domingo, 15 de abril de 2007

Cinencanto, 2: Algunas películas biográficas

Pesares del biopic de Estados Unidos a Inglaterra:La Historia es quien la cuenta
Una película para multitudes sobre astronautas reales (Apolo 13) y una biografía intimista que desacraliza a un grande de la poesía de nuestro siglo, T. S. Eliot (Tom & Viv) cuentan heroísmos y miserias: de la indulgencia patriótica a no perdonar ni siquiera a los íconos.

Apolo 13, de Ron Howard
Tecnoficción para no estar en la Luna

Ron Howard es un director estandar que nunca descolló por su virtuosismo, pero siempre se detectó versátil para el gran espectáculo que gusta a Hollywood, desde la comedia neoyorquina con un despistado y una mujer-sirena en pleno Manhattan (Splash, 1984) y el encuentro de tres ancianos y unos alienígenas al estilo mágico-emotivo de Spielberg (Cocoon, 1985), hasta el cine de aventuras urbanas entre bomberos (Llamarada, 1990) y el fallido intento épico sobre inmigrantes irlandeses a la medida de Tom Cruise (Un horizonte lejano, 1992). Apollo 13, su reconciliación con el éxito, lo nuestra experimentando en otro género más, esa mezcla de catastrofismo y suspenso aureolado de tintura nacionalista que tan bien le encaja y no hará sino cimentar. Le gustan las fábulas de autosuperación modélica, como habrá de ratificarse en Una mente brillante y El luchador (no en vano titulada Cinderella man 2005), con el australiano converso Russell Crowe haciendo de héroe mesocrático que se vence a sí mismo. Su objeto insuperable, hasta ahora, no es ninguno de ellos sino Ed TV (1999), tanto que parece facturado por otro; en la filmografía desigual de todo encomendado, también luce, seamos justos, su comedia sobre la histeria del periodismo gráfico, The paper (Detrás de la noticia, 1994). Su destino, definitivamente, parece el de los antiguos amanuenses del 40, que se mandaban derechito y sin chistar hacia lo que les encargasen.
La historia -real- de Apolo sucedió en los tempranos 70. La NASA disfrutaba de los proyectos Apolo, si bien después de pisar la superficie lunar con la hazaña de Neil Armstrong se le cuestionaba gastar tanto erario público en fabricar Colones estratosféricos mientras a "nuestros muchachos" los apaleaban sin retorno en Vietnam. Semejante clima inyecta nerviosismo ya al comienzo de un lanzamiento que planea poner en órbita a los astronautas Lovell (Tom Hanks), Haise (Bill Paxton) y Swiggert (Kevin Bacon), que sólo llamarán la atención mediática cuando el estallido de los tubos de oxígeno del cohete, a un palmo de besar el satélite natural de la Tierra, cambie abruptamente las metas del viaje: ahora, la proeza consistirá no en alunizar, sino apenas en volver.
Apollo 13, para el espectador, se enriquece si éste ignora el final de la peripecia verídica. Entonces, el cúmulo de desafíos que brotan ante los ojos de los tripulantes y sus telecomandos en Cabo Kennedy --pueden rebotar en la atmósfera si no entran en el ángulo exacto, la propia respiración envenena a los tres náufragos estelares, uno de ellos vuela de fiebre y hasta desconfían el uno del otro... y no saben a ciencia cierta si la coraza del módulo resistirá la terrible temperatura al ingresar en el cielo terrestre--quitan el aliento del más plantado. La claustrofobia de los tres personajes sumergidos en el vacío que los hace únicos y a la vez más solos que nadie, y la premura no menor de sus samaritanos en la Tierra (los buenos trabajos de Ed Harris y Gary Sinise, que ya acompañó a Hanks en Forrest Gump) arrastran de vértigo a un film que no olvida el mensaje americanista. No en vano la carucha de bebote eterno de Tom, nuevo modelo del ciudadano común empujado al heroísmo en una situación límite de la cual si no se salva, como poco sale candidato al Oscar, otra vez.

Tom & Viv, de Brian Gilbert
La vida yerma

Ultimamente, el cine inglés se ha obsesionado en contar el otro lado de sus ídolos artísticos, el factor emocional de hombres y mujeres herméticos y a menudo inmaduros en la devoción y la entrega, a pesar de, o por eso mismo, vivir con seres volcánicos o desprejuiciados. Richard Attenborough descubrió el llanto contenido en la prosa del universitario Cecil Lewis (Tierra de sombras, 1993; inmortalizado para el cine gracias a Narnia, basado en su célebre saga, 2005), con un intenso Anthony Hopkins y su esposa poeta americana, enferma irrevocable, Debra Winger; Carrington, de Christopher Hampton (1995), rompió el cofre que guardaba el amor idealizado del escritor gay Strachey (Jonathan Pryce, mejor acá que haciendo de Perón) y la promiscua pintora del título (Emma Thompson). Finalmente, Tom & Viv (1994) completa la trilogía exhibiendo al impar Thomas Stearns Eliot, el más grande poeta británico del siglo --aunque de origen yanqui, autor de La tierra yerma--, como un sutil destructor de quien fuera su musa literaria, la aristócrata Vivianne Haigh-Wood.
El matrimonio de Shadowsland se invierte: en vez de yanqui moderna y flemático inglés hay un intelectual arrepentido de ser estadounidense, que abrazó la ciudadanía imperial en 1927 y se topó con una noble sajona que soñaba dejar de serlo junto a su marido. Ambos lo lograron, pero a un precio y de una manera lejana a sus planes. El lastre de una moral victoriana, hipócrita por elección, contaminará sus vidas. Una disfunción hormonal hace menstruar a Viv tres veces a la semana además de histerizarla, lo que empeora una medicación errónea. Eliot, que alguna vez se jactó de "monárquico, liberal y anglicano", frente a su impresentable mujer,quería conservar su carrera intangible del qué dirán,aún a costa de abandonar a Viv en un hospicio; la propia familia política, enjoyada de prosapia pero avergonzada de una imperfección tan impúdica, conspira contra la heredera para declararla insana. La actuación de Miranda Richardson (Viv), que pasa de los raptos incontrolables a la serenidad y dulzura de su manicomio caro, y la hipnótica ambigüedad de Tom-Willem Dafoe, egoísta y a la vez dolido, aguza el drama a la tensión de unas miradas y un impecable fondo de silencios sociales, como si el país apenas descripto fuese el victimario definitivo, lleno de chismosos de clan --el Bloomsbury, cónclave de artistas al que pertenecía Virginia Woolf, aquí poco menos que una harpía, y Bertrand Russell, "amigo" de la pareja y sin embargo rápido para seducir a la desequilibrada Viv.
Gilbert da plena libertad al receptor, que puede optar por Tom o su esposa en las razones y sinrazones de cada cual. Queda una imagen: la de un Londres donde hasta los maniquíes usan camisón.


Gabriel Cabrejas

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