miércoles, 23 de enero de 2013
Teatro de un renegado 2013
El bronce que sonríe y La saeta del sudeste
Un actor llamado Roque
Conocí a Roque Basualdo en una cena luego del estreno de Gambeta, versión teatralizada de una novela de quien sería luego mi gran amigo, Víctor Clementi. Eran los 90, década infame para el país y deprimente para el teatro marplatense; yo era crítico de FM Residencias y a Roque no le interesó tanto mi comentario como proponerme que escribiera una obra, dado el déficit crónico de dramaturgos en nuestras playas, los inabordables costos del derecho autoral, los gastos ingentes en montaje, la gratuidad general de la vocación. El grupo se llamaba La Granada y venía de un exitazo veraniego en 1988, el texto homónimo de Rodolfo Walsh. Hoy se llaman, irónicamente, La Esquirla, desprendimiento inquietante de aquella compañía, y como ayer, siguen representando, porque el maravilloso virus de la actuación sólo muere con el actor. Son pocos, lamentablemente, los de su generación que continúan en el espinoso sendero. El Gran Roque es, por fortuna, uno de ellos.
No voy a pormenorizar en su carrera, de una veintena y pico, ni en sus virtudes, más bien conocidas de los fieles. Dúctil e imaginativo en el escenario colectivo, su presencia llena el espacio toda vez que le toca el riesgoso desfiladero del unipersonal. En los dos casos que reseñamos no llega a estarlo del todo, pero como si lo fuera. El balneario tiene una obsesión estorbosa por poner locos en escena, y nada resulta más fácil que encarnarlo.Pues bien, el loco de Basualdo dista mucho del previsible autoconfesional, o del que cambia de rostro a cada salto, que nunca entendemos. El bronce de Vicente Zito Lema sería un psiquiátrico más de su colección si no hubiese encontrado a Roque. El Palangana patético que se cree Gardel destroza la convención. Cierto: cuenta una dialogante como Alicia Falcón —alternativamente La Muerte, la Madre, la Novia—que toma el pie arrojado y lo transforma. Y sin embargo, quien fuera actor de Gurka impone su tragicomedia. El ex combatiente era una víctima del sistema. Palangana, más complejo, parece el sistema mismo que se ha vuelto demente. El miserable afantasmado que se cree otro, que chilla en lugar de cantar, sobreviviente de superpuestos maltratos y a la fuerza subido a una soberbia absurda, su forma soberanamente argentina de superar la inferioridad. Lema quiere hablar del Gardel que transportamos, harapiento y sucio, insignificante bajo la lluvia de agua helada que enseguida trepa al monumento. La producción regala un calendario en el cual se ve al actor como un santo-loco de estampita, inteligente manera de encomendar la idea central de la pieza. Jorge García conoce tanto a su colega y amigo que lo dirige casi de memoria.
La saeta viene en su segunda reposición (1999, 2000, sus antecedentes), ahora condensada. Antes, acompañaba Juan José Chiche Luques. Entre él y Roque se repartían al par de secuestradores que tomaban de rehén a un integrante del público (Luis de Mare, autor/director y mudo preso amordazado en las tres ocasiones, ahora de cara a la platea, antes de espaldas) y a partir de allí la seguidilla de humillaciones. Claro, una subtrama política. Un ausente peligroso, Carlos, que “se creyó la patraña de los desaparecidos”, un torturador que es juez y parte, afeminado y de falda negra, que a un tiempo suaviza y aterra, en partes iguales. Basualdo logra de un segundo a otro pasar de la humorada inocua a provocar el estremecimiento de terror. Dos máscaras que no son las del teatro, sino con otros rasgos, el cinismo y el miedo. De vez en cuando el actor-supliciador ingiere una pastilla tranquilizante y ahí sabemos que apenas hizo una pausa y retoma bríos. En La saeta Roque cambia de impostación y sus acentos graves pulsan al intérprete de mejor voz en el teatro marplatense. Quizás el más proteico, el más exigente consigo. La síntesis de los dos personajes en uno le inyecta una energía a la puesta que solamente un Roque puede resolver airosamente. “Soy una saeta que sopla junto al viento del sudeste”. La misma suerte del actor, dueño de su pequeño, y terrible, mundo.
Aplaudir a Roque Basualdo significa mucho. Se aplaude una trayectoria coherente y empeñosa, a su padre artístico Carlos Owens —estaría loco de orgullo—y a la voluntad de un teatro local y generacional de calidad, que no se rinde nunca.
Gabriel Cabrejas
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