Salvajes unitarios
A punto de colocarse Relatos salvajes en la gatera del Oscar, vale la pena recordarla, y a otras películas exitosas del 2014, dos de ellas policiales. El empaque comercial no les resta virtudes; después de todo nuestro
cine tuvo una época dorada en que se podía hablar de una industria pujante. Lo
siguiente, un recorrido sucinto y poco exhaustivo, en procura de reconquistar
la venia de un público errático y escasamente adicto a lo nuestro.
El regreso de un narrador vigoroso. Con 228 salas de estreno, un presupuesto abultado, elenco
de estrellas y la distribución de la major
americana Warner Bros, Relatos salvajes,
opus 3 de Damián Szifrón recabó tres
millones de espectadores, cifra casi absurda pero absoluta-mente merecida. La
apelación a la realidad candente que se encarama en el nombre, y la sobre-carga
de violencia, venganza desbocada en grado de implosión, intolerancia y hasta
racismo, explica mejor la receptividad de la película casi tanto como los
nombres descollantes, que, es bien sabido, no pueden ausentarse cuando se
buscan respuestas de un espectador bastante reacio a los productos nacionales,
muchos de los cuales, convengamos, lo ignoran o desprecian olímpi-camente. Relatos, pues, no alude sólo a la
estructura narrativa breve, exigida de concentración-acción, sino al elemental
imperativo de contar alrededor de
personajes definidos, en vez de la pura imagen gestual preñada de sugerencia,
climatológica, pero sin nada de qué agarrarse, sin argumento ni final, disvalores
del llamado Nuevo Cine Argentino sin
embargo tan loados por los cinéfilos recalcitrantes.
El creador de Los simuladores, lo mejor en ficción televisiva unitaria de los 90,
o Hermanos y detectives, digna
heredera del 2007, y los largometrajes El
fondo del mar (2003) y Tiempo de
valientes (2005), vuelve al ruedo después de un silencio de nueve años, y
tan superior resulta Relatos a sus
antecesoras que cabe suponer semejante lapso para pensarla al detalle. El texto
inicial, previo títulos, la trampa de un avión en pleno vuelo cuyo pasaje
consiste en quienes humillaron al que los reunió dentro (protagonista Darío Grandinetti) y previsiblemente va
camino al siniestro, podría imaginarse una autorreferencia a los meditados
ardides de Los simuladores. Su planteo,
de arranque, funciona de admonición: el tema será el pase de facturas. Del paso
de comedia negra salta al policial negrísimo, yugulado de comicidad. Julieta Zylberberg, una angustiada y desclasada camarera de un bar en la
ruta; Rita Cortese, la resoluta
cocinera de pasado presidiario; César
Bordón, despreciable sujeto, conocido de la primera, y sus afanes
políticos. El casting no podía ser
más perfecto —a los tres les calza el personaje y prepara, a partir de esta
segunda historia breve, las extensas, todas caracterizadas, unas y otras, por
una afinada conducción de actores. Hay también una trepada de clase, viendo a
los responsables de la segunda sección entre los renglones altos con todas sus
miserias, trapisondas y rencores soterrados.
Y así, se ensartan la de Leo Sbaraglia y su Audi
en medio de las polvorientas rutas jujeñas, y un insulto al chatarrero morocho
que desencadena una absurda bacanal de revancha sin fin, toda una alegoría del
país racista y resentido de hoy. A Ricardo
Darín le toca el episodio del ciudadano común enredado en el autoritarismo
burocrático kafkiano por una multa injusta de mal estacionamiento, y su
estallido (literal: es ingeniero en explosivos) cuando la nimiedad le ocasiona
un derrumbe en cascada de su vida entera. Oscar
Martínez encarna al padre de familia opulento capaz de sobornar al
jardinero para evitar que su hijo vaya a prisión después de atropellar a una
mujer pobre en la calle; un desenlace tremendo que superpone iniquidades cierra
magníficamente la intriga. En cuanto a Erica
Rivas, le toca el paso de farsa oscura, una boda judía en la cual la
casadera se entera de un desliz del flamante novio y arma descontrol de
aquéllos, esta vez sin efusión de sangre pero fiel al dibujo de furia contenida
y exceso demencial en la mano propia
que tanto se predica, aunque brote en una ocasión poco significante. En todas
las lecturas Szifrón es ecuánime. No
toma partido, sólo describe, y si ejerce el juicio, condena siempre. Excepto en
el tramo de Darín, no explica ni justifica. El fresco de una sociedad anómica,
sin policías ni Estado a la vista –no es que no exista, la gente no se ocupa de
reclamarlo ni le importa, llevada por sus peores instintos sin exclusa, y
cuando éstos se desatan, su situación empeora—, una sociedad que desespera de
regular sola su idea de justicia, olvidada de las consecuencias de los actos,
parece el legado cinematográfico de nuestro tiempo, incluso de nuestro tiempo
universal. Imagino al público yanqui fascinado ante tanta vindicta personal,
amante como es de los vengadores o, como dicen acá los fascistas, justicieros.
Una palabra se merece la reacción del
espectador local, bastante cuestionable, diríamos alarmante. Se ríe
nerviosamente en el cuento de Sbaraglia, mientras las imágenes son
estremecedoras y no dejan margen para la carcajada. ¿Nos divierte la búsqueda
apasionada por destruir al otro? ¿Se habrá convertido la ética de convivencia
en un chiste oscuro? En las andanzas de Darín se aplaude a rabiar, encantada la
platea con el tweet que aconseja
volar la AFIP. Algunos creerán que Damián
S. critica la ineficiencia oficial, a pesar de que las grúas de acarreo,
tercerizadas, pertenecen a la comuna porteña.
Relatos,
en fin, quizás sea la gran película del año, cercana a nuestra experiencia,
profun-damente comprometida y crítica, y, encima, apta para las polémicas que
nos debemos.
Gabriel Cabrejas
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