Hasta las manos
A una persona se la reconoce por las manos, no por los ojos. La mirada miente, como todo vehículo del alma, hasta cuando llora –y especialmente cuando llora. Un hombre piensa por los ojos, pero se expresa a través de las manos.
Ejemplo, el que se mastica el hollejo, la cutícula, las falanges, es un tipo sin autoestima, un autodestructivo sin remedio. Comerse las uñas, a cambio, es un gesto de histeria y ansiedad, de insatisfacción, de incompletud. Si el primero quisiera morirse, el segundo se está matando, se come su propio tiempo a plazos, uno tiene demasiado pasado y el otro tiene demasiado futuro. El primero ya no espera; el segundo, desespera.
Hay un tercer caso anómalo, el que cuida las manos obsesivamente.Éste tiene un exceso de ego, y un evidente descompromiso con el mundo, al que desearía no tocar ni atreverse. Satisfecho de sí, histérico en sentido contrario, cree atravesar la vida sin pasión ni deseo: vive en el presente. En las mujeres, claro, es un aspecto más de la sensualidad, pero lo que quieren decirnos –decirse—es que no están aquí para lavar los platos, básicamente que no vienen de hacerlo. Las adolescentes subrayan su identidad en formación usando esmaltes añiles, verdes, negros, pero en uñas sin crecer, romas de nervios. Han empezado a aparecer los hombres que se pintan las uñas, lo que no implica otra preferencia sexual sino una veteroadolescencia, un regreso a lo inconcluso, como que así llaman la atención –no importa que los demás se confundan—sobre una personalidad insuficiente.
Otro tema son las actitudes traducidas en juegos de manos. El que se las restriega, tradicionalmente, cree estar a punto de algo grande, fundamental o definitivo, y, sobretodo, cree que es obra suya. El que las transpira no se encuentra bien en su propio cuerpo, pero el cuerpo que suda hasta las manos incluye un alma incómoda, cierto grado de tensión arterial que se escapa hacia los poros como quisiera escaparse él. Al gesticulador le suelen escasear las palabras mejores, pero también es un devorador de espacios, un imperialista de sí, un generoso invasor. Otro caso es el que jamás mueve las manos pero cuando lo hace, rompe algo: quisiera gesticular hacia dentro, perdonarse, acariciarse; su torpeza parte de su inseguridad. Se teme a sí mismo, y si sale es para constatar que era mejor no salir. El ejemplar más insoportable es el que hace ruido con los nudillos, el que se estira los dedos hasta que suenan. Parece tañir en una absoluta sed de poder, de presencia, le gusta ofender y atacar, molestar al otro. Su nerviosismo es exhibicionista, pero su proyecto se desplaza en el presente, se queda varado en la boya inestable de su pequeño y estruendoso yo.
Finalmente, los adornos. Los que se pierden dentro de sus anillos llenan otra forma de la inseguridad. Nadie muy activo se pone tantos, porque la ropa o el jabón se traban en sus volutas. Una mujer anillada quiere ocultar que uno de sus anillos es el de casamiento, como si buscara que se lo preguntasen y pudiera, acaso, negarlo. En ocasiones sucede al revés: no está casada y la ausencia del cintillo de oro, con la frustración que conlleva, la insta a enredarse en esa artillada y metálica conspiración de sus garras. Los tatuajes, el piercing, los anillos, saben del doble discurso del cuerpo, ése que mostramos y también tapamos, que nos avergüenza meramente desnudo y a un tiempo queremos desplegar distinto a los demás indistintos. El nudismo, de paso, recordemos que se instala en playas y piscinas donde todos lo hacemos, nunca en la comunidad de los vestidos, sigue habiendo lugares y horas para la libertad anatómica, mientras en contacto con los otros nos disfrazamos de reloj, de pulseras, de anillos y de tatuajes. He visto en documentales balnearios nudistas y, quizás por azar, no logré ver gente tatuada entre los desnudos.
En cualquier caso, el rito de las manos arroja a la realidad el dualismo de creerse y no ser, de buscar y no hallar, de aislarse en el físico y haber perdido el rumbo. Nadie es indiferente a sus manos, y ninguno se detiene a mirárselas. Una vez que el espejo viene adosado a nosotros, no resta más que intentar destrozarlo.
Gabriel Cabrejas
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