Magdalena de Mauro Molina, en El Séptimo
El Mandamiento 11º
Mientras nos sentamos en nuestras butacas, ella canta boleros, sobreimpresos al audio en off, y se desplaza, ligera y aérea, a lo largo del escenario. Vestido turquesa, la radio todavía sin transistores, una planta haciendo de planta, cartas que oculta debajo de la mesa ratona. Aparenta la suficiencia de una mujer satisfecha y pletórica, hasta que la luz la baña, en la oscuridad del resto de la sala, y lee sus propios escritos, de diferentes fechas. “Pablo —el marido, ausente—podrás cumplirme los deseos, pero no los sueños”. De pronto, sonrisa plástica, de publicidad gráfica, falsa y nerviosa, y el recitado automático del Manual de la Buena Esposa, ése que invadía las páginas de Para Ti o El Hogar, incluso los prólogos del best seller epocal, el libro de cocina de Doña Petrona. “Cuando Él llegue, recuerda que tus problemas son apenas un detalle frente a los que Él debe pasar todos los días”. La frase, repetida como un mantra, insiste en la exacta ubicación/situación de la Mujer durante los 50 y con seguridad mucho antes: autosometimiento, permanecer en casa siempre predispuesta y alegre, esperar al marido y complacerlo sin quejarse, despersonalizarse, vaciarse. El cielo mismo conspira: unas lucecitas de Navidad fingen las constelaciones: “Ésa es el Lavarropas, esa la Heladera. ¡Las estrellas de la felicidad!”
Así de abrupta, la cara de Valeria Terzia se cubre de un velo de amargura infinita. El pasado la consuela aún menos y tiene a bien pasarnos diapositivas, tan de moda en esas décadas y por demás utilizadas abundosamente en el teatro de fines del 60. La dulzura perteneció a un joven gay, la amiga exitosa con los hombres se quedó sola. Nada mejor que el bolero para arrullar aquel presente: el matrimonio (por Iglesia, faltaría más) como máxima aspiración posible, el reproche a la pérfida infiel, el erotismo de palabra escondedor de que solamente el macho de la pareja debe disfrutarlo. Magdalena es un término que se resemantiza: de ese modo llama a la plantita, a la pieza de pastelería homónima cuya receta recita de memoria y… ella misma. “Él, superioridad total y tú, total entrega”. El estereotipo alguna vez se resquebraja y empieza a verse, de crisálida a ave, el desarrollo de otra conciencia y la necesidad de una liberación. Casa de muñecas sin elenco, sola de toda soledad, decidiendo ante nosotros, de cara al público.
Mauro Molina, viejo amigo de la temporada, triplicado en el 2012 —Muñecas rotas de Patricia Suárez por segundo año consecutivo, La herencia malditade Augusto Boal y al fin su texto, Magdalena—demuestra seguir en plena forma. Puestista exquisito y sobre todo, gran conductor de actores, no le puede ir mal junto a la Terzia, ganadora de un Estrella hace dos años y candidata eterna a destacarse en cualquier pista, en conjunto o unipersonal (otro: Esa que no eres): la fuerza recíproca de dramaturgia y actriz, como una pieza de encastre, y, con verlos a ambas, el difícil arte de crear y armonizar personajes femeninos.
Magdalena, atención, necesita observarse, también, teatralmente además de advertir los valores, o disvalores, que expone. Cuando ella corre el mantel bajo la plantita, sabemos que es una valija, y cuando la abre, explota: las cartas vuelan de a centenares. Sus fotos de bodas, los últimos slides, son grotescas. “La dieta de la P: pan, pastas, pastel, papa, pizza, paz, paciencia. ¡Pablo!” dijo antes. Las únicas puteadas, en chica tan pudorosa y gentil, las dedica a marido y suegra. Lo esperamos, claro, pero modula y precipita sus estallidos, los gradúa manejando trastos escénicos y el gesto a la par, avanza y retrocede. Buen discípulo del absurdo (recordemos El rey se muere, Boceto para teatro I), domina el toco y me voy, el desmarque, el aproximarnos a la emoción y salir, de golpe, al raciocinio, saltar de la intimidad a la tapa de revista, del confesionalismo a la protesta.
Otra cuestión, la oportunidad en estos tiempos de violencia de género denunciada. Molina autor no se sitúa en el aquí sino busca los mandatos consolidados a medio siglo, la época de la violentación moral y de la impostura social sobre la indemostrada (indemostrable) inferioridad moral y física de la mujer. Tampoco da lecciones o insta a la acción. Cuenta un ejemplo en miles y nos deja debatiendo. Ninguna otra cosa más válida se puede pedir al buen teatro.
Gabriel Cabrejas
miércoles, 15 de febrero de 2012
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