Historia y política en el cine alemán
Edukadísimos
Publicado en La Avispa (Mar del Plata), nº 36, junio de 2007, 39-40
Gracias a Los edukadores, Bye Bye Lenin y La caída el cine alemán recuperó la brújula del europeo, aunque nunca dejó de estar presente. Multipremiado, secamente expositivo y fiel a su hereditaria autocrítica, hoy, en DVD y en cartelera, tiene dos gemas que colgar de los ojos, amén de aprender cómo contar la historia siendo nacionales y populares.
Espíritu fuerte, corazón dulce. Hoy Sophie Scholl y su hermano bautizan plazas y paseos de su patria, pero en 1943 era una luchadora solitaria metida en la boca del león, cuando nadie se atrevía a cuestionar la dictadura que habría de guillotinarla. Así, la película de Marc Rothemund (Sophie Scholl, Die letzen tage, o Los últimos días, 2005, en DVD ahora) evoca una cara poco visitada del Tercer Reich y su pueblo, uniforme de tan conforme o cobarde, o peor, aprobatorio: la de los pocos que alzaron la voz, si bien la voz de la resistencia pacífica llamada Rosa Blanca o Die Weisse Rose, integrada por un grupúsculo de locos idealistas, resultó una hoja en la tormenta. Rothemund concibe una puesta cuasi teatral, constreñida prácticamente al interrogatorio que el burócrata Robert Mohr (Alexander Held, minimal y contenido a punto de estallar) lleva a cabo sobre la resoluta y desafiante Sophie (Julia Jentsch, engañosamente frágil y tierna como ella sola, actriz de Los edukadores), la cual empieza negando todo para al final confesar su enfrentamiento absoluto contra el régimen y la autoría de la lluvia de panfletos que inundara Munich. Son los dos rostros de un mismo furor nacional, sólo que uno se inclina hacia la guerra ciega y a punto de perderse junto al führer y el otro rescata la humanidad del geist alemán, el respeto del otro y los derechos civiles conculcados, unos meses después de la sangría monstruosa de la juventud hitleriana en la batalla de Stalingrado y las primicias del Holocausto. Más que maniqueísmo hay un contraste. La pequeña silueta posadolescente de la chica y la madurez roma y trajeada de su contrincante, dos convicciones que apenas trastabillan y se miden en un duelo intelectual y moral, discursivo, casi sin mobiliario y menos violencia física. Sophie Scholl film rompe incluso con la previsibilidad habitual del género. Los espacios son abiertos y semivacíos, el edificio neoclásico que encierra a los rebeldes tiene de aterrador más el eco que los instrumentos de tortura y escasean inquietantemente las chaquetas y gorras de la Gestapo: su escenario es conceptual, dialógico, y conmueve porque la causa de la detención, la represalia y el juicio se hallan alrededor y hasta lejos.
Rothemund dispone una paleta apocada en esta pintura. El rojo del cardigan que lleva Sophie, el de la bandera con la esvástica y la túnica del juez-fiscal, los marrones apagados de los muros y el negro de las ropas masculinas; no se ven por ningún lado flujos de sangre ni sesiones de suplicio pero se oye en sordina un alarido inconfundible, y el único celeste es el cielo que Sophie espía desde el rectángulo de su celda. El horror está en la justificación dialéctica, la cólera súbita del interrogador o la parodia de tribunal, el juez histérico que se ridiculiza solo al gritar como un condenado en medio del patético silencio de los supuestos abogados defensores. No vemos el desplome de la cuchilla sobre el cuello de Sophie: se deja escuchar el ruido y los aprestos del verdugo buscando a la próxima víctima. El director parece guardarse la luz escandalosa y soleada para el instante único de la lluvia de volantes que la aviación aliada arrojará sobre las urbes alemanas, con el mismo texto de la proclama escrita por los conjurados un año antes --catártico respiro visual luego de tanta claustrofobia.
