Los medios son el mensaje
Hoy es más importante tener un e-book que saber leer, estar en facebook que tener algo para contar, manejar un auto importado que realmente poder manejarlo. Los 140 caracteres de Twitter comprimen todo pensamiento al aforismo personal incompleto porque son el pensamiento, sin lugar y por lo tanto sin voluntad de desarrollarlo. Los medios se han convertido en el mensaje, poseer la última versión de algo —estar poseído por ese algo: complemento agente y no objeto directo, dirían los gramáticos—, categoría de distinción aunque no se sepa usarlo, o peor, no se sepa qué es. Claramente un hombre es lo que tiene y no cómo lo ha conseguido, pero con un detalle: debe tener algo específico, diferenciador y tecnológico. Y la capacidad para cambiarlo en un año o cuanto mucho dos. El mundo de Terminator-Matrix, lo sabemos, ya está entre nosotros o, mejor, somos nosotros, la realidad paralela de los monitores nos condiciona y finalmente nos determina. Ya no conocemos el mundo a través de la versión mediática: el mundo es la versión mediática y se vive y muere dentro de la pantalla, lo demás no existe. Narrar-filmar nuestra inocua e ínfima intimidad la produce al mismo tiempo que la transmitimos. Mirá mis fotos en facebook. ¿Qué porcentaje le pondrías a esta foto? Seres de ficción permanentes actuando lo que somos, o decimos ser. La insignificancia elevada a matriz ontológica. Como ya no podemos ser especiales, enviamos a otros nuestra mediocridad, urbi et orbe. Autismo irremediablemente igualador, mal que nos pese. A los demás no les interesa semejante ignominia (traducción: miniaturismo de sí, ignorancia de mí) pero esos demás repiten el rito, incandescente y, lógico, efímero.
La obsolescencia programada es a todas luces un mero fenómeno de mercado, diseño que engorda las cuentas de la clase gerencial so pretexto del vertiginoso cambio que la tecnología impone a fabricantes y, necesariamente, al usuario. Como son engendros robóticos, la venta de tales insumos no genera más empleo, ni tan siquiera garantiza la conservación del mismo empleo, sino la piramidización de la sociedad donde siempre ganan los capitalistas. Todavía hay heladeras Siam, mucho después de que la factoría de electrodomésticos y automóviles se fundiera, y nunca hubo menos trabajo porque la gente no las cambiara. Ahora podés cambiar de modelo de refrigerador todos los años y no le das trabajo al obrero que lo ensambla. Antes tenías trabajo, jubilarte como laburante de la compañía, y continuarías tu vida con la misma heladera. Todo se acelera paralelamente: perdiste el puesto y tu heladera ya envejeció, se descompuso diez veces clamando recambio, y hay que arrojarla a la basura, con tu empleo y con vos. Antes podrías comprar otra si salió defectuosa: contabas tu sueldo estable, y sin embargo el aparato seguiría funcionando y contarías ahorros o nuevas remesas de salario para comprar otros bienes; ahora perdiste el jornal, la heladera no anda más ni podrás adquirir su sucedánea. O sí, a crédito, en vez de con ahorro.
