lunes, 23 de abril de 2007

Los premios de la Academia 2006: Un Oscar de reparto

Los premios de la Academia versión 2006
Un Oscar de reparto


Publicado en La Avispa, Mar del Plata: nº 35, abril 2007, 55-7

Esta temporada los latinos fueron estrella en las nominaciones, pero el premio terminó repartiéndose equitativamente. Al fin se le dio a Scorsese, después de una ceremonia para el bostezo. Comentamos aquí algunos largos estrenados en Mar del Plata antes del Festival de Cine.

Los mejicanos estaban ahorita de fiesta: entre Guillermo del Toro (El laberinto del fauno), Alejandro González Iñárritu (Babel) y Alfonso Cuarón (Los niños del hombre) recaudaban tantas candidaturas que hicieron bien en flamear la bandera tricolor entre las butacas. No les fue tan gloriosamente como esperaban pero fue estricta justicia encaramarlos al podio al menos en los papeles; las cocardas apetecibles –director y película—le cupieron a Martin Scorsese, un premio que pareció más por trayectoria y por la culposa memoria de los votantes, cansados de relegarlo por mejores logros. A Clint Eastwood le tocó irse con las manos vacías. Venían cantados Helen Mirren (La reina) y Forest Whitaker (El último rey de Escocia) como protagonistas. Sorprendió el veterano Alan Arkin en suporting role (Pequeña Miss Sunshine) y nuestro Gustavo Santaolalla, autor de la mejor banda sonora, cuando lo habían destacado en el 2005. Ellen de Generes de animadora no le causó gracia ni a la novia, dentro del show más embolante que se recuerde.

Perdidos en Tokio, Tijuana, El Cairo... Iñárritu es un fatalista profesional sin fronteras. Segrega la misma pasión oscura hacia lo irreversible y predestinado que le vimos a su compatriota Arturo Ripstein, pero mientras éste se obsesionó con el destino mejicano puro, paseándose a través de las distintas clases y períodos –la clase media moderna en Principio y fin (1993), los 50 viajando sobre viudas ricas y pobres y una pareja criminal desclasada en Profundo carmesí (1996), el lumpenaje en La mujer del puerto (1991)—el joven Alejandro prefiere el tester contemporáneo y el recurso altmaniano de mixar historias aparentemente ajenas entre sí que terminan unidas por el vértice, estrategia de acróbata donde el azar sólo es la máscara de un mismo fatum insobornable. Suyo fue Amores perros (1999), hasta ahora su mejor film, y, trasladado a Hollywood, ese equilibrio sin red para actores llamado 21 gramos (2003). Lo que enlaza los tres relatos de Babel es una escopeta de caza: un turista japonés se la transfirió a un pastor egipcio, y los dos hijos cabreros del que la adquirió practican puntería a su vez con un ómnibus de excursión y le atizan un balazo en el cuello a una paseante americana (Cate Blanchett) casada y en crisis con Brad Pitt; a partir de allí se extienden los afluentes colaterales, como el episodio de la adolescente sordomuda (Rinko Kikuchi, nominada) y el de los hijos del matrimonio yanqui, perdidos junto a su niñera (Adriana Barraza, también nominada) en el desierto de Tijuana, una vez que el sobrino de aquella (Gael García Bernal) los abandonara corrido por la policía fronteriza. Los tiempos se superponen y al comienzo no sabemos qué dolor aprieta la voz del papá Pitt al hablar vía teléfono, malherida su esposa, con sus nenes todavía en California, antes de la peripecia que habrán de sufrir ambos y la criada, que se los llevará al casamiento del hijo tras la frontera de la cual volverá a pie. Iñárritu construye un fresco pluriidiomático sobre la incomunicación, literal en el caso del cuento en Tokio, el desencuentro y la soledad en la aldea global, como dilatando su concepción al mundo entero desde el desgarramiento puramente azteca de Amores. Menos trágica en general que ésta–aquí el desenlace más duro lo sufren los pastorcitos, los únicos que jalan el gatillo—Babel sentencia por igual a la gente en puntos cardinales distintos. La naturaleza en México, el acto individual asesino pero difícil de condenar dada la travesura de los chicos egipcios, la discapacidad y su aislamiento en Japón. Bella y tremenda, oculta sin embargo el peligro de que el molde del multicuento, tan apropiado para evitar el tedio de la narración única, caiga en zócalos de desinterés, según enganche más uno sobre otro.

