Luces y sombras del cine internacional
Es lo que hay
El sueño del capitalista no es ser multinacional tanto como monopolista: ponerle el precio que quiera a los objetos y si no podés pagarlo, simplemente jodéte. Pues bien: el cine comercial en Mar del Plata, unipersonal, arbitra cuáles filmes veremos y cuáles no, y convirtiendo la entrada en un lujo elitista para el arte más popular del pasado. Otro día hablaremos de la fauna que se agolpa en las salas, todo un espectáculo aparte. Mientras, lo que piadosamente nos deja ver la pantalla única y alguna joya fuera de estreno comercial.
Un ganador… del Oscar. Las películas de boxeadores tienen una estructura tan fija como todas la de género: 1) un humilde peleador de barrio acostumbrado a perder, 2) familia y/o amigos dispuestos a creer en él cuando pocos le apuestan y 3) una épica batalla final donde el pupilo vence al invencible consagrado y despreciativo. A nada de eso escapa The fighter, de David Russell, ni quiere. Para peor, el letrero edificante, based on a true story, sacada de la realidad misma, verídica, y con intenciones de apuntalar el Gran Sueño Americano promedio: la lucha individualista, con y contra el sistema, que verifica cómo desde el peor ambiente un Hombre se rehabilita y conquista el éxito sin transar ni rendirse. Sin ir más lejos, Cinderella man –el hombre cenicienta, traducción literal--, del todoterreno Ron Howard (2005), ponía a un veterano padre de familia en la lona, o sea pugilista y perdedor a la vez, sacándose de encima la Gran Depresión a puñetazo limpio. De nuevo, una true story regeneratriz y reconfortante.
A fin de subrayar grueso el tratamiento ejemplar, El ganador, como lo retituló el distribuidor argentino, carente de sutilezas, empieza semidocumental. HBO filma la vida de dos medio-hermanos boxeadores en una aldea de Massachussets, opuestos por el vértice. El muchachito Mark Wahlberg-Mickey promete en el ring, lástima que su entrenador, Christian Bale-Dicky, quien alguna noche volteó a Ray Sugar Leonard, aunque las malas lenguas susurran que el challenger negro se resbaló, es un adicto al crack y prefiere el chiquitaje, los rivales en línea ascendente, en lugar de ir a Las Vegas, donde se cuece el ajo. Una típica novia mesera (Amy Adams) se opondrá a la influencia de Dicky, y, sobretodo, de su madre manejadora, siempre llamativa y tabaquista (Melissa Leo). Hasta ahí, Russell promete seguir su filmografía anterior: el clan familiar descentrado, al que integra lo mismo que lo desguaza, la infinita trifulca entre sus miembros, como lo intenta Secretos íntimos (Spanking the monkey, 1994) y Yo amo Huckabees (I heart Huckabees, 2004). Esta mater rodeada de siete hijas, oxigenadas y casi esperpénticas, cual si fuese una Blancanieves trash, y las escenas que involucran las desavenencias, los diálogos irritados y los pleitos tirándose de los pelos, nada le envidiarían a una comedia italiana social y validan el toque personal del director, más los trabajos certeros de las dos nominadas al Oscar, Adams y Leo.
Pero he aquí el clavo en la mediasuela, The fighter no habría cosechado siete candidaturas, incluyendo mejor dirección y film, si Russell se saliera con la suya. Frente a facturas denuncialistas y para nada positivas del ayer hollywoodense, como la trílogía sobre corrupción en el box de 1947-9 –Carne y espíritu (Body and soul, Robert Rossen), El luchador (The set-up, Robert Wise) y El triunfador (Champion, Mark Robson)—y la inolvidable gesta del peso pesado de mala muerte encarnado por Anthony Quinn, Requiem for a heavyweigth (Ralph Nelson, 62), este ganador vira en falso y en apenas cincuenta minutos desbarata los propósitos originales y se reencauza en la previsibilidad, diríamos, stalloneana. Porque Dicky va a parar a la penitenciaría, abandona la droga y se vuelve un atleta probo, y Mickey lo aceptará de regreso como coach y de oler el ringside a respirar a bocanadas el campeonato del mundo. Todos contentos, ovación en la leonera, lágrimas de mamá y hermanas, beso a la chica. Rescatada del knock-out técnico, la conducción actoral, y ese Bale que después de composiciones tan distintas como Asesino americano (Mary Harron, 2000), El maquinista (Brad Anderson, 2004) y Batman, el caballero de la noche (Christopher Nolan, 2008), se llevó a su chimenea una merecidísima estatuilla.
