Oscar, 80° entrega
La novela de Hollywood
Este año le tocó a la novelística norteamericana: Petróleo sangriento, Expiación y Sin lugar para los débiles se basan en textos de autores prestigiosos, con mayor o menor fidelidad de adaptación. Se ratifica la tendencia a la autocrítica, a tono con el estado anímico de una población entrante en la recesión económica, lógico augur de la mirada hacia dentro. Casi faltaron a la cita los guionistas, que levantaron la huelga horas antes, pero no se sintió en la gris ceremonia de este viejo mito, viejo rito del cine mundial.
A la hora de recibir la estatuilla, esta vez los actores yanquis se quedaron afuera: ninguno se llevó una a su chimenea, dado que tanto Daniel Day Lewis (Petróleo), Marion Cotillard (La vie en rose), Javier Bardem (Sin lugar) y Tilda Swinton (Michael Clayton) no nacieron en los 50 estados. Dos inclinaciones primaron entre los seis mil votantes de la Academia: premiar al cine indie, repitiendo el fenómeno de Fargo de los hermanos Coen hace una década, y prestar atención a los laterales sórdidos del Sistema, en vez de celebrar las rotundas autoafirmaciones del american dream. No es que esté cambiando nada: simplemente soplan otros vientos sociales, en virtud de un año que los analistas financieros ven bastante sombrío para las víctimas. Eso sí: ninguna obra nos rompió la cabeza, y se acentúa el recurso de hacerlas laaargas, muy largas.
El amor interruptus y la Historia del Siglo. El director inglés Joe Wright pinta como sucesor de James Ivory, por su propensión a la sociocrítica sofisticada –Deseo y decepción, sobre Jane Austen, 2005-, o sea, el cuestionamiento a los prejuicios de la estructura de clases observados en dimensión histórico-reconstructiva; como a su noble antecesor, le gusta elegir un novelista a fin de sostener una trama sólida, y ahora seleccionó a Ian Mc Ewan, y llamó a su film Atonement, expiación o reparación, que aquí se estrenó doblada en sobreabundancia, Expiación, deseo y pecado. Lo que hace interesante a la película es su maniera narrativa, que supera a la trillada caterva del melodrama en base al amor contrariado niña rica- sirviente pobre. Su punto de vista es el de la púber aprendiz de dramaturga Brony (Saoirse Ronan a los 13, Romola Garai a los 18 y finalmente Vanessa Redgrave, la escritora ya anciana), celosa de su hermana mayor Cecilia (Keira Knightley) y de su pasión hacia el plebeyo Robbie (James McAvoy). Una muy inteligente labor de montaje trunco cada vez que parece afirmarse una realidad, le da al relato un tempo ambiguo, que se habrá de desdecirse, y por lo tanto releerse en forma retrospectiva, cuando la Brony adulta, ya famosa como autora, y paciente terminal, confiese la verdad. Entonces un amor lleno de esperanza, que aborta un crimen falso y la segunda guerra, se convierte en otra imposibilidad de clase, otra carcajada del destino dispuesto a subrayar la voladura de los puentes, en este caso usando a una adolescente malvada, la cual, enferma de culpa, reescribirá luego como novelista los episodios forzando un final de ficción feliz para redimirse. Ian McEwan, igual que su transcriptor a largometraje, se enraiza aquí en la temática de un coterráneo, Graham Greene, la saga moral del pecado, la culpa y su purgación liberadora. Pero McEwan, con discreción bien británica y sin background católico, acerca el lente a su sociedad, antes que a la política, tan afín a Greene, e inserta la literatura, y por ende el cine, como conjuro reparador del mal, la justicia poética que suple la ausencia de la Gracia divina. Wright, claro, no pasará al diccionario de los grandes cineastas, y sin embargo tiene algunas preseas, como un extenso plano secuencia sin costuras alrededor del desembarco en Dunquerque, con todo la tragicomedia de una guerra. Buenos laderos en los renglones estéticos se ganaron su nominación, la música a cargo de Darío Marianelli (que ganó en su rubro), el diseño de Sarah Greenwood y Katie Spencer, la fotografía por Seamus McGarvey. Afortunadamente alejado de las cámaras, el guión lo firmó Christopher Hampton, capaz de buenos productos en rol directriz (Carrington) y también bodriazos (Imaging Argentine), Expiación no mojó en los Oscar fundamentales. Tenía demasiado rival enfrente.
