viernes, 22 de junio de 2007

Homenaje a Lorena Bobbitt (HUMOR)

Una nueva legislación para el amor.
Ellas deciden cuando hacerlo y bajo qué condiciones. De lo contrario, te rebanan el que te jedi, te acusan de violador y chau pinela: en gayola.
Al fin y al cabo la vieja tenía razón. Encima que la chiruza no te cocina, tampoco te alimenta por el otro Iado. Minas eran Ias de antes. Una buena pasta y al catre Ahora tenés que pedirle permiso una semana antes, o bien preparar el clima sobornándola con cena, cine y algo dulce.
Escucho hablar de violencia en la pareja casi unilateralmente. La culpa es siempre de la sociedad machista, pero, qué sucede en situaciones como éstas
—Con mis viejos estaba mejor. No sé por qué me casé con vos... Encima de lavar, planchar y cocinar tengo que mantenerte.
O esta mezcla rara de mística y canchera.
—Yo viviría sin hacerlo toda la vida. El amor es un viaje... A ver si me contagiás el karma con tu mala onda.
También están esas otras que se hacen preñar por algún basquetbolista famoso, luego se borran y a los cinco años aparecen con el crío reclamándole paternidad y una suma millonaria.
Creo que por razones económicas o por abstención astral, hay minas que nos agreden; eso sl, si les pegás una piña, vos y sólo vos sos el hijo de puta. Ellas siempre salen bien paradas; mejor dicho, a veces algunas se caen como la de Monzón.
Después tenés que dejarlas pasar primero, cederles el asiento, invitarlas a salir y pagarles las copas y el telo; para que muy sueltas de cuerpo te planten sin excusa, te vuelvan a ver 'cuando pinte' y coqueteen con cuanto melenudo con aritos exista. Y nada de retruco porque si no vos sos el machista, incomprensivo, castrador, fascista y todas las otras malas palabras que me olvido.
Pero en este exacto momento debo hablar en serio: creo que con tantos derechos individuales están estropeando no ya a la pareja sino al amor. También es cierto que la industria monogámica hoy es insostenible: con el exceso de belleza, con tanta estética disponible, es por lo menos dificultosa la fidelidad. En todo caso acabaremos reprimiendo nuestro deseo y portando esa mezquindad.
Julio Iglesias y Sinatra grabaron un tema juntos (mezclado) sin haber compartido el mismo estudio. Con el sexo puede ocurrir lo mismo, llegar al placer sin contacto. De hecho ya ocurre con el cine porno y con el sexo al cero-seiscientos.
En mis tiempos la cosa era de a dos. Pero yo, por las dudas, duermo con los calzoncillos de lata, el nuevo cinturón de castidad.


Víctor Clementi La Cocuzza en papel Año 1 número 0

martes, 19 de junio de 2007

miércoles, 6 de junio de 2007

Aguadébiles marplatenses (pensamientos de un renegado, 2)

Hasta las manos

A una persona se la reconoce por las manos, no por los ojos. La mirada miente, como todo vehículo del alma, hasta cuando llora –y especialmente cuando llora. Un hombre piensa por los ojos, pero se expresa a través de las manos.
Ejemplo, el que se mastica el hollejo, la cutícula, las falanges, es un tipo sin autoestima, un autodestructivo sin remedio. Comerse las uñas, a cambio, es un gesto de histeria y ansiedad, de insatisfacción, de incompletud. Si el primero quisiera morirse, el segundo se está matando, se come su propio tiempo a plazos, uno tiene demasiado pasado y el otro tiene demasiado futuro. El primero ya no espera; el segundo, desespera.
Hay un tercer caso anómalo, el que cuida las manos obsesivamente.Éste tiene un exceso de ego, y un evidente descompromiso con el mundo, al que desearía no tocar ni atreverse. Satisfecho de sí, histérico en sentido contrario, cree atravesar la vida sin pasión ni deseo: vive en el presente. En las mujeres, claro, es un aspecto más de la sensualidad, pero lo que quieren decirnos –decirse—es que no están aquí para lavar los platos, básicamente que no vienen de hacerlo. Las adolescentes subrayan su identidad en formación usando esmaltes añiles, verdes, negros, pero en uñas sin crecer, romas de nervios. Han empezado a aparecer los hombres que se pintan las uñas, lo que no implica otra preferencia sexual sino una veteroadolescencia, un regreso a lo inconcluso, como que así llaman la atención –no importa que los demás se confundan—sobre una personalidad insuficiente.
Otro tema son las actitudes traducidas en juegos de manos. El que se las restriega, tradicionalmente, cree estar a punto de algo grande, fundamental o definitivo, y, sobretodo, cree que es obra suya. El que las transpira no se encuentra bien en su propio cuerpo, pero el cuerpo que suda hasta las manos incluye un alma incómoda, cierto grado de tensión arterial que se escapa hacia los poros como quisiera escaparse él. Al gesticulador le suelen escasear las palabras mejores, pero también es un devorador de espacios, un imperialista de sí, un generoso invasor. Otro caso es el que jamás mueve las manos pero cuando lo hace, rompe algo: quisiera gesticular hacia dentro, perdonarse, acariciarse; su torpeza parte de su inseguridad. Se teme a sí mismo, y si sale es para constatar que era mejor no salir. El ejemplar más insoportable es el que hace ruido con los nudillos, el que se estira los dedos hasta que suenan. Parece tañir en una absoluta sed de poder, de presencia, le gusta ofender y atacar, molestar al otro. Su nerviosismo es exhibicionista, pero su proyecto se desplaza en el presente, se queda varado en la boya inestable de su pequeño y estruendoso yo.
Finalmente, los adornos. Los que se pierden dentro de sus anillos llenan otra forma de la inseguridad. Nadie muy activo se pone tantos, porque la ropa o el jabón se traban en sus volutas. Una mujer anillada quiere ocultar que uno de sus anillos es el de casamiento, como si buscara que se lo preguntasen y pudiera, acaso, negarlo. En ocasiones sucede al revés: no está casada y la ausencia del cintillo de oro, con la frustración que conlleva, la insta a enredarse en esa artillada y metálica conspiración de sus garras. Los tatuajes, el piercing, los anillos, saben del doble discurso del cuerpo, ése que mostramos y también tapamos, que nos avergüenza meramente desnudo y a un tiempo queremos desplegar distinto a los demás indistintos. El nudismo, de paso, recordemos que se instala en playas y piscinas donde todos lo hacemos, nunca en la comunidad de los vestidos, sigue habiendo lugares y horas para la libertad anatómica, mientras en contacto con los otros nos disfrazamos de reloj, de pulseras, de anillos y de tatuajes. He visto en documentales balnearios nudistas y, quizás por azar, no logré ver gente tatuada entre los desnudos.
En cualquier caso, el rito de las manos arroja a la realidad el dualismo de creerse y no ser, de buscar y no hallar, de aislarse en el físico y haber perdido el rumbo. Nadie es indiferente a sus manos, y ninguno se detiene a mirárselas. Una vez que el espejo viene adosado a nosotros, no resta más que intentar destrozarlo.

