domingo, 18 de enero de 2009

Teatro de un renegado, VI

Ubú un beso único, de Alfred Jarry y Guillermo Yanícola
Un beso de teatro realmente único

Cuando Guillermo Yanícola hacía música en un terceto y conducía un programa de radio por FM Residencias seguramente no sabía que estaba en tren de convertirse, andando la década siguiente, en el director más original y ambicioso de su generación, y en el heredero de la mejor vanguardia de nuestro teatro vernáculo.
Lo que llama la atención de su trabajo es la increíble versatilidad con que lo asume: es de esos teatristas que no tiene una estética determinada sino varias, y en todas deja una estela perdurable como un cometa que nunca cesara de pasar. Ya le había tomado el gusto al absurdo en Disparate, dentro de la vena cómica, pero en Floresta se desmarcaba y prefería la comedia de costumbres, si bien no encastraba del todo en el diálogo convencional de caracteres. El año pasado, a través de Muñiz y otras estaciones, la cuerda que se ponía a percutir era la del clown de narizota, pero mirado de cerca también estrechaba el absurdo situacional: el tren no llega, los siete payasos malcomparten un asiento de andén y la espera, típica horma beckettiana, les imponía una fricción indeseada que sólo alivianaba la risa infinita. Yanícola, de paso, es un sabio armador de teams actorales precisos, donde nadie falta ni sobra.
Con Ubú un beso único, de Alfred Jarry. nuestro adaptador-director formula dos reencuentros, el del origen del absurdo mismo a fines del XIX, la farsa del francés que inaugura un estilo de representación que no tendría paralelo hasta bastante más tarde, y su propia predilección como poeta del teatro hacia el paradigma que mejor le cabe, y que lleva a un extremo exasperado y grandioso. Aún a costa de parecer excesivo, me juego a afirmar que estamos en presencia de la mejor puesta de director marplatense en muchísimos años.
Ubu roi de Jarry (1895) no será tan conocida como Hamlet, pero no necesita prolegómenos. Baste decir que se burla de todas las obras de monarcas nacidas y criadas por la dramaturgia europea, y en simultáneo, critica al Poder, con Mayúsculas, en forma transitiva hacia, incluso, las incipientes democracias, aunque no se vea tan obvio. El prólogo de Lola Bermúdez a la edición que sirvió de base al elenco y figura en el programa de mano lo sintetiza: “Jarry se rebela contra la idea misma de representación, abomina del sentimentalismo y se proclama inestético, burdo, grotesco, material. Celebra lo inhumano del hombre, la destrucción del teatro y sus reglas”. Lo que Yanícola y compañía instauran, ni más ni menos, es otro concepto de teatro, que demuele hasta los escombros, como señala el programa: pone una bomba en el edificio de la escena local y en vez de correr a refugiarse, se queda a ver qué pasa.
Por empezar, una cámara digital que filma y proyecta en directo sobre una larga sábana desplegada, perpendicular, al fondo del escenario. O sea: los actores se turnan manipulándola y su imagen es la escenografía virtual, previamente pensada, que prácticamente llena el espacio. Cuando el Rey o su séquito nombra al pueblo, el lente nos enfoca, y no necesita más para involucrarnos. Después, gente vestida de gala que baila y bebe champán, antes de nuestra llegada y sin presagiar sino una comedia aristocrática. Y al bajar las luces de la platea, se desata la sagrada locura. Sin trastos distinguibles excepto sillones y velas, y una lluvia de serpentinas de papel higiénico –Mierdra!, diría el père Ubu—el despliegue semeja un álbum del actor posmoderno. Match, clown, biomecánica, antiilusionismo, dicción interpretativa parodiada, pantomima... Una auténtica polifonía del actor en acción, violenta y rauda, desmedida, indiscriptible. “¿Por qué no habríamos de imaginar una pieza compuesta directamente en escena?”, se pregunta Artaud, también citado en el programa de mano. Yanícola responde: así. ¿Cómo abordarla, en definitiva, desde la crítica? El plantel de Ubú un beso único va más allá, hasta eliminarla, pues debiéramos asistir a todas las funciones. Cada una de ellas será distinta, a voluntad y expresión del conjunto de criaturas, las cuales habrán de proponer una relación diversa, librados a su propia inspiración instantánea sobre una serie relativa de marcaciones que cada cual reelaborará según el deseo del momento. Para eso, además, los actores se visten de varios rostros intercambiables: Maximiliano Mena es el rey Venceslao, un campesino y un sacerdote palotino; Olivia Diab el zar Alejo y otros dos personajes; Gabriel Celaya el capitán Bordura y un oso, y lo mismo Alejandro Frenkel y Daniela Silva. Sólo son el rey y la reina Sebastián Villar y Paola Belfiore. ¿Serán los mismos mañana, terminarán de serlo mientras encarnan a sus máscaras? ¿Existe, al fin, la máscara?
Y un interrogante ineludible, ¿nos daremos cuenta de que contemplamos un episodio histórico del teatro marplatense? “No fijar, no cristalizar, no repetir, cada puesta única e irrepetible”. La montaña de papel higiénico que casi nos ahoga, el ritmo initerrumpido y demencial, la cámara duplicando los espejos, la competencia corporal de tamaño grupo de actores, la fulguración de lo inesperado, perpetra, rupturista e inquietante como un crimen irresuelto, un texto espectacular que pondrá a todo receptor en un tembladeral.
Irrepetible suponemos este momento. Pero, intuyo, hay una esperanza. Sólo Guillermo Yanícola podrá volver a hacerlo.


Gabriel Cabrejas

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