martes, 1 de enero de 2008

Sociología berreta, 2

El viaje a ninguna parte

La experiencia de viajar en colectivo es tan pedestre –digo bien, de los que andamos a pata—que desborda filosofía, tan comunarda que da pudor hablar de ella, tan humillante que sentimos difícil merecerla. Las siguientes obviedades tienen, entonces, el magro poder de consolar.
La selva: El bondi empaqueta una alegoría de nuestro funcionamiento como sociedad. Elegimos tomarlo, porque no queda otra, y por lo tanto toleramos al conductor, pese a que no nos llevará, casi nunca, adonde queremos, sino al lugar aproximado, luego de lo cual deberemos caminar, que era nuestra primera opción –quedarnos de a pie. A veces viene un transbordo, o sea, no sólo no nos lleva al lugar exacto, sino ni de cerca, y gastamos doble pasaje. Dentro del vehículo entre elegido y soportado, coexistimos pero no convivimos, cohabitación sin sexo excepto el sensorial seco –esas tetas que se agitan, ese bulto que se apoya-, hay privilegiados aparentes –el discapacitado, el anciano, la mujer y su beba dentro o fuera de ella—que en realidad son sentenciados bebiendo su última voluntad; privilegiados dolientes –el tipo sentado del lado ventanilla, que piensa todo el tiempo cómo hará para salir con el bondi lleno; ganadores por mero azar o punto de partida –se sentaron antes, partieron primero pero a costa de levantarse más temprano, no ceden el asiento aunque vengan degollando, viven próximos a la largada que sin embargo suele estar en las afueras y lejos del trabajo- y perdedores mayoritarios, que viajan parados, los más dichosos algunas veces y los menos, directamente siempre. El Conductor no es un triunfador: se sabe odiado y manejar es su módica venganza, como único que tiene la butaca garantida, los pasajeros lo son por resignación y descarte y no por entusiasmo ni adhesión a su causa. El que está mejor, sin serlo, es el tipo de allá al fondo. Sí, ése: mira todo el panorama, no entrega su silla porque los que llegan allí van a bajar pronto, y se ubicó junto a la puerta. Tampoco es un winner indiscutible, cuando lo rasguña la tromba de frío invernal al abrirse. La sociedad, en fin. Lo creemos provisional, como todo tránsito, y en eso consisten la vida entera, y la convivencia. Lo accidental convertido en permanente y la elección en condena.

La fauna: Acaban de subir los pibes. Delantal o uniforme, el cole es la continuidad del recreo en movimiento. No se sacan la mochila, pisan a la del juenete, se tiran del pelo y se sacuden un manotazo que, rogamos, no pifien, y hablan a gritos. Nunca son menos de ocho por parada, aunque sean tres en total: parecen multiplicarse con sólo subir. La morocha de musculosa y celular tiene unos labios de tragarse un pan flauta y cuando no monologa, tipea teléfonos y más teléfonos. Ahí llegó la del supermercado chino, ahíta de bolsas que derrama sobre el piso. El cieguito, comúnmente, es el más educado. En la ganchera, nuestros brazos simbolizan el asalto en plena ejecución. Al punguista lo delata la cara, pero nadie se la mira. La gorda no espera respeto, ni lo ofrece. Uno lee, jugando al autista, y casi lo logra, pero nunca es Sobre héroes y tumbas sino autoayuda, y vaya si la necesita. Hay otros uniformes: enfermeras y ningún médico; el de corbata es vigilante privado; la de portafolios Santillana, teñido y anteojos, una docente; el de mp3 un universitario; los que viajan dormidos, no se sabe cómo, siempre despertarán a unos metros de su destino, un tercer ojo adiestrado que los aisla y espavila a punto. Y el que chamulla al chofer, y el porcino que te muerde el boleto cuando vas ensardinado o cuando lo perdiste. Y el encuentro casual con quien no esperabas ni querías, el vendedor persuasivo que semirregala basura, el que no pide permiso jamás, el que bosteza mal aliento, el estornudante solidario en microbios, la culona, el quejoso, el comentarista, las tres gitanas enormes y riendo o peleando, el que abre La Nación a tu lado, el que baja en la Terminal con tres valijas, el hincha, el cana que nos hace sentir más inseguros, el oso, el canguro, el perro, el guanaco... ¿Será posible que siempre vaya lento cuando uno está apurado? Sí, tiene que cumplir horario y va adelantado... Yo, no.