Gabriel Cabrejas

lunes, 4 de junio de 2007

Cinencanto, 4: Cine política 2006, 2

Historia y política en el cine alemán
Edukadísimos


Publicado en La Avispa (Mar del Plata), nº 36, junio de 2007, 39-40


Gracias a Los edukadores, Bye Bye Lenin y La caída el cine alemán recuperó la brújula del europeo, aunque nunca dejó de estar presente. Multipremiado, secamente expositivo y fiel a su hereditaria autocrítica, hoy, en DVD y en cartelera, tiene dos gemas que colgar de los ojos, amén de aprender cómo contar la historia siendo nacionales y populares.

Espíritu fuerte, corazón dulce. Hoy Sophie Scholl y su hermano bautizan plazas y paseos de su patria, pero en 1943 era una luchadora solitaria metida en la boca del león, cuando nadie se atrevía a cuestionar la dictadura que habría de guillotinarla. Así, la película de Marc Rothemund (Sophie Scholl, Die letzen tage, o Los últimos días, 2005, en DVD ahora) evoca una cara poco visitada del Tercer Reich y su pueblo, uniforme de tan conforme o cobarde, o peor, aprobatorio: la de los pocos que alzaron la voz, si bien la voz de la resistencia pacífica llamada Rosa Blanca o Die Weisse Rose, integrada por un grupúsculo de locos idealistas, resultó una hoja en la tormenta. Rothemund concibe una puesta cuasi teatral, constreñida prácticamente al interrogatorio que el burócrata Robert Mohr (Alexander Held, minimal y contenido a punto de estallar) lleva a cabo sobre la resoluta y desafiante Sophie (Julia Jentsch, engañosamente frágil y tierna como ella sola, actriz de Los edukadores), la cual empieza negando todo para al final confesar su enfrentamiento absoluto contra el régimen y la autoría de la lluvia de panfletos que inundara Munich. Son los dos rostros de un mismo furor nacional, sólo que uno se inclina hacia la guerra ciega y a punto de perderse junto al führer y el otro rescata la humanidad del geist alemán, el respeto del otro y los derechos civiles conculcados, unos meses después de la sangría monstruosa de la juventud hitleriana en la batalla de Stalingrado y las primicias del Holocausto. Más que maniqueísmo hay un contraste. La pequeña silueta posadolescente de la chica y la madurez roma y trajeada de su contrincante, dos convicciones que apenas trastabillan y se miden en un duelo intelectual y moral, discursivo, casi sin mobiliario y menos violencia física. Sophie Scholl film rompe incluso con la previsibilidad habitual del género. Los espacios son abiertos y semivacíos, el edificio neoclásico que encierra a los rebeldes tiene de aterrador más el eco que los instrumentos de tortura y escasean inquietantemente las chaquetas y gorras de la Gestapo: su escenario es conceptual, dialógico, y conmueve porque la causa de la detención, la represalia y el juicio se hallan alrededor y hasta lejos.
Rothemund dispone una paleta apocada en esta pintura. El rojo del cardigan que lleva Sophie, el de la bandera con la esvástica y la túnica del juez-fiscal, los marrones apagados de los muros y el negro de las ropas masculinas; no se ven por ningún lado flujos de sangre ni sesiones de suplicio pero se oye en sordina un alarido inconfundible, y el único celeste es el cielo que Sophie espía desde el rectángulo de su celda. El horror está en la justificación dialéctica, la cólera súbita del interrogador o la parodia de tribunal, el juez histérico que se ridiculiza solo al gritar como un condenado en medio del patético silencio de los supuestos abogados defensores. No vemos el desplome de la cuchilla sobre el cuello de Sophie: se deja escuchar el ruido y los aprestos del verdugo buscando a la próxima víctima. El director parece guardarse la luz escandalosa y soleada para el instante único de la lluvia de volantes que la aviación aliada arrojará sobre las urbes alemanas, con el mismo texto de la proclama escrita por los conjurados un año antes --catártico respiro visual luego de tanta claustrofobia.
Como El noveno día (Der neunte Tag, Volker Schlöndorff, 2004), es el ablande entre el oficial y el rebelde, en este caso un sacerdote católico, la estructura básica. Igual que en Sophie el despotismo se intimiza desde la relación de poder a la psicológica, de la acción al drama de conciencia. Una prueba de cómo se hace buen cine con recursos desnudos y actuaciones inolvidables1.