Como El noveno día (Der neunte Tag, Volker Schlöndorff, 2004), es el ablande entre el oficial y el rebelde, en este caso un sacerdote católico, la estructura básica. Igual que en Sophie el despotismo se intimiza desde la relación de poder a la psicológica, de la acción al drama de conciencia. Una prueba de cómo se hace buen cine con recursos desnudos y actuaciones inolvidables1.
El voyeur vencido. La vida de los otros (Das Leben der Anderen, 2006) comienza muy alto y pegando a la mandíbula: alterna una sesión de tormento sin trompadas pero hasta el cansancio –literal- con la grabación de la misma impartida a alumnos de la Stasi, la implacable policía secreta de la República Socialista Alemana, año 1984. El interrogador lleva un uniforme ambiguo de recuerdos nazis y quebrar al otro es sólo cuestión de tiempo e insistencia, pero, igual que el régimen en el cual cree sin hesitasión, también él está a punto de quebrarse. La fisura se abrirá cuando le toque espiar a un dramaturgo, supuestamente cuadro leal del Partido, y a su novia actriz, la figura más compleja del film, además amante forzada de un Ministro que manipula a los Servicios para sacarlo del medio. Algo tiene que haber, y la maquinaria de micrófonos y escuchas, sospechas y delación, terror y paranoia se pone en marcha.
Cierto, no suena verosímil que un miembro de la Staatssicherheit presentado como firmísima "espada del Estado", solterón y gris, y mirada de acero, posea una sensibilidad oculta y temeraria como su trabajo y se vuelva capaz de traicionarlo e inmolar su carrera porque lo conmovió una sonata de Beethoven o los poemas de Bertold Brecht. Más convincente se ve el proceso de mutación, de escritor oficial privilegiado a denuncialista en las sombras, de Dreyman (Sebastian Koch). El director, un debutante llamado Florian Henckel von Donnersmarck, derrapa suavemente al inyectarle música estremecedora alla yanqui en los momentos lacrimógenos; sin embargo la limpieza del casting, el intangible ritmo narrativo y su honestidad le proporcionan suficiente mérito, después de todo es ficción política y no sólo verismo histórica. Ulrich Mühe-Weisler, el espía, una cara de pescado que da pánico y puede despertarse humana –fue Mengele en Amen, de Costa-Gavras-, la belleza distante y sufrida de Martina Genedek, la diva de doble vida que hace suspirar a fachos y conspiradores, y el cinismo profesional de Ulrich Tukur, secuaz de Weisler en la Stasi, sostienen el argumento con su expresividad mejor que con sus líneas, siendo La vida el calco de una época que obligaba a esconder palabras y sentimientos. Los detalles, por demás, la enriquecen. La "prueba de olor", o el tapizado de la silla donde se sientan los interrogados, que se enfrasca "para los perros". O el cruce de Weisler con un chico en el ascensor de su edificio, al que termina preguntándole el nombre de... su pelota de fútbol. O la patética escena de Weisler junto a la prostituta de tetas enormes y caídas. Y él, que el gobierno degradó al suponerse su defección, abriendo cartas al vapor en un sótano de la Stasi mientras cae el Muro de Berlín.
El cine alemán recuperó su puesto en las pantallas del mundo. Una lección que nuestros aburridos y soberbios filósofos de cámara al hombro desconocen. Arrogantes, diría Weisler2.
Gabriel Cabrejas
1 Otras dos películas se filmaron antes con el tema Sophie Scholl: Die Weisse Rose (Michael Verhoeven, 1982) y Fünf letzte Tage (Los cinco últimos días, de Percy Adlon, también del 82).
2 La vida ganó el Oscar 2006 al mejor film en lengua extranjera. Sophie, fue nominada al mismo premio y ganó en Berlín 2005 el Oso de Oro a mejor director y actriz. Películas mencionadas: Los edukadores, de Hans Weingartner, 2004; Bye Bye Lenin, de Wolfgang Becker, 2003; La caída, de Olivier Hirschbiegel, 2004.
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