García Lorca según Mónaco
Hermanos de sangre
Federico García Lorca es, valga la redundancia porque tanto se ha dicho, el último trágico español en estado puro, el heredero de los griegos climatizado a la soleada, y también lúgubre, Andalucía, la de los pueblos blancos de Serrat, esa del “hilo y aguja para las hembras, látigo y mula para el varón” —consigna, implacable, Bernarda Alba. Un submundo de rencores y deseos soterrados en una tierra labrantía reseca y dura como los corazones de sus victimarios, bajo una luna llena manchada de rojo, atavismos eslabonados en venganzas familiares, honra hispánica casi medievalista y reconcentrada en el qué dirán, soledad final, agonía. Bodas de sangre (1933) anuncia el autoritarismo matriarcal de La casa de Bernarda Alba (1936), pero en su caso el drama ya ha sucedido y amenaza reciclarse, y, marcado a fuego el destino, su espera consiste en la obra. Nada de la melancolía de Doña Rosita la soltera (1935), ni la letanía extensa y unipersonal de Yerma (1934), el himno nostálgico de la fidelidad y el autoengaño (La zapatera prodigiosa, 1930) o el heroísmo y la virtud femenina a la vez (Mariana Pineda, 1927). El fresco social, hombres incluidos, hace de Bodas la más integral de sus piezas, la que contempla el bosque a través de cada árbol. De allí la elección de nuestro Antonio Mónaco.
Mónaco reproduce su método acostumbrado, cuando parece estar todo dicho en materia de puestas lorquianas. Ni rematadamente naturalista y obsesivamente simbólico, quebrando la convención previsible desde la entrada pero eliminando trastos: la cámara negra de El Séptimo Fuego vuelve a cumplir la función encomendada de desnudar por completo el círculo, inserto en la desolación necesaria del contexto argumental. “Lorca sabía que no debía sólo hablar de azucenas, sino cubrirse de barro hasta la cintura, para después mirar las azucenas”. Eso dice el director mismo, al presentar la obra antes de re-presentarla. Dicta a sus actores las primeras líneas, que ellos retoman; brechtiano como él solo, fiel a sí, y echa a andar la tremenda fábula. Sus intérpretes mueven las plataformas, mutan la escena, y, oscurecida, se vuelven pueblo. Plegarias, murmullos, revelan el inmovilismo, la resignación general a los sucesos. La tragedia, colectiva. Al revés de la helénica, el fatum no decide el carácter, sino éste al fatum, moderno consanguíneo de Shakespeare. Las pasiones esperan latentes su momento de dar el zarpazo de revancha, y la cadena no termina, nunca. El duelo origina otro. A diferencia del inglés, el granadino no aísla en el individuo la acción desestabilizadora, sino que aquél obedece a una lógica irracional ínsita en su sociedad. Todos sostienen la culpa, todos son a un tiempo Yago y Otelo, los Macbeth, el rey Lear. No hay bien ni mal. Las categorías dejan de ser metafísicas y se arraigan en sociales. La fatalidad, una forma de cultura, por lo tanto hereditaria, sin nadie capaz de romperla. El ansia de libertad y sexo, así, no puede sino estallar en violencia.
Silvia Urquía se calza otro papel a su exacta medida, y sin desparpajo, conmueve. No la acompaña mal, salvando las distancias, Agustina Anzoátegui, la novia, y sus deseos truncos que sin embargo desatan el horror. Si algo debemos reprocharle a Mónaco en esta ocasión, es la asimetría de los jóvenes actores, que no se observan tan maduros y eficaces, o, mejor, a la altura de los principales. Claro, cuestión de afianzamiento en el ejercicio —dejo constancia, asistí al estreno. Citémoslos: Agustín Barovero, Marcela Cardoso, Beatriz Moriondo, Damián Chiurazzi y Paula Costa.
Don Antonio, eso sí, deja lucirse parejamente al conjunto, reservándose el lugar secundario que corresponde al texto. Que sus actores encarnen varios roles refuerza la idea del hado plural, intercambiable. Austera, sin histrionismos, frugal, la puesta significa un nuevo aporte del gran teatrista marplatense, a su propia trayectoria y, como si fuera poco, al devenir de nuestro teatro.
Mag. Gabriel Cabrejas
jueves, 13 de diciembre de 2012
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