sábado, 6 de febrero de 2016

Teatro de un renegado modelo 2016



Mónaco, De Urquía y Benítez lo hicieron de nuevo
Los monstruos eternos, el teatro de ahora

   Primero y principal, una obra teatral que revista a Pedro Benítez en sus filas tiene la garantía de calidad implícita. Quedan, convengamos, pocos actores de esa condición; diría que es el último después de la desaparición de Roque Basualdo. Quiero decir, no importa la excelencia o mediocridad del texto espectacular: si está Pedro, la pieza se reivindica sola. Por pudor, no hablaré de Antonio Mónaco, sería redundante y tedioso. Él, con Baigol, Lugea, Barone, Hernández, mantienen ardiendo la llama sagrada, y lo hacen sin interrupción desde muchas décadas.
  Al dúo se suma Silvia de Urquía actriz y directora, cuyos pergaminos tampoco necesitan presentación ni defensa. Y un dramaturgo del que no sabemos nada, Marcos Ayciriex, el autor de la obra que reseñamos, Claudio y Calígula, los secretos del Fuego, que realiza esta adaptación de I, Claudius de Robert Graves, con ingredientes de su propio menú. Importante para el público erudito, no se espere una versión del Calígula de Albert Camus, aunque su sombra sobrevuela toda vez que se retoma la biografía del quizás más cruel y demencial de los emperadores romanos. No siendo Mónaco el escritor, sin embargo, la reflexión sobre el poder y su deformación, el autoritarismo, que le son propios, nadan en la evidencia de sentido. Digámoslo sin demorarnos: nunca está de más un tema tan reiterado, nunca sobra, siempre faltará algo por denunciar.
  Pero una obra empieza en el paratexto, o sea, el programa, donde se reproduce el capricho de Goya, Cronos devorando a sus hijos, casi una caricatura grotesca del filicidio y en cualquier caso una alegoría del poder omnívoro, del que el atroz Calígula llega a ser modelo, casado con su hermana, asesino de su padre y su padrastro y finalmente homicida de su hermana embarazada de él —intentó comerse el feto de su propio hijo, celoso de su sucesión. Imposible olvidar al joven John Hurt en el rol del emperador, un tanto afeminado y temible aún, en la miniserie de la BBC británica (1976). Benítez compone un personaje mucho más complejo. Irónico, culposo, misántropo, enfermo de sí hasta sentirse insoportable de llevarse, autista, en la sola escena de la bacanal se despliega la inmensidad y la miseria del poderoso que siembra tal odio que parece desear intensamente su muerte. Algo del Calígula de Tinto Brass, sin erotismo (excepto el orgásmico del poder sin limitación) también se encarna en el de Pedro, que es todos y ninguno. Ya venimos venir, agolpándose, los Estrella en torno a los trabajos interpretativos. Como todo elenco monaurquiano, se lucen los jóvenes discípulos: el terceto de centuriones sometidos y con el odio amartillado (Santiago Maisonnave, Agustín Barovero, Damián Chiurazzi), y las mujeres de comparsa equívoca, dedicadas a sufrir y también a esperar: Drusila (Agustina Anzoátegui), Ennia (Marcela Cardoso), Mesalina (Paula Costa) y la vieja Antonia que pese a su insignificancia resultará fundamental (Beatriz Moriondo).
   Hay más, del lado de la puesta. No veremos una toga y a cambio, Calígula viste de camisa y pantalón negro junto a su corbata roja: un perfecto mafioso o fascista en plenitud. Claudio, de grises, entraña la mediocridad apariencial, como historiador y testigo privilegiado de la peor época del imperio dueño del mundo; los tres soldados, incluso, visten de gris. La sibila de tules rojos (Silvia de Urquía) cierra la estética cromática de un estilo que es marca de fábrica de los Mónaco. El uso de la oscuridad, un cofre-trasto múltiple, las candelas, el escamoteo de decorado a excepción de dos lejanas bibliotecas, la música clásica de uso restringido y acompañante.
   Cierto, existen defectos que destacar, muy insistentes en el teatro marplatense, como la tendencia excesiva al llanto, las convulsiones, los pasajes sobreactuados, la delectación en la locura.  Claro que al fin y al cabo se trata de una tragedia contemporánea con figuras históricas de la antigüedad, una hibridación que rememora a Anouilh y que, en manos de Urquía, se autocontiene. Los cambios de humor (y de gesto) en el cuerpo de Benítez logran el efecto de romper la tensión dramática y arrancar una sonrisa nerviosa del espectador, con lo cual se compensan los detalles apuntados.
  En resumidas cuentas, una obra casi inmejorable, un placer contradictorio (oscuro y espléndido, si sabemos contemplar la belleza del mal cuando se sabe cómo plasmarla), una promesa de autor que ojalá se ratifique, y una demostración del buen momento de nuestro teatro. Y por si no quedó claro: esos tres lo hicieron de nuevo.

Dr. Gabriel Cabrejas
Enero 2016

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