viernes, 7 de diciembre de 2012

Reflexiones de un reneguéitor, 2012

Críticos y cinéfilos




  Puede ser una obviedad o, al revés, un rebuscamiento, pero no es lo mismo ser crítico que ser cinéfilo.

  En principio, una categoría profesional: el crítico suele aparecer adscripto a un medio, gráfico-televisivo-radial, vive rentado, viaja a todos los festivales —dependiendo de la carrera/medio que alcanzó—y sufre la sospecha de cholulismo, incompetencia o corrupción, acusaciones, o adjetivaciones, que le achaca el cinéfilo, el cual se jacta de su independencia, erudición y sanidad moral, aunque su actitud deriva de masticadas y rumiantes envidias y resentimientos: le gustaría gozar de las ventajas comparativas, ganar un sueldo, tener una carrera e itinerar a través del mundo, simplemente porque se lo merece y el crítico le usurpa ese lugar de privilegio. En rigor, los dos saben más o menos lo mismo, pero el crítico pierde (o gana, según se vea) su tiempo viendo el cine comercial, al que lo invitan las distribuidoras en sesiones privadas que el cinéfilo debiera pagar o agenciarse, y no le queda mucho para mirar fuera de ese limitado circuito. Eso sí, su participación en los Festicine le permite conocer lo que al cinéfilo le cuesta, con excepción de los Bafici, en los cuales seguramente ambos se encuentran y se saludan a dientes apretados y manos estrechadas hasta el dolor.

  El cinéfilo, un exquisito excluyente, se formó de muy joven en la bizarría, el mudo, los inéditos, los incunables o inconseguibles, el film perdido, de culto, exótico, censurado. Un buscador de exclusividades que basa en ser uno de los pocos su poderosa autoestima. Sobre ese material construye su propia poética, y a partir de ella no sólo sentencia cualquier otro producto filmado, sino define el cine entero. Cuando escribe una crítica cinéfila, o cinéfoba, condena antes que juzgar, pues él, solo, sabe de qué se trata el arte y esa individualidad no cumple los requisitos mínimos. Escribe en dos casos manteniendo idéntica tesitura: o demuele impiadosamente sin importarle la estética del director, que, desde el arranque, carece de alguna, o de alguna válida, o redacta la contracrítica, es decir, una crítica elogiosa, a veces desmedida, de la película, como refracción espontánea a la que ya leyó del profesional, esa que, coincidente con otros profesionales, aplaude al cine comercial. El cinéfilo procura que no se note el hecho de hablar de él. En Descubriendo a Forrester, el escritor Sean Connery se queja no sin rencor: “Unos tipos que no podrían escribir tres palabras originales destruyen en una línea el trabajo de toda una vida”. También hay críticos literarios y bibliófilos.

  A veces se los reconoce por portación de cara o aspecto anatómico. El crítico es formal, alguna vez se calzó un traje, se hizo bon vivant de tanto representar a su medio en el extranjero, adaptable al glamour de Cannes o la Berlinale, donde cree lo esperan aunque lo ignoran; a lo sumo lo utilizan para premiar y vender una pieza, y su dineral de costos, a la distribuidora, monopólicamente americana y dirigida por gerentes de variadas nacionalidades. Se lo encasilla como hombre maduro, fan del cine de Hollywood, fetichista de las viejas actrices, nostálgico de las salas de barrio, coleccionista de souvenirs visuales tanto como de los que trajo de sus innúmeros paseos. No abomina de lo nuevo, sino lo mira con desconfianza de zorro viejo, de tan habituado a las falsas promesas, los oportunistas, los genios de una sola película, los imberbes soberbios que creen haberlo inventado todo o, peor, que el cine nació junto a ellos. “El cine es un ticket de avión”, ironizaba Manuel Antín, uno de los incumplidos pretenciosos de la pantalla argentina. El cinéfilo es un drácula que succiona celuloide líquido, muy flaco o bastante gordo, alimentado al aire cerrado de los auditorios o la asistencia chatarra del que no puede contemplar un film y cenar. Pálido, anteojudo, descuidado, onda nerd, solterón por imposibilidad de compartir pasiones salvo que se case con otro/a cinéfilo/a o su esposa/marido sea lo contrario absoluto y no le importe nada, tiene dificultades para distinguir día de noche y el tiempo se traduce apenas en el horario de comienzo. Llega a creer que la felicidad-vida real es el cine y lo que lo rodea (gente, novia, laburo, convivencia, economía, política, dólar, privatizaciones, robots o mujaidines) es ficción pura a la espera de convertirse en plano secuencia. Cuando conversa, un asunto equis de la cotidianidad lo relaciona, de inmediato, a los argumentos, actores, tomas o fades de su experiencia como espectador.