Un Torrente de incorrección política. Que haya un largometraje español en 3-D parece una chorrada, un disparate que no puede ser sino parodia. Y de eso se trata Torrente 4: Lethal crisis, el último producto de la antisaga del policía horroroso que firma y actúa Santiago Segura. Escatológico por donde se lo mire, racista, misógino y desharrapado, José Luis Torrente retorna a ofender al más tolerante. Antes de los títulos ya avergüenza en una boda de ricos, le hace una fellatio la novia, desparrama invitados en una persecución a pie, rompe un cisne de hielo y electrocuta a los que caen en la piscina, amén de escupir a cámara, 3D mediante, o sea, al público, unos saladitos. Luego, sí, la presentación, fantástica sátira a las de James Bond y una prueba de las lindezas visuales de la Tercera Dimensión, que, al menos una vez, se usan con intenciones diferentes al efectismo pomposo y caro. “Los maricones se casan, los socialistas destrozaron el país, y los americanos eligieron un presidente negro”, se lamenta ante una tumba; acto seguido se sienta a cagar junto a una losa para escándalo de una viuda paseante. ¿Qué vendrá en las próximas dos horas?
Pues un torrente, vamos. Debe quedar claro, siempre: la repulsiva figura del ex comisario critica lo que va eslabonando, y nos sume en la riesgosa actitud morbosa del espectador posmoderno. ¿Nos reímos de la burla o de los burlados? En este sentido, Segura-personaje juega con nosotros y dista del humor epidérmico y meramente divertido. No se equivoca quien lo compare a Micky Vainilla, el cantante pop neonazi de Diego Capusotto. La España del matrimonio gay y el aluvión inmigrante, es también la de los nuevos ricos inescrupulosos y, condimento del gazpacho, el poli infractor y mezquino, cuyas pedorretas, esnifeadas de merca y arranques de lascivia pintan, hiperbólico o no, un Primer Mundo del que mejor fugarse.
La serie ha ido in crescendo, de desmadre barato a catástrofe de alto vuelo, medida en términos de megaproducción. En la primera (1998, El brazo tonto de la ley), este antihéroe de busarda en proa no dudaba de meter al propio padre inválido a pedir limosna mientras corría, o pretendía correr, a una mafia china de cuarta; en Misión en Marbella (2001) termina huyendo a Torremolinos a gastarse la pasta robada a otros ladrones; en El protector (2005), más burlón de Schwarzenegger que nunca, baleaba hasta al piloto de un avión al cual, decía, venía a cuidar. Ahora, llegó el turno de la autocelebración. La fiesta del principio, un desbarajuste infinito dentro de un shopping, una escapatoria en auto con explosión en cadena de patrulleros y, de remate, la coreografía en el penal, de mameluco naranja, escuchando el hit que canta David Bisbal. Joder con el tío, se gastó todos los euros. Ah, no faltan las esculturales mujeres en fila india, que para la ideología-Torrente sirven de rotundo decorado corpóreo 3D y poquito más.
Kiko Rivera es el lugarteniente imprescindible, como antes Javier Cámara y Gabino Diego: torpísimo, onanista y gordinflón, otra vertiente cómica del buddy film yanqui en versión grosero-hispánica. Y cameos surtidos: el Pipita Gonzalo Higuaín, el Kun Sergio Agüero, viejos actores de Alex de la Iglesia –el otro gran sátiro del cine peninsular—como El Gran Wyoming. No se achique usted si quiere pasarla bien pero busque estética ni buenos modales. Torrente jura volver en 2017, chiste juguetón hacia 007 que, de seguir en el tren, será a todas luces desopilante. Y un asco de programa, chaval.
