viernes, 6 de febrero de 2015

Filmes argentos 2014

Salvajes unitarios

A punto de colocarse Relatos salvajes en la gatera del Oscar, vale la pena recordarla, y a otras películas exitosas del 2014, dos de ellas policiales. El empaque comercial no les resta virtudes; después de todo nuestro cine tuvo una época dorada en que se podía hablar de una industria pujante. Lo siguiente, un recorrido sucinto y poco exhaustivo, en procura de reconquistar la venia de un público errático y escasamente adicto a lo nuestro.

El regreso de un narrador vigoroso. Con 228 salas de estreno, un presupuesto abultado, elenco de estrellas y la distribución de la major americana Warner Bros, Relatos salvajes, opus 3 de Damián Szifrón recabó tres millones de espectadores, cifra casi absurda pero absoluta-mente merecida. La apelación a la realidad candente que se encarama en el nombre, y la sobre-carga de violencia, venganza desbocada en grado de implosión, intolerancia y hasta racismo, explica mejor la receptividad de la película casi tanto como los nombres descollantes, que, es bien sabido, no pueden ausentarse cuando se buscan respuestas de un espectador bastante reacio a los productos nacionales, muchos de los cuales, convengamos, lo ignoran o desprecian olímpi-camente. Relatos, pues, no alude sólo a la estructura narrativa breve, exigida de concentración-acción, sino al elemental imperativo de contar alrededor de personajes definidos, en vez de la pura imagen gestual preñada de sugerencia, climatológica, pero sin nada de qué agarrarse, sin argumento ni final, disvalores del llamado Nuevo Cine Argentino sin embargo tan loados por los cinéfilos recalcitrantes.
  El creador de Los simuladores, lo mejor en ficción televisiva unitaria de los 90, o Hermanos y detectives, digna heredera del 2007, y los largometrajes El fondo del mar (2003) y Tiempo de valientes (2005), vuelve al ruedo después de un silencio de nueve años, y tan superior resulta Relatos a sus antecesoras que cabe suponer semejante lapso para pensarla al detalle. El texto inicial, previo títulos, la trampa de un avión en pleno vuelo cuyo pasaje consiste en quienes humillaron al que los reunió dentro (protagonista Darío Grandinetti) y previsiblemente va camino al siniestro, podría imaginarse una autorreferencia a los meditados ardides de Los simuladores. Su planteo, de arranque, funciona de admonición: el tema será el pase de facturas. Del paso de comedia negra salta al policial negrísimo, yugulado de comicidad. Julieta Zylberberg, una angustiada y desclasada camarera de un bar en la ruta; Rita Cortese, la resoluta cocinera de pasado presidiario; César Bordón, despreciable sujeto, conocido de la primera, y sus afanes políticos. El casting no podía ser más perfecto —a los tres les calza el personaje y prepara, a partir de esta segunda historia breve, las extensas, todas caracterizadas, unas y otras, por una afinada conducción de actores. Hay también una trepada de clase, viendo a los responsables de la segunda sección entre los renglones altos con todas sus miserias, trapisondas y rencores soterrados.
  Y así, se ensartan la de Leo Sbaraglia y su Audi en medio de las polvorientas rutas jujeñas, y un insulto al chatarrero morocho que desencadena una absurda bacanal de revancha sin fin, toda una alegoría del país racista y resentido de hoy. A Ricardo Darín le toca el episodio del ciudadano común enredado en el autoritarismo burocrático kafkiano por una multa injusta de mal estacionamiento, y su estallido (literal: es ingeniero en explosivos) cuando la nimiedad le ocasiona un derrumbe en cascada de su vida entera. Oscar Martínez encarna al padre de familia opulento capaz de sobornar al jardinero para evitar que su hijo vaya a prisión después de atropellar a una mujer pobre en la calle; un desenlace tremendo que superpone iniquidades cierra magníficamente la intriga. En cuanto a Erica Rivas, le toca el paso de farsa oscura, una boda judía en la cual la casadera se entera de un desliz del flamante novio y arma descontrol de aquéllos, esta vez sin efusión de sangre pero fiel al dibujo de furia contenida y exceso demencial en la mano propia que tanto se predica, aunque brote en una ocasión poco significante. En todas las lecturas Szifrón es ecuánime. No toma partido, sólo describe, y si ejerce el juicio, condena siempre. Excepto en el tramo de Darín, no explica ni justifica. El fresco de una sociedad anómica, sin policías ni Estado a la vista –no es que no exista, la gente no se ocupa de reclamarlo ni le importa, llevada por sus peores instintos sin exclusa, y cuando éstos se desatan, su situación empeora—, una sociedad que desespera de regular sola su idea de justicia, olvidada de las consecuencias de los actos, parece el legado cinematográfico de nuestro tiempo, incluso de nuestro tiempo universal. Imagino al público yanqui fascinado ante tanta vindicta personal, amante como es de los vengadores o, como dicen acá los fascistas, justicieros.
  Una palabra se merece la reacción del espectador local, bastante cuestionable, diríamos alarmante. Se ríe nerviosamente en el cuento de Sbaraglia, mientras las imágenes son estremecedoras y no dejan margen para la carcajada. ¿Nos divierte la búsqueda apasionada por destruir al otro? ¿Se habrá convertido la ética de convivencia en un chiste oscuro? En las andanzas de Darín se aplaude a rabiar, encantada la platea con el tweet que aconseja volar la AFIP. Algunos creerán que Damián S. critica la ineficiencia oficial, a pesar de que las grúas de acarreo, tercerizadas, pertenecen a la comuna porteña.
  Relatos, en fin, quizás sea la gran película del año, cercana a nuestra experiencia, profun-damente comprometida y crítica, y, encima, apta para las polémicas que nos debemos. 

Gabriel Cabrejas

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