El voyeur vencido. La vida de los otros (Das Leben der Anderen, 2006) comienza muy alto y pegando a la mandíbula: alterna una sesión de tormento sin trompadas pero hasta el cansancio –literal- con la grabación de la misma impartida a alumnos de la Stasi, la implacable policía secreta de la República Socialista Alemana, año 1984. El interrogador lleva un uniforme ambiguo de recuerdos nazis y quebrar al otro es sólo cuestión de tiempo e insistencia, pero, igual que el régimen en el cual cree sin hesitasión, también él está a punto de quebrarse. La fisura se abrirá cuando le toque espiar a un dramaturgo, supuestamente cuadro leal del Partido, y a su novia actriz, la figura más compleja del film, además amante forzada de un Ministro que manipula a los Servicios para sacarlo del medio. Algo tiene que haber, y la maquinaria de micrófonos y escuchas, sospechas y delación, terror y paranoia se pone en marcha.
Cierto, no suena verosímil que un miembro de la Staatssicherheit presentado como firmísima "espada del Estado", solterón y gris, y mirada de acero, posea una sensibilidad oculta y temeraria como su trabajo y se vuelva capaz de traicionarlo e inmolar su carrera porque lo conmovió una sonata de Beethoven o los poemas de Bertold Brecht. Más convincente se ve el proceso de mutación, de escritor oficial privilegiado a denuncialista en las sombras, de Dreyman (Sebastian Koch). El director, un debutante llamado Florian Henckel von Donnersmarck, derrapa suavemente al inyectarle música estremecedora alla yanqui en los momentos lacrimógenos; sin embargo la limpieza del casting, el intangible ritmo narrativo y su honestidad le proporcionan suficiente mérito, después de todo es ficción política y no sólo verismo histórica. Ulrich Mühe-Weisler, el espía, una cara de pescado que da pánico y puede despertarse humana –fue Mengele en Amen, de Costa-Gavras-, la belleza distante y sufrida de Martina Genedek, la diva de doble vida que hace suspirar a fachos y conspiradores, y el cinismo profesional de Ulrich Tukur, secuaz de Weisler en la Stasi, sostienen el argumento con su expresividad mejor que con sus líneas, siendo La vida el calco de una época que obligaba a esconder palabras y sentimientos. Los detalles, por demás, la enriquecen. La "prueba de olor", o el tapizado de la silla donde se sientan los interrogados, que se enfrasca "para los perros". O el cruce de Weisler con un chico en el ascensor de su edificio, al que termina preguntándole el nombre de... su pelota de fútbol. O la patética escena de Weisler junto a la prostituta de tetas enormes y caídas. Y él, que el gobierno degradó al suponerse su defección, abriendo cartas al vapor en un sótano de la Stasi mientras cae el Muro de Berlín.
El cine alemán recuperó su puesto en las pantallas del mundo. Una lección que nuestros aburridos y soberbios filósofos de cámara al hombro desconocen. Arrogantes, diría Weisler2.

Gabriel Cabrejas


1 Otras dos películas se filmaron antes con el tema Sophie Scholl: Die Weisse Rose (Michael Verhoeven, 1982) y Fünf letzte Tage (Los cinco últimos días, de Percy Adlon, también del 82).
2 La vida ganó el Oscar 2006 al mejor film en lengua extranjera. Sophie, fue nominada al mismo premio y ganó en Berlín 2005 el Oso de Oro a mejor director y actriz. Películas mencionadas: Los edukadores, de Hans Weingartner, 2004; Bye Bye Lenin, de Wolfgang Becker, 2003; La caída, de Olivier Hirschbiegel, 2004.