Ciudadano Plainview- Upton Sinclair fue un narrador prolífico si los hay: casi cien libros en la década del 20 y una militancia denuncialista de izquierda absolutamente inusual en su medio. Oil!, soberbio bodoque de 800 páginas, parecía presagiar la bancarrota inminente de Wall Street, resultado de la especulación y la fiebre de riqueza desquiciada del capitalismo, y hoy merece una lectura de tangible videncia, cuando al oro negro se le adjudican varias guerras de intervención por su monopolio y se le ha vuelto carísimo y cada vez más escaso a Occidente. Petróleo sangriento, que en su versión original tiene prístino acento bíblico –There will be blood, o sea Allí habrá sangre, revisa el proceso de apropiación despiadada de los acres bajo cuya bucólica paz agraria se oculta el disputado bien, a través de la aventura personal de su modelo humano, este Daniel Plainview -–nombre bien parlante—que Daniel Day-Lewis edifica a su equipaje épico, shakespirianamente sobreactuado. Del cineasta, Paul Thomas Anderson, existe tela para cortar. Tenía 26 años, como Orson Welles, al momento de sorprender con Boogie nights (su segundo largo, 1997), borrascoso buceo al submundo de la pornografía; Magnolia (1999) volvía a quebrar moldes previsibles mixturando personajes al estilo de Altman con toques surrealistas –la famosa lluvia de sapos--, y Embriagado de amor (2002) dislocaba la comedia amorosa de caracteres poniendo al ciclotímico Adam Sandler componiendo menos a un bufón como a un ser conflictuado en busca de realización. En pocas palabras, si identificamos una línea de conducta, a PTA le gusta enfocarse en los desarrollos individuales, sabe dirigir actores-paradigma de Hollywood en situaciones de riesgo (Marc Wahlberg, el mismísimo Tom Cruise, Sandler, Lewis) y los mira crecer fluctuantes entre el ego triunfador y la derrota psicológica. La muy larga Petróleo sigue esas huellas. Nombré a Welles y sin duda le cabría grande de sisa, como a cualquiera. Sí le encaja en cuanto a la biografía de un codicioso acaparador, de tierras empetroladas aquí, y sus oscuros designios de poder infinito, que corroe las vidas a su torno para quedarse solo en su castillo sin límites, onda Charles Foster Kane. Al principio lo vemos sacrificado, prototipo del héroe americano en busca de su lugar en la prosperidad, y después hincado en el uso-abuso de sus semejantes, transándole a los devotos pastores tierra improductiva por centavos a sabiendas de que bajo sus pies burbujea el líquido tesoro. Igual que el feroz racista de Pandillas de Nueva York (Scorsese, 2002), Day Lewis es un perverso dueño de vidas y haberes a las que desprecia y manipula, pero aquél era de una pieza, sin matices, mientras Plainview evoluciona en brutalidad a medida que envejece y acrecienta su fortuna, de complexión más intimista y con sus alternancias de silencio y estallido, como sabe modular Anderson. El antagonista ahora es un beato lampiño al que adivinamos no menos capcioso y dobleintencionado (brillante compañero de fórmula Paul Dano), quien no simboliza precisamente el Bien frente al Mal. El resto consiste en paladear la gigantista interpretación de Daniel, ese final teatral en su salón de bowling, el gesto torcido de maquieta en su cara, antológico y válido por todo el film, una caricatura trágica. Se lo ha comparado con el self-made man de Coppola (Tucker, 88) y de nuevo de Scorsese (Howard Hughes El aviador, 04): no obstante carece de reivindicación y de lucha antisistema, él mismo entraña el sistema en sí, cruel y abandónico hasta el crimen y obsesionado por alejar de su vida a la gente y a los sentimientos elementales. El Sueño Americano visto como pesadilla social y personal.
Lugar para el arenero negro. La tercera novela pertenece a Cormac McCarthy y se llama No country for old men, léase No es país para viejos, traducido caprichosamente como Sin lugar para los débiles. Por primera vez los hermanos Joel y Ethan Coen adoptan un discurso ajeno en tren de filmar y se toman sus licencias. A pesar de los elogios y los premios, debemos admitir, y advertir, que al público común le quedará la sensación de incompletud. Destaquemos la precisión del clima, tenso y existencial, en cuya puesta los Coen son verdaderos maestros. Vuelven a prosternar su plot ante el desierto del mid west y a partir de su perfil de western y road-movie, barbota un reguero de persecución con un suspenso de cable estirado, sonido ambiente apenas y medias palabras, lacónico, austero y al mismo tiempo sin límites como las arenas de Texas. Sin el humor macabro de Fargo (1997) ni los guiños cinéfilos de Simplemente sangre (1984) y De paseo a la muerte (1990), los Hermanos retoman el sendero que algunas concesiones fallidas (El amor cuesta caro, 2003; El quinteto de la muerte, 2004) parecían dejar vacante. Puro y duro thriller hard boiled, variante in crescendo de sus anteriores policiales, género que tanto supieron reescribir, el argumento también repite un topos: el perejil que encuentra una valija llena de dólares en medio de cadáveres fusilados (Josh Brolin) y cree que podrá huir indemne. Un ejecutor frío y sanguinario como una navaja (Javier Bardem en otra puntillosa composición), un cazafortunas sin suerte (Woody Harrelson) y el sheriff que narra el episodio, inocuo y melancólico (Tommy Lee Jones) jalonan de afluentes su escapada, patética en su candidez pero sin lugar para la empatía del espectador: leales a su dial, los Coen nunca juegan la carta emotiva y condenan a todos, despiadados en su universo ético, a tono con la codicia, o el simple puesto funcional, de sus criaturas. “Murieron de causas naturales... a su trabajo”, comenta el ranger Jones.
Detalles entre irónicos y perversos que ponen al receptor como una ballesta: el asesino imperturbable deja un envoltorio de caramelo sobre un mostrador y éste se despereza como una oruga amenazante; el hiperbólico silenciador que arrastra y hace temer su acción antes de su efecto; los disparos que llueven pero matan sin ruido; un charco de sangre que Bardem/Chigurh esquiva sentado mientras habla por teléfono. Epifanías del lenguaje cinematográfico que los Hermanos prestidigitan casi al pasar. Quizás, no obstante, su mejor logro juntos haya sido Barton Fink (1991), el más meditado y original al menos; andando los años todavía se ven superiores la surreal Educando a Arizona (1987), la cínica antibiografía El gran Lebowski (98) o la comedia de parodia homérica ¿Dónde estás, hermano? (2000), aunque no tuviesen tanto eco en su momento. Según dijimos, el final abrupto desorientará, o decepcionará. Hubo una decisión deliberada que, aceptémoslo, tiene un sentido –el trayecto de crimen nunca cierra.
Estos Oscar habrá que verlos a la distancia. Cuesta pensar que representan lo mejor de USA en el 2007. ¿Fatiga creativa, apuesta a lo seguro, predilección por releer viejas historias? La respuesta, el año entrante.
Gabriel Cabrejas
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