La revolución tecnolátrica se lleva por delante cualquier reflexión acerca de ella, y en consecuencia también envejecieron la filosofía, la sociología, incluso la misma informática, dado que debemos mudar de instrumento todo el tiempo. La historia, la antropología, las ciencias blandas, se reconocían en función de su aptitud futurológica, y cuando hablaban del pasado, próximo o remoto, estaban refiriéndose al presente y advertían, veladamente para que nadie las creyera todavía un remanente de la mística, sobre el porvenir. Pues el futuro y el pasado acaban de morir, y vivimos desesperando del presente, imposibilitados de afincarnos en él un rato, viendo en nuestras manos, en la punta de los dedos, el envejecimiento acelerado del último smartphone. Se ha dicho que si el hombre no se adaptaba a la tecnología, ésta no le serviría. La verdad terminó siendo que el hombre sirve a la tecnología, y ella se burla a sus anchas. Personas cultas y universitarias abren un Manual de Instrucciones como un cromagnon una caja de música del rococó. Cada termino técnico, que de antemano se da por sabido, envuelve en su jerga al neófito haciéndolo sentir un perfecto ilota del medioevo al que regalan un inalámbrico. Cuando logra entender el tecnolecto, el dispositivo que opera ya es anacrónico y deberá cambiarlo por otro cuyo instructivo, de nuevo, lo somete al aprendizaje veloz de un nuevo idioma. Madejas de siglas, laberintos de explicaciones, sobreprecios de modelos 0 km, llenan el cerebro y la memoria lingüística de cada consumidor; no utilizarlos es quedar fuera, no entender nada, no actualizarse, envejecer junto al objeto. Un museo de grandes novedades a cada minuto. Ya podría haberlo de celulares a pesar de que no pasaron veinte años del primer ejemplar. Coleccionistas de films en VCR (videocaset, le decíamos) han quedado pobres para siempre en un lustro, y no llegaron a meditar en su suplente, el DVD, cuando golpeaban a sus puertas otros reservóreos, el pendrive en primer lugar.
Mientras escribo el programa de PC se antigua, deja de ser compatible, si me mandan un archivo en la versión más nueva mi PC no podrá leerlo. Mi impresora, sin ir más lejos, dice tener la comodidad de un cartucho por color, pero si uno se agota los otros tampoco andan. No basta el celular receptor de sms (les llamábamos mensajes ayer a la mañana), llamados, música, fotos. Cada segundo nace una nueva aplicación, y la comunidad gastadora corre a tenerla, o, insisto, ser tenida por ella. No mejoramos un céntimo como personas (¿qué será eso?), sólo como miembros de la sociedad de (tecno)consumo. Contamos fruslerías sobre nuestra vida cotidiana y nadie nos conoce, queda el alma angustiosamente muda, o reducida a 140 caracteres y una micropelícula donde boludeamos. En la promo de un celular se cuenta cómo a un pobre tipo de pierna enyesada, el día de su cumpleaños, la comunidad de amigos y familiares le envía vía facebook los saludos consuetudinarios. El individuo cree tener un millón de amigos, se emociona con la enhorabuena de sus papás… y sigue solo mirando las vacaciones de sus compas, munidos de notebooks junto a un río apacible, él lagrimeando sus sentimientos en medio de la absoluta soledad acompañada. Infeliz de él, si se suicidara, seguro antes lo subirá a la red. Los demás no necesitarán interrumpir sus hollidays. Páginas y páginas virtuales de condolencias, a 140 letritas, los esperan desde sus hoteles y campamentos. Ninguno sentirá que lo ha traicionado, que no estuvo con él, que pudo evitarlo. ¿O no le llegaron las felicitaciones el día de su muerte? Duro destino no tener absolutamente ninguno.
Eso sí, puedo quejarme a través de la misma red que digo combatir. Mi única bandera, si tengo alguna y no sé por cuánto tiempo, es una declaración solitaria: no estoy en facebook.
Gabriel Cabrejas
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1 comentario:
No te apenes Gabriel, yo tampoco tengo facebook, ni blackberry, ni DVD, mi heladera tiene 20 años y sigue funcionando, no estoy en twitter o como se llame, y mis amigos me llaman por teléfono cuando cumplo años o nos reunimos para tomar mate con bizcochitos. Como no me gustan los cines de ahora, tan chicos que tengo que ir a la última fila de arriba de todo para ver algo, no voy; por eso, sólo por eso tengo un Noblex que no tiene pantalla plana (para ver las películas que me gustan en TCM o los miércoles en I-Sat. Todavía somos bastantes. Y no nos desanimemos, creo de tanto tener que cambiar los últimos productos al final van a quedarse con uno viejo pero que sigue funcionando.
Te felicito por la excelente reflexión. Lidia
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