Rara, como encendida. Excepto algún celuloide extraviado del nonagenario Manoel de Oliveira, y en festivales independientes, poco y nada llegamos a ver del cine portugués. Morrer como um homem o Morir como un hombre (2009), de un tal Joao Pedro Rodrigues, desembarcó solitariamente en Buenos Aires y aquí la vimos a través de la señal de cable I-sat. Habrá que bajarla por la web y valdrá la pena contemplar un objeto inusual, de rara belleza, que aborda el tema de la transexualidad en el perfecto reverso de los satíricos escarceos de Almodóvar.
De movida hay sexo anal entre dos soldados, de frente mar, y títulos alternados entre la didáctica explicación de un cirujano, usando un barquito de papel, acerca de la operación que diseña una neovagina. El habitat se aleja bastante del estereotipo. Tonia (el excelente Fernando Santos) es una veterana/o cantante de play back, turgente de siliconas y más bien regordeta, propia de los boliches travesti, melancólica, aficionada a su jardín y con un amante modisto, jovenzuelo y drogón. A Rodrigues no le interesa el clásico recurso a la prostitución, que Tonia ha dejado atrás, sino el mundo paralelo trans, y el cómo, en este caso la elemental vivencia de la muerte próxima, vivida como a cualquier ser humano, y los pasos de su asunción lenta. Debía pasar así, una subespecie de la road movie existencial, y los personas que surgen en el camino doble, espacial y psicológico, hacia un final anunciado que el título no retacea. Tampoco se encuadra fácilmente en la tragedia sino en el melodrama, y aún sus escenas obvias, quizás inevitables –la trifulca entre drag queens envidiosas; la sentencia del dueño del pub que ya tasa ajada a su ex primera atracción, la propia Tonia, y pretende pagarle lo que a las novatas; la estilista típica; el caniche mascota; incluso el regreso de un hijo avergonzado de su madre, de cuando ella era… su padre—se trata de releer estos clisés naturalizándolos a un devenir como el de los demás, sin la estridencia de pura lentejuela, histeria y comedia loca que, desde La cage aux folles rodea perniciosamente a las tramas de personajes queer y los convierte, de modo involuntario, en fellinescas comparsas de circo, muy ajenos a nosotros y sólo dignos de risotada o compasión.
Y no obstante un mazo cuyas barajas han sido repartidas de antemano, el director/autor se las amaña para plasmar lo inesperado, ya que el trámite importa más que el desenlace. Rodrigues apuesta al cruce de lenguajes, a una emotividad sin golpes bajos, a cambiar de tempo narrativo. De pronto, puede apelar al símbolo y al surrealismo. En un bosque, la pareja encuentra una mansión que gobierna un travesti intelectual, con una criada muda que sí parece escapada de Almodóvar (¿burla ácida u homenaje?) y luego, la luna se tiñe de rojo, salen todos a cazar gamuzinhos, que probablemente no existan, bailotean luciérnagas y, a cámara fija, la dulce voz del artista trans Baby Dee susurra Calvary, un blues que resume, suave y sin dramatismo, esta muerte cotidiana y a la vez, única. Las baladas, la huella del fado lisboetano, los pequeños lagos de meditación en que el diálogo decide encallar un rato en un fondo casi búdico, ese Santos grandioso y elocuente capaz de expresar la película contraída a un gesto, y un final mágico, hacen de Morrer una de las sorpresas del año, más considerando lo exótico de su origen, en un negocio que domina la cinematografía yanqui. Agreguemos la notable elección de un actor tan femenino cuando lo vemos tuneado y hombre tan poco agraciado y duro al caérsele el maquillaje y la peluca platino.
De menor a mayor, los botones de muestra dan un saldo consabido. Escasos rollos, corta duración en pantalla, la salida de robar por internet. Pensar que era el arte más popular del mundo.
Gabriel Cabrejas
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