La flora: Aliento a faso, a porro, a los dos, a desayuno, a despertar. El que se colgó del caño superior no usa Axe, al que viene de laburar ya se le evaporó. Vidrios esmerilados por nuestra culpa, ¿será ésta la esquina o la pasé? Atchís, salud, subís sano y bajás enfermo en alud. Cuánto perfume para tan poca mujer. Gordo, el pedo, ¿no podía esperar? Los pibes borrachos del fondo acaban de devolverle a la sociedad su trasgresión alcohólica. Cada bache es un buche que la ciudad se hace con nosotros. La frenada súbita prueba la inercia como si los pasajeros fuésemos estudiantes de física. El bocinazo, dice el sticker en la luneta del Fiesta, no convierte mi auto en helicóptero. El humo del gasoil, el calor del motor, la estridencia de un choque. El Focus cruzó en amarillo, la indefinición con que comienzan todas las polémicas, partió el radiador y el capó quedó como una boca desdentada, el seguro le pagará al cole, que no muestra sino una pared descascarada. Demora y los pasajeros deben tomar el que sigue: venían cómodos y terminarán apiñándose.

El león: El fercho es un asalariado, después de todo, y sabe que en general no lo queremos. Todo servicio al cliente, implica desgaste y hartazgo, pero éste, a cambio del cadete de hotel, la sirvienta, el maestro/a, el dependiente de comercio y otros, tiene contacto mínimo con su clientela, y encima atiende en simultáneo, si bien en nuestra ciudad la jodida tarjeta magnética resume a poco o nada, sólo estirar un brazo, la atención al consumidor. Las calles son un dédalo interminable, complejo, pozeado, cada vez más difícil de transitar, y mover al monstruo de fórmica y cuerina a través de estrecheces de calzador significa introducir la aguja en un capilar esquivo. En ese semi infierno inyecta el conductor su estilo de vida, o de muerte, como una sustancia ahíta de virus en un organismo de por sí enfermo. Mal arriado, el tipo carece de sentimientos hacia el Rebaño y no los espera de él, que tendría mejores cosas para hacer en vez de estrujarse entre los asientos con destino a un trabajo injusto, flexibilizado, inconstante, que por lógica convirtió fatalmente el tránsito en parte del trabajo, cuando debiera ser la pausa para tomar aliento y energía o el merecido descanso luego del yugo. De nuevo el símbolo: gente que elige ser esclava, que perdió sus derechos sociales y económicos, empujados ida y vuelta desde y hacia ninguna parte por una bestia portátil –micro y chofer- contenedor de resignaciones y rencores.

El cazador: El beneficiario único es el empresario transportista, que no viaja en bondi. En Mar del Plata es casi monopólico, tiene de rehén al gobierno municipal, chantajeado a cada rato con las tarifas, carísimas, usando el argumento de que hay demasiados pases gratuitos o de descuento –el mismo precio para ir al Puerto, al Centro o a cinco cuadras de tu casa--, y el agravante de eliminar el metálico y sustituírlo por el plástico prepago, que financia el viaje antes de realizarlo, uses o no el bondi. La excusa, como se recuerda, fue evitar los robos: ahora el único que roba es el dueño de la empresa. Años de crecimiento y no se renovó la flota, ni se aligeró el karma de esperar bajo la lluvia o el frío que pase el bastardo después de las once de la noche. Tarjetas que se vacían de golpe, pasajeros que se ven obligados a mendigar el boleto a los otros usuarios, caminatas para cargarla –los comerciantes detestan la maquinita, las colas en el local, el escaso porcentaje que perciben; admitámoslo, pierden tiempo y solidaridad a la vez...—y todo gracias a la pasividad del Rebaño. Otra característica argentina notoria en este símbolo. Sentimos que tomar el cole es provisional, que ya tendremos auto, que no importa, que vendrá el siguiente o algún día, evidentemente sin nuestra participación, la realidad será más justa o lo será para mí y este martirio será un recuerdo.
En fin. La desaprensión, el individualismo de vivir con los walkman puestos, hace que lo pasajero sea eternamente provisional. Y de pasajeros nos hemos vuelto residentes de una selva donde seguimos soñando ser el león o el cazador y somos parte, apenas, de la fauna.

Gabriel Cabrejas

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