Soy un ratón más
junto a otros miles que saliendo subyugados de sus cubiles y de sus agujeros
vamos en pos de la música embriagante del flautista de Hamelín.
Me observo escuchar
embelesado en los días redondos de mi infancia la siringa del afilador y
adivino las chispas de la piedra de afilar sobre el acero brillante de cuchillos y tijeras.
Con el perdón de
Rubén Darío y su responso, como otro Verlaine de estos tiempos “le doy a la
siringa agreste mi acento encantador”.
Quiero glosar a
Pan, el dios griego de la fertilidad y los pastores, habitante de Arcadia, del
que proviene el término “pánico”, portador de cuernos, largas orejas y patas de
carnero que al perseguir a una ninfa para someterla, la pérfida se convirtió en
caña dejándolo amargado y melancólico hasta que con el correr del tiempo a
falta de mujer, bien pudo decir el sátiro, buena es la siringa.
Escucho en el
cañaveral como aquel viejo campesino los sonidos del viento en las cañas
quebradas y a la mañana siguiente con mis propias manos voy dando forma y
sonido a la zampoña.
Tocando mi flauta
me siento como el encantador de serpientes del bello cuadro del aduanero
Rousseau. Flauta dulce quiero decir, nunca amarga. Como la piritaña que hacen
los muchachos alegres con las cañas del alcacer. O de carrizo, de cebada, de
azúcar, de calabaza, de hueso de llama, de piedra. Fístula. Tibia. Flauta.
Quiero hablar con
el silencio. Soplar la flauta vertical del pinkillo. Darle a la quena las notas
agrestes de su paisaje. Acariciar la boca redonda del sikus como los labios
morenos de una mujer campesina. Hacer brotar del cuerpo pequeño y apretado de
la pifilka el canto perdido de los viejos mapuches.
Tener la boca
grande para tocar la armónica que también se llama flauta.
Quiero reunir
muchos flautistas para que dancen los pueblos. Para hipnotizar a los incautos.
Para que la cobra lentamente salga del encierro de su cesta de juncos. Para
librar a los poblados de las plagas de ratones y otras sabandijas pequeñas y
molestas. Para enamorar a las ninfas en la espesura de los bosques. Para mi
propio concierto y regocijo. Para que el viento pase por sus tubos y toda la
música del Olimpo baje a la tierra para alegrar el corazón de los hombres.
Flauta, flautín,
zampoña, siringa, fístula, caña, tibia, hueso, sikús, quena, pinkillo, pifilka,
armónica, dulce o traversa, simple o compuesta, artesanal o mecánica.
Quiero escribir
esta crónica en su homenaje. Que le broten notas a las palabras. Que la música
escape del papel. Que la crónica raye en el elogio descarado.
Que tenga todo el
tiempo del mundo, hasta que las velas no ardan o simplemente “hasta que le
suene la flauta al burro”.
Jorge Castañeda
VALCHETA
(Pcia. de Río Negro)
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