La reina y el as. Cuesta creer que La reina (The queen, de Stephen Frears) haya gozado de seis candidaturas incluyendo guión, película y director, precisamente donde más flaquea, mientras vestuario, música y mejor actriz ya le hubieran hecho sobrada justicia. Helen Mirren queda calcada a escala con la reina Isabel, eso sí, pero el otrora sátiro antisistema Frears resulta demasiado respetuoso, quizás debido a que la protagonista real sigue viva y coleando y le pesó en la honra ser súbdito suyo. Como fuese, la muerte de Lady Diana Spencer, la Princesa del Pueblo ninguneada por la dinastía gobernante y llorada hasta inundar de flores Buckingham por la plebe, elige un sesgo complaciente y conciliador, reprochable viniendo de quien supo pegar duro sobre la hipocresía británica: recordemos la pareja gay de Ropa limpia, negocios sucios (1985) y la de Susurros en tus oídos (1987), manoséandose con el fondo de la boda real, justo la de Charles y Di. Incluso mudado a USA la democrática parodia Héroe accidental (1992) lo empinaba como un buen heredero de Capra y Billy Wilder, y pudo serlo si no hubiese transado el clásico pro-lucimiento de Julia Roberts (Mary Reilly, 1996) o achacara síntomas de comediógrafo de happy end en la reciente Mrs. Henderson presenta (2005). Frears claudica ahora y por partida doble, repartiendo el estrellato entre Isabel y Tony Blair (Michael Sheen), a la sazón flamante Prime Minister en 1997, coincidiendo con la luctuosa muerte de la princesa. Porque toda la trama consiste en cómo Blair persuade a la distante monarca de abdicar su frialdad frente al dolor de los ingleses, y avenirse a un discurso televisivo para show us you care: confesar que también ella lo siente. Antes que hacerla opinar y quejarse, el guionista Peter Morgan y Frears eligen modular sobre su rostro, adivinar sus dudas y verla despojarse del lastre de una tradición secular que la obliga a apartarse del asunto, vuelto enseguida razón de estado. Cierto es que Blair pinta como el moderadísimo laborista más afín a la casa Windsor que cualquier rival thatcherista, pero Frears no critica eso sino, se diría, casi lo ensalza, y a cambio le mastica la yugular al marido de la reina, el príncipe Felipe (John Cromwell), el más reaccionario de la corona. Una muy humana Isabel lamentando la suerte de un gamo de mucha cornamenta –¿la propia Lady Di presa de su parentela política?—es toda la licencia que se permite de ingresar en su interioridad.
Los infiltrados no será, dijimos, lo mejor de Scorsese, aunque comparada con la aguachenta El aviador (2005), ensambla perfectamente dentro de su filmografía: regresó pues el artista del hampa, el de Buenos muchachos, que ahora revistan en la policía de Boston. Primera vez, de paso, que suscita una remake de otro film, el chino Infernal affairs (Andrew Lau y Andy Mak, 2002 y secuelas: las vimos en el Festival de Mardel). Hay un doble agente (Leonardo di Caprio) que acepta el yugo de meterse entre las fauces del dealer Jack Nicholson, y otro –Matt Damon--, al revés, topo en el precinto para frustrar las razzias y encerronas tendidas contra aquél. El gato y el ratón se dirime entre ellos más que ante el mafioso, y en ese juego de identidades solapadas el nervio del viejo Martin, intacto, chorrea sangre, homenaje transversal a sus ancestros chinos; diálogos cortados a cuchillo y un submundo wasp y masculino, y personajes feroces siempre a punto de estallar a los que apenas diferencia la placa. Vuelven a estar en su salsa los irlandeses y el italiano, ahora puñulan traficas de ojos rasgados y acechanzas a través de celular, y el tema del traidor y del héroe. Como siempre, al setentón Jack dan ganas de aplaudirlo y rebaja a sus jóvenes sucesores a mera comparsa.

