jueves, 1 de agosto de 2013

Reflexiones de un renegado, 2013

Educandos inadecuados

Un viejo docente sentenciaba que la riqueza conspira contra la grandeza. Grandeza no quiere decir tamaño, sino calidad; no es gordura sino altura, no es longitud sino proporción. El mito de que somos un país rico, que siempre vendrá la lluvia abundante tras la sequía, que la inflación de recursos naturales ha signado a nuestra tierra como paraíso de la promisión y la providencia, en pocas palabras la cantidad extensiva mezquinándole espacio a la calidad intensiva, conspira contra la probidad educativa, la subsume a un dato extra, un plus, como el edulcorante al café. Sin él mejora el sabor, pero puede prescindirse. Un perfume en una piel bañada, que sin el aroma igual está limpia. Según los resultados de una encuesta realizada durante los 90, los argentinos creían que debían resolverse primero, y para siempre, los problemas económicos, y sólo después dedicarse a la educación, algo superfluo o cuanto menos suntuario. La inconsistencia de una relación obligatoria entre ambos términos caracteriza al imaginario. Conclusión, ¿quién necesita realmente educarse cuando siempre habrá riqueza? Su repartija, al parecer, no depende de estar preparado, o bien, estar preparado para su acceso o adquisición no necesariamente depende de saber hacerlo. Saldrá solo, habrá palenque donde rascarse, siempre. En aquella triste época en que Japón pintaba de gran modelo a seguir, se decía que la isla del Pacífico era el contraste perfecto de la Argentina: no tiene nada y logra todo, mientras nosotros tenemos todo y no hacemos nada. “India es un país demasiado pobre para no invertir en educación”, meditaba Jawaharlal Nehru, sucesor de Gandhi. Mahatma, hacéme Gandhi. Poca tierra, mucha gente, pobreza hereditaria por añadidura. Crecer en altura, ya no se puede a lo ancho. La Argentina, rica y enana. A pesar de que la inversión en materia educativa ha sido espectacular, mal que le pese al gorilismo en boga, y no puede predicarse un desinterés objetivo del gobierno hacia la instrucción pública, la educación argentina sigue en crisis, producto de un modelo impuesto desde la Reforma del 94 y cuyas consecuencias sufrimos todavía hoy. Como anillo al dedo, ese (contra)modelo encajaba perfectamente con un país en proceso de jibarización, que sólo iba a incrementarse en el área servicios, previo aniquilamiento de la estructura productiva terciaria. Endeudados hasta la médula, vendiendo commodities y comprando productos elaborados sin restricción aduanera, se desarmaron las escuelas técnicas —¿quién las necesitaría?—y se embruteció ex profeso al alumnado, se achicó la matrícula estatal en beneficio de la educación privada, de manera que a la fragmentación social siguió la educativa. O sea, los coles privados formarían a la clase dirigente, bien dotada de insumos, aulas luminosas y calefaccionadas, docentes malpagos pero impedidos de reclamar y hacer huelgas como simples e intercambiables obreros de una fábrica, mientras los coles del Estado se destinaba/condenaba a los pobres y la clase media debilitada, profesores en huelga intermitente, espacios en situación calamitosa, ausentismo, deserción, insuficiencias. Todo intento por recuperar el tiempo desperdiciado, se sabía, iba a colisionar contra ese desbalance. Había que empezar de cero en la educación popular, y a cambio la privada seguiría evolucionando sin interrupciones. Un buen día, o un mal día, los chicos no pudieron más y, hartos de promesas de mejoras edilicias sin respuesta, tomaron los establecimientos. Y allí surgió una grieta profunda, mayor a las que aquejan a las paredes. El miedo a los jóvenes, la consecuencia más dolorosa de la des-educación. Guste o no, somos responsables todos, en grado diverso. Año electoral en el que el fascismo relativo ambiente burbujea y desborda, y se pide que la violencia vuelva a ejercerla el Estado, e indiferentes a la educación como siempre lo fuimos, se trató por todos los medios de demonizar a las víctimas, es decir, nuestros pibes. Después de tildarlos de ejemplares botánicos, hundidos en el android y la oreja en la cumbia, llenos de piercing y con los pulgares callosos de play station, casi analfabetos funcionales a los que se debe enseñar a leer aún en cuarto