  El cinéfilo puede estar casado y está siempre solo: ¿quién lo acompañaría a ver eso? El crítico va al cine de estreno con su mujer, cuya opinión le interesa, o finge, sabiendo de que además de los críticos existen los espectadores. Su rival sale apurado de la sala para meterse en otra, o comentarle a sus amigos, catecúmenos de la misma religión, el despropósito o la maravilla que acaba de presenciar y sus eventuales compañeros de sala, pobres infelices, no entendieron.

  Sin embargo, el crítico está más solo en su oficio. Si se dedica sólo al cine y no es crítico de espectáculos no va diariamente a la redacción ni a su columna radial, y su opinión, hoy en día, puede enviarla vía mail. El cinéfilo, que escribe pero no necesariamente publica, pertenece a una hermandad semisecreta, reconfortada en su exclusión elegida por la estética de cenáculo, riéndose de la gilada que venera becerros de barro y orgullosos de pensar muy distinto a la masa, en la que insertan, naturalmente, al crítico, legitimador de vendehumos. Muchas veces adoran a un pater, pedagogo espontáneo, cineclubista inveterado que les baja las buenas nuevas y las buenas viejas, los reeduca si vienen con alguna deformación mercantil y al que escuchan con arrobo e inferioridad. Él y ellos se retroalimentan, el líder necesita pichones que lo hagan sentir especial y ellos una deidad confirmadora, y consagratoria, de su diferencia correlativa. No les enseña a ser resentidos, les dice que esto es bueno. Después de todo es normal sentirse integrante de una elite en esta democracia universal que tiende a aplanar contra el capitalismo (realmente) triunfante, y cualquier característica estúpida o innoble sirve a fin de establecer fronteras defensoras de nuestro frágil ego.

  Críticos y cinéfilos, eso sí, se educan en soledad. Escuelas, academias y claustros los forman, pero si no lo hacen ellos acudiendo a cuanta película se les cruce, o decidan cruzar, nunca sabrán mucho, y aún sabiendo, jamás sabrán lo suficiente. Ocurre que se seguirá filmando y, se teme, cada vez más, y no mejor, gracias a las facilidades de la tecno, léanse celulares HD, webcams, cámaras foto-filmadoras portátiles y vaya a saberse, amén de que miles de filmes del pasado aguardan subirse a la red, los canales de cable y las ediciones legales o piratas, y muy probablemente no vimos, ni veremos, ninguno. La histeria tras ver lo que nadie más verá, las cinematografías alternativas o de países emergentes o sumergentes, grilla de apretadísima programación en los Festindependientes, desafía la cordura del cinéfilo y deprime la más pausada vitalidad del crítico, y los dos pierden. Filmes y libros se reproducen incluso hacia atrás: ni viviendo cuatro vidas de cien años observaremos o leeremos todo lo ya filmado/escrito para ser criti-cinéfilos completos o enciclopédicos, o al menos satisfechos. Actualizarse es sembrar en el agua. Los archivos virtuales remplazan la memoria humana al ser la suma y sigue de memorias personales. Pronto, un androide escribirá automáticamente sobre una database, robando textos a críticos y cinéfilos, y el desdén, la mutua impugnación y los salarios pasarán al olvido. El androide no envidia ni compite, y, primero y principal, no cobra.

Gabriel Cabrejas



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