sábado, 24 de marzo de 2007

Viejas y nuevas reflexiones sobre el lenguaje del cine

Palabras escritas por el sol


Cuando un tal Ricciotto Canudo, que pasó por ser el primer teórico del cine, habló de séptimo arte, no lo ponía al final de la lista sino en la cima, como si todos los previos –la música, el teatro, la escultura, la poesía, la arquitectura, la danza, en cualquier orden–hubieran vivido incompletos, esperando el mesías que las reuniera y superara: como si la Historia del Arte culminara en él.
Algo de eso había, claro. Grabar en celuloide la vida de hombres y mujeres en términos de luz –la definición, feliz, pertenece al español Juan Antonio Bardem– daba movimiento al cuadro pictórico, perfeccionado previamente en su realismo mediante la fotografía; detalle al teatro; imagen a la música. Es la síntesis dimensional, no la mera adición, del esfuerzo humano por expresar la belleza, incluso la belleza de la fealdad. Aún más, todas las artes llegan a la cúspide de sí mismas alcanzándolo, y a su turno, tomando el logro individual de cada una, el cine ha creado su propio lenguaje, su modo inconfundible de narrar, dramatizar, pintar y hablar.
Pintar para cine a través de escenografía o precisión del diafragma, cuidar el color y la simbología del vestuario, maquillar y peinar con determinado sentido al actor, pautar su gestualidad, musicalizar una o muchas escenas, escribir las líneas del personaje, y todo el conjunto armonizado bajo el grito de acción, constituye una experiencia única en la que los ríos de tantas disciplinas confluyen en el mar definitivo de un arte mayúsculo, superlativo, donde las aguas concurrentes se superan. Ahora sabemos cuándo una película no es del todo buena: cuando una o varias de las artes que la auxilian no cumplió su cometido, es decir, el director no supo cómo integrarlas a su arte.
Hubo un largo proceso antes de que el sexteto de artes se combinaran para dar nacimiento a la que las redefiniera y explicara. Se me ocurre que el primer espectáculo de proyección, incluso en el sentido psicológico, lo ofreció la alegoría de la caverna, de Platón, obviamente antes del carretel de película, la electricidad que permite reproducirla y la sociología que analizó los fenómenos complejos del receptor y su sociedad. Según Platón, el contemplador, vale decir el hombre en su situación pre-filosófica, encadenado y de espaldas a la luz, toma por reales las siluetas de animales y personas que cruzan un muro delante de sus ojos, sin saber que son sólo eso, imágenes. La filosofía, asegura el biógrafo de Sócrates, invierte la posición del espectador, lo vuelve hacia el foco, y si primero se deslumbrará, después verá claro. Hoy dudamos de que tal operación valga la pena, que mejor vivimos cuanto más soñamos, y –terrible certeza– que la vida imita a la ficción, pero se lo debemos a dos mil años de arte y cien de cine. El arte nunca será la realidad porque es mejor que ella, y la conocemos, en buena parte, gracias a él.
Otro adelantado, pero más próximo, fue el operista Richard Wagner. Vio que la caverna era excelente y, jugando a Dios –de hecho a veces se creía Dios– separó la luz de las tinieblas. O sea, apagó los candelabros del auditorio, iluminó solamente el hemiciclo del escenario, metió a la orquesta en un foso entre el oyente y el cantante, y obligó a la gente a callar y estarse sentada, mirando el único lugar posible desde donde emergía la luz. Hecho lo cual, Wagner se persuadió de que la summa de las artes hasta él se llamaba Ópera Wagneriana, y quizás tuvo razón. De haber vivido lo suficiente, ¿habría filmado?
El cine nunca fue mudo, sino silente. Hubiera fracasado desde el comienzo, pasada la novedad, sin el acompañamiento incidental del pianista, que dibujaba en cada arabesco los preliminares del suspenso y ritmaba la mímica, la tragedia, la persecución. Al sonido, eso sí, le costó llegar. Consecuencia natural, el primer género de los talkies, las películas habladas, fue el musical, estático entre micrófonos ocultos y actores que nunca habían cantado. Una generación de gesticulantes estrellas se jubiló, y hasta se autodestruyó (caso John Gilbert), cuando su voz aflautada y cómica se escuchó interpretar un texto dramático, pero a cambio aparecieron los guionistas, esos sufridos torturadores de mecanógrafo a los que el director más de una vez tacha o ignora. Mientras tanto, el lenguaje ya existía, y se llamó encuadre y montaje. A las fotos