La Revolución silenciada, de Andrés Lizarraga y Eduardo Lozano
El sonido y la furia de un largo silencio
(Si ves al futuro, dile que llegó)
El teatro histórico entraña dos riesgos, solemnidad y maniqueísmo, pero ellos mismos son su destino ineludible: por más que se los humanice sus agonistas son héroes y villanos, como en las fábulas con moraleja, y de eso sustancialmente se trata, porque más debiéramos llamarlo teatro político del pasado, dirigido a aleccionar al presente. Siendo sus criaturas producto de la Historia y no de la Imaginación, no existe libertad para el autor cuando debe encarnarlos en actores, y en última instancia quien tomará partido, le guste o no, es el receptor, que acordará o no con el punto de vista del dramaturgo. El verdadero intérprete, en el sentido del sentido de la pieza, será pues el público.
De eso hablamos al hablar de La revolución silenciada, la magnífica puesta sobre la gloria y agonía de Juan José Castelli, el patriota sentenciado de la Revolución de Mayo, en versión adaptada de Tres jueces para un largo silencio, el clásico que escribiera Andrés Lizarraga como primer lado de la Trilogía de Mayo –los otros dos, Santa Juana de América y Alto Perú—en 1960. Eduardo Rodríguez Lozano, director de Cenizas y Príncipe y princesa (1998), Las patriotas@com (2000), por citar algunas obras, la montó durante una temporada en que la Historia se hizo presente en el teatro, junto a La tentación (dirige Santiago Doria), del neorrevisionista Pacho O´Donnell. “Contar la otra Historia”, dice Juan Ruiz, que representa una suerte de mimo-payaso, ya en el foyer del teatro, al repartir escarapelas munido de un paraguas, a quien quiera ingresar a verla. Y en tal cosa coinciden los tres dramas: denunciar la realidad pretérita expulsada de los manuales escolares, divulgarla fuera de las aulas liberales, y sobretodo exhibir el fracaso de nuestros Fundadores, abandónicos, traicionados y enfermos, solitarios en su causa por las intrigas y mezquindades de la corrupta política de un país en nacimiento –prefiguración inquietante de las que habrán de venir en los siglos venideros.
Lozano y Luis Sirimarco, co-adaptadores, pergeñaron una síntesis del original, comprimiéndolo a un solo acto, eliminando personajes y virtiendo a los seleccionados entre seis actores. También la concepción escenográfica se autolimita: el living del latifundista Alvarado es también el despacho de Castelli, su lecho en la cárcel y hasta el tribunal. Este último, que ocupa el capítulo final de Tres jueces, sufre una parodia extrema, reducido a dos pelucones sobre cabezas de maniquí y luego a dos títeres, que Ruiz manipula, y así burla a dos (y no tres) magistrados, los que enviara el Buenos Aires de Saavedra para sentenciar, no para juzgar, a Castelli. El trabajo sincrético de los autores, destaquémoslo, es una astucia supina. Suprime accesorios, como el marido de Juana Azurduy, otros testigos del juicio, varios soldados, un diálogo entre presos que reconocen al patriota-reo, y a cambio multiplica las sabidas capacidades del elenco, que desempeña roles muy distintos en sendos actores. Ejemplo, el de el propio Sirimarco, un ricachón cobarde de voz aflautada y el general Viamonte –responsable de abandonar el campo de batalla en Huaqui, presumiblemente bajo órdenes del ejecutivo porteño a fin de culpabilizar a Castelli y desampararlo. O Emma Burgos, una de nuestras grandes actrices, que es una patricia reaccionaria y luego nada menos que Juana Azurduy. Ruiz, maestro de ceremonias con cara enharinada y aspecto bufo, comentarista sin palabras de lo acontecido, viene a enlazar pasado y presente, abrevia las partes omitidas, contrapuntea la tragedia riéndose de lo lamentable. No faltan sutilezas realmente brillantes. Una radio, al costado del escenario, hilvana discursos políticos de toda época, desde comunicados militares a la voz del Che. Otra: Viamonte entra a escena como si desfilara, se cuadra y... viste un uniforme del ejército argentino actual.1
Pero no podemos dejar de exaltar el estentóreo oficio de las principales siluetas masculinas. Pablo Milei (Castelli), Pablo Gil Villafañe (Alvarado, Balcarce) y Marcelo Goñi (su Monteagudo le valió la nominación al Estrella 2008), tienen una poderosa pregnancia y un dominio absoluto del espacio cada vez que se paran en él. De igual eficacia son los otros coadyuvantes de la puesta, la banda de sonido a cargo de Darío Ponce de León, el diseño de luces de José Barrera y el entrenamiento corporal y coreográfico de Marta Sol Bendahan.
La revolución silenciada, en definitiva, es una apuesta fuerte del teatro marplatense, que decidió aventurarse en el drama histórico y, de la mano de Lozano y su tan idóneo grupo de profesionales, acaba de darnos dos lecciones inolvidables: la revisión de la Historia y la calidad de nuestros hombres y mujeres teatristas. Dos realidades que conocíamos, y que gracias a ellos están más que nunca presentes.
Gabriel Cabrejas
1 La obra hace hincapié en un dato no menor: los jacobinos de Mayo pretendían que su revolución no fuese sólo política sino también económica, procediendo a implementar una reforma agraria que repartiría los latifundios entre los desheredados, lo cual explica la oposición de la clase terrateniente lugareña, en este caso, del Noroeste del ex virreinato, y las arengas incendiarias de las autoridades eclesiásticas, fieles defensoras del status quo colonial. Véase Andrés Lizarraga: Tres jueces para un largo silencio, edición del CEAL, 1982. Se publicó junto a El señor Galíndez, de Eduardo Pavlovsky. Mencionemos asimismo que la ironía trágica que aquejó a Castelli, el orador de la Revolución que murió de cáncer de lengua, inspiró al novelista Andrés Rivera (La revolución es un sueño eterno).
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