miércoles, 21 de enero de 2009

Teatro de un renegado, VII

El público, de García Lorca por Daniel Lambertini
Otro Lorca, otro público


Primera e imprescindible aclaración, no porque se trate de una obra de Federico García Lorca hemos de esperar un clásico suyo. No se trata del casi unipersonal de una mujer estéril en medio de la frustración personal y los gravámenes sociales (Yerma). Tampoco la rígida perpetración de la estructura matriarcal y la rebelión que sólo se zanja con la muerte (La casa de Bernarda Alba). Menos aún, el vuelo trágico helénico, ahora de índole viril, de caracteres y destino que entrecruza diálogo y acción (Bodas de sangre). Pues no: El público enraiza en otro contexto dramático, el autorreferencial: el conflicto no convoca psicologías en pugna sino empieza antes, es el teatro volcado sobre sí mismo, naturaleza y fin del arte teatral, sentido/ sinsentido de, simplemente, hacer teatro o, extremando el análisis, no hacerlo. Lorca en esta pieza se plantea como dramaturgo, espolvorea a personajes impropios –Romeo y Julieta--, agrega los integrantes subcutáneos –el maestro de ceremonias, el director y hasta el propio puestista, y reflexiona sobre su trabajo. Adhiere a una estética recurrente del siglo XX, el teatro tema del teatro, del cual su máximo arúspice fue Pirandello.
Segunda aclaración necesaria, no debe aguardarse una actuación, digámoslo así, impregnada de acontecimiento. Insisto, nuestros actores son –todos—portavoces del autor, su choque estriba en enfrentar visiones sobre lo que el teatro es o debería, no hay misterio, ni suspenso, ni ardides entre grupos de personajes, ni gira un episodio en torno a uno o varios. El público consiste en esas obras que no pueden relatarse. Verla, he aquí todo su secreto; entenderla su desafío, nada fácil para un espectador estándar habituado al mero desfile de secuencias e interpretaciones.
Tercera advertencia, estamos en presencia de poesía en movimiento. No sólo por la conducción del homogéneo y exacto grupo de actores debutantes, sino por el lenguaje lorquiano, que por –quizás—única vez trasplanta su estética verbal, la de Romancero gitano e incluso Poeta en Nueva York, al teatro. El Lorca simbolista opera una tremenda ruptura con su propia dramaturgia. El público no se escucha, se bebe, asistimos a un recital poético animado y no a una serie de escenas.
¿Qué méritos tiene, entonces, la audacia de Lambertini y equipo? Muchos, sin duda. Sería suficiente verificar cómo un sexteto de jóvenes alumnos encarna un texto dificilísimo sin repetir y sin soplar, profundamente imbuído del espíritu de la obra, cómo dominan el estrecho círculo y mudan de máscara y vestuario desorientando lo previsible, cómo no se pierden ni una vez en la complejidad que se les plantea. Pero podemos acertar con otros logros. La mise: columnas truncas adornando los ángulos, tiradas entre ristras de laureles: el cuestionamiento total del teatro desde sus orígenes; las máscaras en los rostros que aumenta el distanciamiento, una malla de cascabeles, la representación del Público, del Amor, de la Belleza perdida, Cristo, la música desde un sintetizador furtivo. Vale la pena mencionarlos. Melisa Albisetti (el Público como un cuervo desaprensivo), Leandro Etchevarne (un Jesús simbólico de rojo), Federico Valderrama (el cicerone que nos invita a pasar), Virginia Scola (Julieta y una alegoría viviente del Amor), Jorge Cisneros (el atribulado Director), Mariana Tarrat (La Belleza Perdida). Simplemente, los actores que ya están renovando, revitalizando el teatro marplatense.El propio Lambertini, agazapado delante con su sintetizador, que, no podía ser de otra manera, en algún momento salta hacia el escenario para preguntarse eso: qué teatro debo hacer, el que pueda, el que sienta, basta ser honesto: cuál de los dioses invisibles nunca nombrados pero presentes (¿el mercado, la gente, los colegas…?) me lanzan como ahora a la arena de la palabra y el cuerpo.
Lo más importante. Cómo Daniel y sus discípulos se jugaron a una temporada pasatista –como siempre, en fin—tirándole un guantazo en la cara. Nunca mejor puesto el título. Una obra para crear su propio público, guste o no, obligándolo a pensar, sin concesiones. Osada identidad con el viejo y querido Federico: teatristas que, ante todo, son fieles a sí mismos. Hasta toda consecuencia.

Gabriel Cabrejas

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