fijas, sin traslación posible de una cámara pesada como un ataúd, y planos generales con las criaturas circulando a medias de un extremo al otro del cuadrilátero igual que pugilistas –Georges Meliés filmaba microfábulas literarias sin salirse del trípode– sobrevino el primer plano, el teatro de la piel, diría Jean Epstein, y antes, el travelling, y después el close up y el detalle. Hacia los años 20 la cámara ya había cobrado cierto dinamismo y se invertía en generosas reconstrucciones históricas e indumentaria, en aliento épico; la ópera clásica empezaba a extinguirse frente a un rival que, encima, podía repetir la puesta, guardada dentro de una lata, sin tener que llamar de nuevo a sus protagonistas. Nacían las artes y ciencias cinematográficas, los gremios de técnicos y artesanos con una especialidad desconocida, la de trabajar para el cine1.
Buena parte del encuadre, o sea, el recorte del espacio real a fin de filmarlo, se hacía en la mesa del editor, un coautor obediente y confiable. En cortar y pegar consiste el verdadero discurso como estructura narrativa, secuenciación y coherencia. De un asistente de piso dependerá que el compaginador no se lleve sorpresas, que el actor salude de un encuadre al siguiente –en la misma escena–con la misma mano, o lleve el parche en el mismo ojo. Las tomas remplazan cada acotación del escritor de novelas como la fotografía las descripciones. Un individuo en contrapicado, es decir, de abajo hacia arriba, estando el objetivo por debajo del nivel normal de la mirada, lo magnifica, lo exalta, da prueba de superioridad y triunfo; al revés, el picado, o toma de arriba hacia abajo, lo empequeñece, lo aplasta moralmente, lo humilla. Del mismo modo, pueden combinarse imágenes de un plato se sopa, un bebé sonriente o el cadáver de una mujer y el solo efecto de sobreimprimirlo todo encima del rostro imperturbable del actor Mosjukin, vuelve a éste el más dotado para expresar el hambre, la ternura o la pena a pesar de no mover un músculo2. A veces, enfocar una espalda contrahecha o erguida, sin necesidad de mostrar los rasgos, es suficiente si se quiere suponer el dolor, la duda, el orgullo o la alegría.
En los 50 se impuso la teoría del crítico Alexandre Astruc, la caméra-stylo, la cámara lapicera: el cineasta es al film lo que un escritor a la novela, responsable y creador único. Había ejemplos americanos, como siempre. El inmigrante siciliano Frank Capra obtuvo tanto reconocimiento en los 30 que logró la independencia de escribir, producir y dirigir, y poner su nombre sobre el título de cada film suyo. Orson Welles había sido el paradigma de genio contra el sistema, y el más revolucionario de su tiempo. Con los 60 y la Nouvelle Vague francesa esta creencia se quiso hacer carne y desde entonces se identifica el estilo del autor-director, se le perdonan sus carencias como un factor de su talento y el espectador se hace directo partidario y defensor suyo o lo aborrece sin concesiones3. Sin embargo, el director sale airoso si tiene ese genio múltiple para saber rodearse de otros talentosos, en quienes delegar los rubros creativo-técnicos, si no trastabilla en la elección del casting, si todos, en fin, han entendido y adhieren a su propuesta, la de un orquestador. El novelista siempre estará solo frente a su hoja en blanco y después vendrá la editorial. El director no es sin la asistencia de sus compañeros de ruta exactos antes de empezar a rodar.
En la década del 90 se pensó que al cine le llegaba su Armagedón, la televisión por cable y el video hogareño: Nouvo Cinema Paradiso, de Giuseppe Tornatore, o Cinema Splendor, de Ettore Scola. Hoy sabemos que no sucederá. Que nuestra vida, y no me refiero a los reality shows ni a los circuitos de vigilancia permanente de nuestra Sociedad de Control, está uncida al cine. Que nuestros recuerdos más queridos se asocian a ser espectadores, a que él reitera y da significado a nuestros traumas, pensamientos y satisfacciones. Que nos enamoramos, perdemos, ganamos y morimos como en las películas, que ellas transmiten a los otros, pero con la intensidad del arte, nuestro pequeño e instrascendente trascurrir humano. Joya de la corona de nuestro mundo posliterario, el audiovisual, es la liturgia laica-colectiva que todavía nos convoca sin exigirnos ser fieles a un credo monoteísta, ser hinchas de un club o saber bailar. Sólo se trata de dejarnos engañar como el encadenado de Platón, pero para ser más verdaderos.

