miércoles, 1 de agosto de 2007

Aguadébiles marplatenses (Reflexiones de un renegado, 4)

Antimanuales de instrucciones.

A todos nos ha pasado –y nos seguirá pasando– cachar un Manual de Instrucciones de un televisor, una video o un DVD y sentir que somos definitivamente retardados. Escritos en varios idiomas, a veces en un español castizo que equivale malamente a nuestra provinciana lengua, son un desafío a nuestra inteligencia, a punto tal que la educación alfabetizada y hasta el grado universitario flaquean de modo miserable ante los corchetes, paréntesis y llaves que indican tomas que no existen, cables mudados de color o funciones que Dios sólo sabrá de qué se tratan. Cuando al fin acertamos, porque un imbécil aparato tecnotrónico sin voluntad personal más el imbécil redactor del librito con la voluntad de otros no habrá de doblegar la nuestra, el jodido embeleco de 21 pulgadas o la chata bandeja obedece la orden que no le dimos, pero ya es tarde: no recordamos cómo lo hicimos, qué botón del control fue el que pulsamos, qué enchufe encajamos dónde. Simplemente sucedió, atendiendo nuestras plegarias, y como somos igual de imbéciles que mecanismo y autor del manual, nos conformamos y el amén es listo, pará de tocar. Otro rezo se nos impone, entonces: que nunca se interrumpa la electricidad, que al volver a activar el bicho mediante la tecla power efectivamente se encienda y podamos ver u oir el programa soñado, que los circuitos malévolos no demuestren su independencia robótica y hagan lo que se les cante el culo. Sí, cada animal a microchips es un Terminator en miniatura dispuesto a cagarse de la risa de nuestra limitada, o nula, categoría de discernimiento. Encima, siempre existirá un cabrón que, perteneciente al mismo género zoológico de los programadores y redactores de manual, sonreirá de costado y nos espetará, soberbio y sobrador, que debiéramos saber leer en vez de obnubilarnos, empecinarnos contra los avances de la ciencia o decidir por nosotros. La tecnología exige que el hombre se adapte a ella, sermonean, como si no debiera ser al revés. Obtuvieron su exquisito y excluyente saber y nosotros, educados y capaces de escribir sin faltas de ortografía, somos unos pobres pelotudos ignorantes.
En las paredes del Hospital Privado de Comunidad alguien de la administración colocó pequeños posters con sugerencias precautorias en el caso de incendio. Da la sensación que los manuales de instrucciones, se dediquen a un control remoto o alerten sobre posibles siniestros, se formulan y publican solamente para desentenderse, ente o individuo, la empresa o la fábrica, de toda responsabilidad inherente a la calidad del electrodoméstico o la seguridad del inmueble. Parece un chiste de canallas eso de habiendo escaleras el consorcio no se responsabiliza por el mal funcionamiento del ascensor. El consorcio, el directorio o quien sea, sólo pone la firma a lo bueno, deslindando su participación en lo malo, de manera tal que si el incendio lo provoca una instalación eléctrica en mal mantenimiento, un tubo de oxígeno que explota por una negligencia o un derrame de alcohol sobre una hornalla, nadie resarcirá a los calcinados porque cada muro tuvo en ese instante el Manual contra Incendios que los enfermos y parientes presa del pánico pudieron sentarse a leer paso a paso antes de que los arrasaran las llamas. Somos hombres libres: nadie nos obligó a subir al elevador que se vendría abajo, pudiendo elegir los populares y sencillos escalones al alcance de cualquiera. Cada vez se cuenta uno o dos accidentes aéreos; ¿quién te manda subirte a un avión? Las rutas están llenas de autos, ¿por qué no elegiste un micro? Los microómnibus se estrellan y desarman como rastis, ¿y el tren? Los trenes se descarrilan, ¿y si te quedás en casa?
El muy ilustrado instructivo del HPC empieza mal. 1) No pierda el control. ¿Será el control remoto de la habitación, a ver si te lo cobran por extravío? Menudo control tiene un pariente que no está ahí de jodienda, sino en la espera de la convalescencia ajena o la cirugía inevitable. 2) Actúe con serenidad. Una cosa implica la otra. Ahora, ¿estar deprimido, preocupado, triste o resignado significará, en tal circunstancia médico-psicológica, serenarse? 3) Pida auxilio. OK, pero, ¿a quién, con todo el mundo buscando salvar el pellejo? Si es un hospital el incendiado, ¿habrá que acudir a otro? El manual-mural propone varios pasos a seguir. 