Hace demasiado tiempo, un niño desterrado por el hambre, buceaba muy profundo para rescatar las monedas que arrojaban los turistas a la fuente del deseo.
El miño creció y los hijos al igual escarbaron las ofrendas durante generaciones.
Fundaron un oficio que, de tan perseverante, los transformó en peces.
Las monedas poco valían allí abajo, sin embargo espejaban la escasa luz que se hundía. Lentamente quedaron ciegos.
Cuando escasearon las migajas que caían al fondo, el hambre de nuevo los amenazó. Obligados, comenzaron a alimentarse con monedas. Entonces sufrieron la segunda metamorfosis: la carne se fundió con el metal mutando naturalmente en peces cibernéticos, y que por una cuestión metabólica heredada, absorbían luz.
Pronto la superpoblación los empujó a la superficie. Emergían de a miles y el exceso de alimento los cuantificó, hasta revestir al planeta con una cáscara metálica.
Hartos de incomodarse y obedeciendo al mandato de la territorialidad, las criaturas, guiadas por una única conciencia, despegaron. Sólo la expansión garantizaría la supervivencia.
Así colonizaron el sistema bebiendo los haces del sol. Pero no advirtieron que el hambre eterna los condenaría a derretirse al circundarlo.
Esta vez fueron gotas de metal errando caóticamente. También esa conciencia unificante fue disuelta, aunque las gotas mantuvieron esa necesidad compulsiva por la luz. Y fueron atraídos hacia ella, viajando juntas en toda dirección.
Las gotas rociaban todo aquello que percibía claridad.
Una tarde, mientras un niño lanzaba una moneda en una fuente, sintió caer un destello desde el cielo y hundirse en su piel.
Vicius Clem
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