sábado, 31 de enero de 2009

Teatro de un renegado, VIII

Boceto para teatro I, de Samuel Beckett y Mauro Molina
Creo, porque es absurdo



Hacer un Beckett puede ser la clave para distinguir a un director contemporáneo con todas las de la ley, pero también es el riesgo proverbial para actores, de esos que se suben a un cable oscilante sin red abajo: actuar es sencillamente subirse a un Beckett, transformar la perplejidad compleja del absurdo canónico en material fluído apto a la gente, poner un horizonte desbrujulado, casi sin referencias a cualquier drama previo, a la contemplación de un receptor inhabituado a la narración sin expectativas. Mauro Molina y sus criaturas, César Riveros y Facundo Cardosi, nos entregan un Boceto para teatro I inmejorable.
Hubo una única versión lugareña de Esperando a Godot a través de TAM (Teatro de Actores Marplatenses) de Roberto Galvé (1965), aunque su versión, más bien farsesca, no cuajó con el sesgo trágico del autor irlandés en lengua francesa. Claro, Ionesco resulta más digerible, ya que este otro gran profeta del absurdo se tomaba el sinsentido del universo en solfa. Beckett en cambio propone un infinito desgarramiento, sus personajes desesperan de la humana condición, si alguna felicidad cristalizan pertenece definitivamente a un pasado deletéreo y hoy sólo les queda lastimarse, des-entenderse, desovar alcohol sobre las pústulas sangrantes.
La indeterminación reina. Se llama Boceto para teatro I y desorienta a propósito, podría haber tenido cualquier otro título. Mezcla de Godot y Final de partida, los personajes son dos lumpenes como en el primer caso, y lisiados como el protagonista del segundo: éste gobernaba un palacio con criado y estaba igualmente solo y desamparado. Aquí, un capote azul astroso, una sola bota –la otra pierna, atada y descalza, ha sido amputada; del otro lado, un ciego en andrajos, lata de pordiocero, un supuesto violín vendado entero que nunca toca. El conflicto, una amistad improbable entre perdedores, diálogos a medias, discurso retrospectivo de abandónicos sociales que alguna vez tuvieron cierta clase indefinida de gloria o alegría. Parecen veteranos de guerra, y sin duda la perdieron, fuese o no una guerra convencional o la simple vida en sociedad. La humillación y la ternura se alternan: lo poco que se mueve el invidente será para que el otro lo use de caballo o trepe a cochocho. Los actores se especializan en Beckett durante el trascurso. Farfullan, se enciman, entonan una letanía que impulsa a reírse o compadecerse (las dos cosas se dan, y se sienten, al mismo tiempo), lloran y, sobretodo, se arrastran, circulan a saltos, se golpean como en una secuencia de gags del horror. Hay hasta una parodia de discurso científico, propia del dramaturgo de Godot.
En su buceo por Beckett, Molina y sus muchachos encontraron el espíritu exacto del absurdo. Poca iluminación –“la vida en blanco y negro”, dice uno de ellos--, un arenero en el piso del escenario y, brillante hallazgo, dos clepsidras semiocultas arriba, que despiden un delgado hilo de arena que los actores pocas veces llegan a tocar. Lo único constante en ese lamento a dúo es la quintaesencia del polvo, la cortina delgada que cae desde un cielo tan oscuro como ese suelo hecho para el viento. Patricio Contreras, en su versión de Godot (1999) trajeaba a su elenco con ropa de mendigos y llena de tiza, de modo que al moverse y entrecruzarse arrojaban al aire una nube de humo. Igual efecto, pululando en el arenal, logran los personajes en esta puesta, elemental y elocuente a la vez, despojada y sin embargo profundamente expresiva.
Premiado con el Estrella de Mar 2008 al mejor director off, un año después sigue siendo uno de los espectáculos inevitables del teatro marplatense. Molina y los suyos, jóvenes si los hay, consiguen lo que exige el buen drama. Que los espectadores esperemos el próximo.

Gabriel Cabrejas

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