año, sanguíneos y acólitos del reviente, contestadores, abolicionistas de cualquier autoridad, malhablados y usuarios de un vocabulario de no más de veinte palabras, que un grupúsculo haya decidido tamaña determinación de compromiso —tomar escuelas—no se acreditaba sino a nuestros perversos politicuelos, oficialistas y opositores pero más de lo primero, que melonearon, lobotomizaron, idiotizaron a púberes que, de suyo, ya considerábamos semiidiotas. Los adultos los dejamos olímpicamente solos. Damos vergüenza por esta actitud, pero más vergüenza nos debiera dar la educación que les dejamos, arrastrada desde la década neoliberal, y que no pudimos, o no quisimos, cambiar en lo esencial. La pregunta es muy maleducada: ¿qué carajo hicimos para impedir que las cosas llegaran a esto? Cierto: trabajamos mucho, bajamos el nivel hasta ellos (no les importa nada, no entienden ni quieren entender, la mayoría carece de proyecto personal, van a ver películas dobladas porque no pueden leer los subtítulos, ni siquiera cantan el himno y si les pinta nos putean), sufrimos sus desplantes, el abandono en que nos dejan las autoridades pedagógicas, el papeleo inservible de múltiples planificaciones, los insultos de los padres que no parecen tener injerencia en la pésima conducta de sus hijos, la paranoia ante la responsabilidad civil, la falta absoluta de correctivos. Difícil pedirle a los docentes que procuremos liderar la transformación y la crítica. ¿Con qué tiempo? ¿Con qué voluntad? ¿Para quiénes? Y sobre todo, ¿quién nos ayudaría? ¿Cuándo? Cuestión que las hipocresías y la soberbia típicas de la clase media argentina se han puesto de manifiesto, por supuesto, sin mucho testigo y a puerta cerrada, no sea cosa que trascienda nuestro incurable fascismo. Ese doble estandar que nos hace bautizar a los bebés con nombres mapuches pero al ver un morocho en la calle cruzar de vereda, es el mismo que nos invita a parar 96 horas seguidas sin preguntar a los chicos si les jode, pero los aislamos y satanizamos cuando paran ellos, y en nombre de nosotros. Ya que, sabiendo el estado de mierda de los colegios, el plano inclinado del sistema, la nula intervención de los papás siempre que les funcione el estacionamiento de seres vivos, aún así no movimos para cambiar nada, debimos haber participado, solidariamente, con nuestros chicos, lo cual habría resuelto en breve el pequeño caos. Cierto, durante la noche final, previa al levantamiento, los centros de estudiantes, o los chicos sin encuadre de un centro, festejaron. Y lo hicieron como suelen hacerlo los de su generación, con generosas dosis de reviente, aunque más moderados cuando hubo algún control. La toma terminó empañada en al menos un par de escuelas: robo de netbooks, destrozos, actos menudos de vandalismo. ¿Cómo explicar que un reclamo por mejores edificios se ensuciara con su peor contradicción? Es que no todos los adolescentes comprometidos tienen el mismo grado de compromiso, sus representantes están aprendiendo y los colegios, a veces, son excesivamente extensos para poder ser controlados, y, digámoslo, dejarlos solos tiene sus consecuencias nefastas. En una sociedad donde se cree que los menores —sobre todo si son negritos—debieran ir a la cárcel común y sufrir las penas correspondientes a los mayores por iguales delitos, en cambio se los considera incapaces para adquirir conciencia política, involucrarse directamente en los problemas que les competen, ni tan siquiera opinar y discutir con los adultos. Dicho mal y pronto, merecen perder su libertad porque son responsables del mal, pero no pueden ejercerla cuando quieren realizar el bien. Les enseñamos el resentimiento, pero no aceptamos que se resientan. Los amamos, y los despreciamos cuando no hacen lo que esperamos. Les impartimos lecciones de ciudadanía (existe la asignatura…) pero los impugnamos cuando la practican. Si fueron buenos y malos al mismo tiempo, si una mañana protegen la institución y una noche la saquean, ¿cómo juzgarlos, si los adoctrinamos en el doble discurso? Pasaron meses desde la toma. Mar del Plata lo olvidó y siguió su semivida. Por eso a mí, que soy un renegado metido en el sistema, se me ocurre recordarlo.  

Gabriel Cabrejas
gabcab2003@yahoo.com.ar

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