que todo se agote, a sabiendas de que se agotará más rápido. Pero al menos habremos disfrutado del progreso. La religión puede mentir; millones de cadáveres obesos, no.
  Y tercero, ¿de qué hablamos al hablar de fin del mundo? En realidad, lo que podría desaparecer es el hombre, no su Planeta, que puede vivir sin nosotros, y nosotros no sin él. El diagnóstico que acabo de describir sólo puede llevar a la destrucción de la progrenie bípeda, sin agua potable ni oxígeno, ni alimentos o progreso. Claramente, una vez evaporados nosotros de la superficie terrícola, la naturaleza habrá de regenerarse, sin humanos que la vulneren, maltraten o abusen y agosten. “Seguirá girando alrededor del sol otros cuatro mil millones de años” (Bernardo Toro, pensador colombiano). ¿O lo hace gracias a nosotros? Tanto la geodicea-cosmogónica religiosa como la teoría científica evolutiva coinciden: primero estuvo la Oscuridad, luego la luz, después el paisaje y al final el Hombre. De modo que sucedería exactamente al revés: primero el Hombre —para quien Dios hizo la Tierra, y entonces no la destruiría primero—y luego la Naturaleza, que sin su huésped-creído-en-Propietario, seguirá su curso sin amenaza de aniquilarse sola. Al contrario: hubo glaciaciones que, dicen, barrieron con lo existente, y se recuperó aunque no fuera la misma de antes. Podrá recuperarse, pues, sin apuro ni exigencias de rendir frutos a nadie. Lógico, no habrá soja y los cerdos comerán otra cosa, o mutarán. Nadie explotará el oro, el hierro y el uranio, pero las jirafas sobrevivientes no lo necesitarán. Nadie comprará más androids táctiles, pero el perro sólo extrañará a su amo. Los animales continuarán reproduciéndose y nadie los comerá, o se comerán entre sí como antes, y habrá más venados para más leones, y éstos para aquellos. Ninguna ley del más fuerte: volverá a haber yaguaretés puesto que nadie les deglutirá el menú de mamíferos. History Channel lo demostró con escenas virtuales futuristas —Life after people—: la Estatua de la Libertad cubierta de enredaderas, el Coliseo casi invisible de musgo y hiedra, el pastito saliendo de las grietas de Abbey Road. Hollywood, creación humanísima, imagina meteoritos precipitándose y destrozando todo a la vez, océanos y rascacielos. La paranoia es otra creación cultural; algunos pueblos la aman más que otros. No se sabe si algún planeta lejano, y sólo conocemos a los del sistema solar, haya sido pateado alguna vez por un promontorio estelar. ¿Tan importantes seremos que los primeros seríamos nosotros? Probable, pero no posible. Incluso con extraterrestres y ataques de monoblocks galácticos, hasta Hollywood imagina que sería pasajero, aunque catastrófico a escala. Luego, vendría el recomienzo, maltrechos los habitantes, menos en número, mejor posteados en el reparto, más cansados y heroicos, y seguramente americanos.
  Por las dudas, tenga pago el ABL.


Gabriel Cabrejas

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