...Pero Hollywood nunca falta. En el 2005 fue Cinderella Man (El luchador) de Ron Howard y en 2006 The pursuit of Happyness, o sea, En busca de la felicidad. Quiero decir, la consabida apología del american dream, del ciudadano-común-perdedor que asciende desde el fracaso más miserable a la rehabilitación y la riqueza, y proporciona un Ejemplo de perseverancia a quienes –no lo saben—serán losers siempre. Para acentuar a trazo grueso el despropósito, la desventura del joven emprendedor negro al que se le derrumba la vida pero sabe exprimirse el sudor y triunfar, la dirige un italiano de importación, Gabriele Muccino –parece un anagrama de Michael Cimino—que arrivato a las Grandes Ligas no podía sino elogiar el sistema meritocrático ingastable de la Tierra de las Oportunidades.
Baste saber que se basa en una true story, terrorífico letrero que suele enaltecer el mismo imaginario, el de la realidad que copia a la ficción. La hagiografía del tal Chris Gardner se enfrasca en el talante de Will Smith, modelo de sueño autocumplido si los hay: un tipo que se la pasa pateando hospitales para vender sin fortuna escaners y lo abandona la mujer, pero, de tropezón en tropezón, lo consuela la compañía del hijo –el propio párvulo de Smith, Jaden—y en una selva impiadosa como Wall Street se irá empecinadamente abriendo paso. El intento de reeditar el tierno dueto de Ladrón de bicicletas, padre y vástago, sale a medias: son otros tiempos, no existe final desdichado y las hilachas de los bolsillos son apenas otro desafìo. Salva las papas el estupendo trabajo de Smith, cuándo no, encima candidato al Oscar. La prédica de un profeta evangélico, y la fauna cuasi angelical de los brokers en pleno auge de los reaganomics, más el rotulo epilogal que informa cómo el rotoso Gardner se transfiguró en multimillonario horripila con su edificante moraleja panoficialista.
El buen tino del votante masivo evitó que Diamante de sangre (Blood diamond) se alzara a la cima de la noche, dadas sus cinco candidaturas para la entrega número 79 del Academy Award. Fiero y ambiguo, Di Caprio se luce en la piel de un afrikaner contrabandista de diamantes, en medio de la guerra civil de Sierra Leona a fines de los 90 y se gana bien la nominación, igual que su compañero de andanzas Djimon Hounsou, esclavo del FUR (Frente de Unidad Revolucionaria) puesto a recoger las piedritas preciosas. Ocurre que los americanos han descubierto Africa en el 2000 como en los 80 Centroamérica, y la pintan como una fosa darwiniana llena de asesinos y corruptos jurásicos, lo cual no sería del todo falso si no la atravesase la mirada superior, soberbiamente humanitaria y oscuramente bienintencionada de los nuevos colonizadores. Desde que Bruce Willis y Lágrimas del sol (2003) posó su culo camuflado en el continente negro, y en un relámpago de osada lucidez Andrew Niccol denunció el horror de ambos bandos (me refiero a El señor de la guerra, 2006), ya se ve adónde habrá argumentos que parasitar; de eso también habla, aún en pasado, El último rey de Escocia, de Kevin MacDonald. En Diamante tenía que haber un negro bueno y compadre, Hounsou, abnegado padre que quiere rescatar a su nene, que juega a la guerra con armas de verdad del lado del FUR. La dulce carita de Jennifer Connelly, periodista comprometida y yanqui, y un funcionario, también yanqui, arrebatado de pasión en un discurso contra toda violencia bélica, créase o no, doran la frutilla del postre de un film ampuloso y olvidable.
Quedan todavía películas en el proyector, y en el menguado contexto marplatense algunas se verán antes en DVD, o no llegarán a las salas. Este año el Oscar fue de reparto y ligó cada una el suyo. O casi.

Gabriel Cabrejas

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