miércoles, 20 de abril de 2011

Teatro de un renegado 2011 plus

Otra apuesta fuerte de Enrique Baigol
Nazis eran los de antes

Enrique Baigol

Nunca se terminan los argumentos basados en el nazismo histórico, porque el nazismo es la gran mancha negra del siglo XX y tristemente no deja de reeditarse, con otros jefes y otros símbolos. Sus tramas colaterales, las vinculadas al heroísmo de las minorías, los ayes de mortificación y gritos de auxilio, y las aventuras individuales de resistencia, constituyen la inagotable fuente de inspiración de dramaturgos diversos, incluyendo a la casi desconocida Lucía Laragione, sobre cuyo texto el Maestro Enrique Baigol decidió elaboró esta rara, como encendida versión llamada La complicidad, que trata la controversial figura de Fritz Lang, el más prestigioso cineasta del expresionismo, al cual el régimen quiso cooptar para su férula de obsecuentes, sin lograr sino su fuga hacia Hollywood.
Hombre discutible si los hay: siempre se dudó acerca de su inocencia penal luego del dudoso suicidio de su primera esposa, que fue la comidilla de la Meca del cine casi hasta su muerte. Siempre habló de sí mismo como un refugiado político –una abuela judía lo condenaba ab initio, pero, según dice el personaje de Goebbels en el relato, “nosotros decidimos quién es judío—pero un examen de su pasaporte informó de innúmeras entradas y salidas legales de la frontera alemana antes de emprender el camino del exilio definitivo.
La complicidad abre varias puertas, sin cerrar ninguna, incompletud deliberada, pues las criaturas escénicas siguen discutiendo entre nosotros al bajar el telón. Los fragmentos de M, el vampiro (1931) y El testamento del dr. Mabuse (1932) y su masterpiece de 1926 Metrópolis, que se proyectan en una pantalla al principio y en mitad de la puesta, permiten espiar las razones de esa ambigüedad fundamental. El contrato social de Metrópolis prefigura la cooperación entre ricos y pobres de la política económica hitleriana, mientras el serial killer de M está a punto de sucumbir por un tribunal popular tan sediento de sangre como él y Mabuse no significa otra cosa que la alegoría de un país en manos de un loco y con un ejército de asesinos autómatas –no se ven el el tramo de película seleccionado y sin embargo no puede elidirse. Para conocer mejor el sendero del cine teutón amojonando el del nazismo, consúltense los famosos libros de Siegfried Kracauer y Lotte Eisner.
A Baigol adaptador le bastan cinco actores. Su Lang sale bien parado entre sus siniestros oponentes, siempre remiso a someterse y a la vez presa del pánico. Ocurre que el fondo del plan consiste en rever la situación del artista en medio del discurso hegemónico totalitario, si elegirá la belleza sobre la verdad (lo consigna el protagonista), o, dicho de otro modo, la seguridad de un sistema protector pero unidireccional frente a la libertad de los justos al precio de su absoluta soledad. Pero La complicidad, ante todo, es un todo teatral esencialmente múltiple. Cámara negra, un asiento de tren y una maleta bastan. El asesino serial que complica a Lang (el actor fetiche de Baigol, Martín Cittadino, en una nueva máscara convincente) tiene el sentido de duplicar a M, y simbolizarlo; pronto los alemanes serán iguales, sólo que sincerados, e impunes, merced al Estado. La fibrosa y cínica Thea Von Harbou, segunda esposa de Lang, coguionista y su contracara, como vendida a la sensualidad-amoralidad del Reich, encaja exacta en el modelo femenino de Patricia Vitarelli: se nota en ella a la ex consorte del montón transfigurada en gata por el poder. Natalia Alfonsi, otra actriz ubícua multipropósito, puede hacer de guarda de tren, amante lésbica o feroz miliciana. El Goebbels se Pedro García Marín acentúa los rasgos duros del nuevo mecenas de la cultura imperial a través de su impermeable pardo y su apostura exangüe. Lang (Maxi Tarsia) concreta una patética víctima a punto de ser seducido o desechado de idéntica y aparatosa manera, apoyado en uno u otro gesto nervioso y culpable.
Don Enrique sutiliza extraordinariamente los elementos a observar. Habría que empezar por lo que no está. Ninguno lleva esvásticas, sino la impersonal cruz de hierro, pero roja. Conviene al presunto asesino Cittadino el brazalete de las SS, qué más elocuente, y Thea se pasea portando una gran capa-bandera roja que ostenta el águila nazi. Brechtiano antes que expresionista, saben romper el encantamiento. Los sermones de Goebbels los matiza el actor cuando tira a cada párrafo maníes con cáscara. La alocución de Lang, quien acepta el cargo de director de cinematografía, los interrumpe al mover una matraca de festejo. Humor absurdo, indestilable, en los hiatos de un horror amartillado, que recién empieza. Rojo, negro y pardo. Casi una apostilla al no-color de los largometrajes languianos. Dan ganas de salir a alquilarlos y terminar de entender así de qué se trata.
Baigol ha vuelto, otra temporada, sin haberse ido. Cada pieza una apuesta fuerte, excepcional, que quiebra la previsibilidad veraniega. ¿Cómo finalizar esta crítica? Siempre así: gracias, maestro.

Gabriel Cabrejas

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