El
zapato indómito, de Maslíah por Sebastián Villar
La fiesta del
clown social
Sin
duda, el teatro nuestro está pasando una época formidable navegando la crisis
como si nada. Romper la valla de la localidad fija a cambio de la gorra, el sobre o la cooperación
solidaria, según sean la sala o el espectáculo, ha abierto de par en par
las puertas a la libre circulación de público, constreñida hasta entonces a los
costos de entradas inasequibles a pesar de ser más baratos que los porteños de
temporada. Pero sería injusto atribuir al usted
ponga el precio el actual fenómeno: actores y directores se han jugado, se
están jugando a liberar la estética marplatense de su estrechez de solemnidad y
tragedia hacia un nivel de
competitividad —perdóneseme la horripilante palabreja—que casi no
registra antecedentes excepto los tempranos 70.
Y en eso andan Oscar Miño, Marcelo Goñi y Seba Villar, los responsables (más bien irresponsables) de El zapato indómito, obra difícil de un
autor difícil si lo hay, el polifacético uruguayo Leo Maslíah. Porque es
complejo el absurdo cómico, sobre todo si se lo adapta al desfiladero del
discurso social disimulado por la carcajada, como que una situación cotidiana
de cualquier fábrica argentina de hoy sirva para caerse de risa y, encima, no
sentir culpa alguna. Porque en la libertad desatada del humor todo cabe,
incluso reflexionar después de salir, y antes, disfrutar la fiesta del clown.
Ahora bien, una obra empieza desde el programa. Al espectador le dan un
bollo de papel y uno se pregunta si se lo deberá sacudir al intérprete. Y,
desplegado, se lee el reparto técnico en ganchuda letra script cursiva y en enrevesado lenguaje de la burocracia, ése que
no echa sino prescinde de sus servicios
y derrocha eufemismos pare decir que sobramos millones. Mejor símbolo de todos nosotros en estos tiempos no
existe: un manuscrito arrugado hecho pelota, la ley de la prescindibilidad.
Claro, lo venidero no será, ni por asomo, un drama de trabajadores salpicado de
biografías tristes, eventualmente con alguna graciosa, como lo fue la (siempre)
vigente Línea de tres de Marcelo
Marán. El zapato junta, impune, la
payasada, el chiste verbal, el absurdo, el teatro social y las vanguardias que
se les ocurran.
Miño es el empresario de traje, un cabello dieciochesco, bigotes en
firulete pintados, y toques de color rojo: un mega-payaso de los que
encontramos en la calle, vestidos, precisamente, de empresarios. Goñi, el
capataz, lleva overol y una peluca ovejil como el pelo del Pibe Balderrama. La historia, 2000 o 1500 zapatos a producir en
tiempo récord, y después, el despido de los obreros. ¿Ocultárselos? ¿Enterarlos
del seguro de desempleo? Y lo más grave: ¿Fabrico o importo? “No necesitan el
trabajo, necesitan el sueldo”, constata el Jefe. Escenografía cero. Dos pilas
infinitas de papeles que, uno anticipa, no se quedarán allí quietas en toda la
larga escena sin interrupciones. Vodevil de factoría. El capataz Churchill
Méndez (sic) entra y sale, informa
los avances o demoras, la rebelión o el apuro, de los operarios. El dueño
Abayubá O´Connors (sic) cavila qué
carta de recomendación (o denuesto total) escribirá a cada obrero, y no conoce
sus nombres. Los dos, discuten la autenticidad de un cheque. Un cuchillo de
carnicero, exagerado como un alfanje, saldrá de entre las ropas del capataz. Y
el diálogo de gags, retruécanos, ironías, gesticulación inclasificable,
salutífera locura general sobre fondo negro. La actuación supera muchísimo de
lo visto hasta ahora, más en consideración de personajes muy distintos de ambos en otros contextos. La puesta de Villar es
complicadamente simple como la dirección de actores. Hablan la luz, el cuerpo,
la dicción rarificada a propósito, el juego del clown consigo mismo. Es el
momento ideal del país para construir teatro sobre la disyuntiva: ¿lloramos la
hecatombe colectiva o mientras tanto nos reímos hasta las lágrimas de nuestro
propio patetismo? Lo último también es respuesta válida. Como se enrola también
en el cine mudo, El zapato deja un
instante a la correría a través del espacio, iluminada con el parpadeo de un
montaje que la asemeja a una película cuadro por cuadro.
(Importante destacar el crecimiento y la calidad que adquirió El Galpón en veinte años. El escenario
independiente más ancho y profundo (sólo El
Club del Teatro parece empardarlo), y una decoración ingeniosa y práctica,
la de aprovechar las grietas de una casa chorizo de 1930; en vez de revocarlas,
exaltar sus años, convertir el solar en paseo cultural, amén de la gama de
artes que hospeda y promueve. Cheque que le debe la ciudad a Claudia Balinotti
y compañía, digamos de pasada).
Y al final, salimos de sala y nos dan… otro programa. El otro cheque, el
que cobraría Abayubá, tan apócrifo y risible, una broma en sí, impresa y para
llevarse consigo, nunca hacerla un bollo, conservar este recuerdo de una obra
inolvidable.
Gabriel Cabrejas
Septiembre 2018
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