Gabriel Cabrejas


1 Decimos con Marcel Martin (El lenguaje del cine, primera edición 1955, versión castellana 1990), que hay tres tipos-usos del decorado en el cine. Realista, que no tiene más implicancia que su materialidad misma y sólo significa lo que es, como en la mayoría de los films norteamericanos y soviéticos; impresionista, que se elige “con arreglo a la dominante psicológica de la acción y es el paisaje estado de ánimo– el salvaje y tórrido Valle de la Muerte de CodiciaGreed, Erich Von Stroheim, 1923), una playa dolorosa (Los inútiles y La strada, de Fellini, 1953 y 1954) o sinónimo de alivio después de la pesadilla (La dolce vita, Fellini, 1960), y, finalmente, expresionista: mientras el impresionista es natural, aquél se crea artificialmente “con el fin de sugerir una sensación plástica en convergencia con la dominante psicológica”, como las ciudades de paredes retorcidas y los interiores asfixiantes del cine mudo alemán (70-1). Del vestuario, dice Martin que hay tres subespecies: realista, conforme a la realidad histórica y sostenida por documentación epocal; pararrealista, inspirado en la moda del momento pero estilizado con cierta subjetividad (Los Nibelungos de Fritz Lang; 1924; La pasión de Juana de Arco de Carl Dreyer, 1926-8; Romeo y Julieta de Georges Cukor, 1936; Otelo, de Orson Welles, 1951; Los siete samurais de Kurosawa, 1954); simbólica, se desentiende de la verdad histórica y pone el eje en traducir caracteres, tipos sociales o estados de ánimo. Se ve en los uniformes de esclavos-proletarios en Metrópolis (Lang, 1925), los caballeros teutones, sus yelmos y armaduras, de Alexander Nevsky (Eisenstein, 1938), la ropa lastimosa de Chaplin y el atavío de femme fatale en El ángel azul (Josef Von Sternberg, 1930) o Gilda (Charles Vidor, 1946) (68-9). (
2 Se llamó efecto Kulechov, por el director ruso que lo experimentó con la cara inexpresiva del actor Ivan Mosjukin.
3 Nos referimos a Francois Truffaut, Louis Malle, Jean Luc Godard, Claude Chabrol y Eric Rohmer. La resurrección del cine europeo de la segunda posguerra pivotea sobre artistas que se distinguen estilísticamente por un corpus original, es decir, su modo personal de construir historias y elaborar criaturas. Los dos grandes ejemplos a partir del 50 son Federico Fellini e Ingmar Bergman. Recién entonces se reivindica, sobretodo gracias a los elogios de los directores franceses, al Hollywood de los maestros: Welles, John Ford, John Huston, etc., y aparecen carreras paralelas al sistema, a veces exitosas y adaptadas a él y otras alternativas, como en los 70 Francis Coppola y Woody Allen.

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