4) Dé la alarma, y el dibujito de un botón que, suponemos, acciona las sirenas. Si suenan en el propio nosocomio, aumenta el terror. ¿Los médicos y enfermeras sabrán qué hacer cuando se produce la avalancha? Carteles hay, y no están a la vista, con la misma abundancia, botones, hachas o mangueras; imaginamos una por piso. Recuerda los martillitos de los bondis de pasajeros. ¿Romperán los vidrios siendo tan diminutos y frágiles en apariencia? ¿Cuánto tarda una víctima de choque o quemazón en astillar un cristal? 5) Llame a los bomberos. Excelente, pero el manual no ofrece números de teléfono, porque son textos universales, que debieran dejar un lugarcito para un autoadhesivo con él según la ciudad. ¿Tendremos que llamar a los gritos? 6) Trate de extinguir el fuego, siempre que posea extintor y salida asegurada. A medida que avanza se complica. El matafuegos pesa, hay que hallarlo. ¿Cómo se ve la salida asegurada en medio de la humareda? ¿Y si está bloqueada? ¿Debe la persona siniestrada tener un mapa mental fresco del lugar y recordar qué salida será segura? Todo incendio se combate avanzado, o no sería incendio sino calefacción exagerada, y a esa altura uno busca la salida, pero no la reconoce fácil. Es de imaginarse la desesperación y/o calentura –incluso porque ya queman los pies– al irse agregando propuestas cada vez más indecentes. 7) No corra, camine rápido cerrando a su paso puertas y ventanas. Claro, conquistada la indispensable serenidad uno ya se ha relajado y piensa en obrar sin prisa pero sin pausa. No aclara si abrir una puerta puede oxigenar más el ambiente ígneo o dejar una brecha a una bocanada de fuego del ambiente vecino, imponderable que forma parte del azar de la situación. Resulta sutil la diferencia entre correr y caminar rápido. 8) Busque otra salida si comprueba que la puerta seleccionada está caliente. ¿No debió figurar antes que la 7? Habiendo una sola abertura habilitada, ¿se quema uno? 9) Movilícese agachado por debajo del humo preferentemente con las vías respiratorias cubiertas. Sabia determinación, aceptémoslo. Cabalgar veloz y agachado y tener pañuelo a mano. ¿Puede el tipo respirar o no? ¿Llegará a los picaportes? Misterio. La siguiente cautela adjunta un matiz terrorífico: 10) No regrese al punto de partida, tal vez no haya una segunda oportunidad. Use las escaleras. Difícil divisar ese punto de partida, de todas formas. 11) Busque una ventana, allí encontrará aire para respirar. Un poco contradictorio, vamos, ¿o no estuvo usted cerrando ventanas a su paso? Cierto que el aire entra, y también que aviva el fuego interior. 12) No salte. Espere a ser rescatado. Si ha almacenado serenidad y no perdió el control lo más lógico es que se quede mosca, y al mismo tiempo saltar es lo último que se nos ocurre cuando fallaron los once pasos previos, en cuyo caso, sin extinguidores ni alarmas, el teléfono de los bomberos ocupado, picaportes al rojo vivo y una sola ventana disponible por la que el incendio se incentiva, el incendio ya decidió por nosotros. Las desdichadas víctimas del 11S no tenían los carteles del HPC cuando abreviaron la irrevocable agonía arrojándose al vacío.
Lo bochornoso del instructivo consiste en que está bien: sus consejos desparraman sensatez y correcto sentido y las autoridades de Defensa Civil dormirán en paz después de enunciarlos. El problemita es que parten de una premisa equivocada, como que todos nacemos para sobrevivir a los incendios, la cosa más natural del mundo. O, dicho de otro modo, debemos invertir nuestras mejores disposiciones de ánimo y virtudes de sangre fría en la barahúnda colectiva que suele rodear las catástrofes, sin dejarse amilanar por el fuego ni ser seducidos por los gritos de sirena de nuestros semejantes desquiciados que jamás leyeron antes un manual sticker de pared.
Vivimos en una sociedad de control (remoto), heredera de la sociedad de vigilancia. Su organización se perfeccionó durante un siglo para abatir el azar y doblegar la necesidad y tornar previsible el próximo instante, y ahora nos hace sentir de nuevo impotentes ante el acaso. Ah, cazzo! Se solucionaría con equipos irrigadores automáticos instalados en cada techo, pero habría nuevos manuales: lleve paraguas bajo el brazo incluso los días de sol. Más te vale, macho, que si sobrevivís a la chispa que asó al hospital, sepas manipular, sano y salvo en tu casa, el control remoto. O él te manejará a vos.

Gabriel Cabrejas

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